lunes, 7 de noviembre de 2011

En la taiga de Manchuria

Cacerías y viajes de exploración de Nicolaj Bajkov (1872-1955)

Mi encuentro con la literatura rusa fue casual, pero decisivo. Ocurrió durante una visita a la vieja librería de mi ciudad natal. Pasé la vista por la estantería donde estaba la colección Austral y allí encontré Los cosacos de León Tolstoi, fue un acontecimiento feliz, desde aquel otoño de 1997 los escritores rusos han sido para mí un auténtico puerto de refugio, puedo decir que en no poca medida han contribuido a la formación de mi personalidad. Un universo poblado de belleza y de aspectos sombríos por igual, de trascendencia y gravedad; una atalaya a la vida del pueblo y a los problemas más elevados del alma humana. Sería inútil y ocioso hacer una relación de nombres, tanto como trivial sería buscar uno de estos autores al que considerar mi favorito.

Siempre próximos a mí, llevaba sin embargo un tiempo en que no habían caído en mis manos más autores rusos, tampoco los buscaba ya. Aunque era un mundo al que siempre me apetecía volver, me preocupaban cosas distintas hasta que otro hecho casual me remitió de nuevo a aquellos que fueron mis puntos iniciales de partida. No hace mucho, durante ciertas fiestas de mi Facultad, se sacaron a la venta pública unos libros usados. Lamentablemente no se trataba de viejos ejemplares para ser vendidos a buen precio de manera que los estudiantes los compraran (como es costumbre en Europa). Extendidos sobre una mesa había un puñado de libros envejecidos, cruelmente maltratados, apenas a un paso del contenedor de basura. Entre una masa de lomos abiertos, esquinas dobladas y papel humedecido encontré un ejemplar de Cacerías en la taiga de Manchuria por Nicolás Baikov. La editorial Mateu de Barcelona había publicado aquel libro en 1963, aunque sin las hermosas ilustraciones de la obra original que pueden verse por ejemplo en las ediciones inglesas y francesas de los años treinta del siglo pasado. Eran historias de cazador, no conocía al autor, pero al ir hojeando sus páginas me venían a la memoria nombres como los de Ivan Turgueniev, Vladimir Arseniev o Mijail Jolojov. Pagué los pocos céntimos que pedían por aquel libro moribundo que se deshacía en las manos y me lo llevé lejos del campus, porque el griterío de las fiestas de Facultad hacía imposible una lectura más atenta.

Lejos de aquel aquelarre al que, con una cierta y fatal ironía, se entregaban las futuras personas de letras, abrí el libro y entré en la taiga de Manchuria. Nicolaj Apollonic Bajkov fue un cazador y explorador ruso que murió en 1958. Su relato estaba lleno de amor a la naturaleza, de contemplación en la belleza de la taiga, del gran Chu-hai, o “mar silvestre” como “llaman los indígenas a estas florestas”. Pero su amor por la naturaleza no escondía el lado más amargo y duro de la misma: su absoluta falta de misericordia, su dureza primordial, la total falta de piedad. El espectáculo de la vida se abría paso en la taiga, cedros centenarios, bosques impenetrables, bosques densos que hacen imposible orientarse, pero también bestias feroces, jabalíes, osos, y el más peligroso después del hombre: el gran Van, el tigre de Manchuria, que no sólo es una bestia feroz, sino que es considerado el dios y el señor de la selva. No es un edén lo que se describe en estas hermosas páginas, sino un ciclo inagotable de muerte y regeneración, de lucha, depredación y sufrimiento. Sin embargo, ¡cuánta belleza, por ejemplo con la llegada del otoño!: “El dorado otoño había llegado. El ropaje uniformemente verde de la taiga se había convertido en una combinación de colores: las hojas brillaban con tonalidades rojas, blancas, rosadas, grises y amarillentas, destacándose sobre los verdes montes y formando un enorme ramillete de flores”.

El tigre, el “gran Van” es el señor indiscutible de aquellas tierras. El ser humano de la taiga le teme y le venera. Pero el hombre de aquellas latitudes es también una bestia feroz que lleva el estigma de Caín. La vida en los bosques es dura, el tipo humano de la taiga está formado por cazadores fundamentalmente ya sean rusos o chinos, pero también por fugitivos, bandidos y asesinos. Bajkov venera y admira a sus cazadores, ellos conocen los secretos de la floresta y son depositarios de una sabiduría ancestral; le ayudan, le protegen, le enseñan. Entre los tipos humanos más amables se encuentran los buscadores de gingsen, la raíz mágica que se cree nace de la tierra tocada por el rayo y que sólo el puro de corazón podrá encontrar. A veces la custodia un dragón dorado, conduce a ella un ave mágica que la muestra al bueno, mientras que al buscador malvado o que pretende meramente comerciar con ella le lleva directamente a las fauces del gran Van.



Pero la taiga es dura, aniquila a los hombres, los cazadores que se extravían son devorados por el gran Van o enloquecen en aquellas soledades. En la sociedad reglada de los hombres no son infrecuentes los castigos más duros por cualquier falta, ni son raros los sacrificios humanos, la ofrenda de personas vivas al gran Van. Ni siquiera el buscador de gingsen o el cazador viven libres de temor, pues no pocas veces le siguen los pasos temibles bandidos que tirotean al cazador después de que este haya abatido su presa o que son capaces de torturar salvajemente a los buscadores sagrados de la raíz-relámpago para que confiesen en qué lugar secreto han escondido su preciado tesoro. En ese país cruel abundan forzados siberianos que han escapado de sus presidios y llevan una vida peor que la de las fieras, si bien son capaces de crear las canciones más hermosas de pena y nostalgia que se extienden de boca en boca por todos los rincones de la taiga pues, en efecto, conviven juntos el más bello lirismo con el primitivismo más arcaico y cruel. Hermosas historias de buscadores de gingsen que esperaban inútilmente devolver la vida a alguien querido con la preciada raíz que acaba llevándose una serpiente dorada, casi al estilo de la Epopeya de Gilmamesh, conviven con otras como la historia de los infortunados hermanos Liu y Kon-gol-to-chu, que después de su muerte son transformados en pájaros que custodian los caminos que conducen a la raíz sagrada. Los bandidos, dentro su crueldad, no están exentos en algún caso de cierta gallardía que recuerda a tiempos antiguos, como vemos en la historia de Tun-ho. Este caballeresco guerrillero, ejecutado por tropas chinas, era el bienamado del pueblo. Antes de ser ejecutado pronunció un discurso que los pueblos de la taiga guardaron en su memoria y repitieron de boca en boca: “[su discurso] no fue reconstruido jamás, pero, repitiéndose de boca en boca, los principales pasajes se extendieron entre la población”. El verdugo que decapitó al bandido también extrajo su corazón, depositario de las fuerzas del infortunado caudillo: “Lo que luego sucedió, no puede describirse. La muchedumbre se abalanzó hacia el corazón, procurando todos adueñarse de un trozo de aquella reliquia. (…) Las culatas de los soldados a duras penas pudieron restablecer el orden”.

Pero por encima de todo está la taiga, con su descripción da comienzo Bajkov sus relatos y con ella los termina formando un anillo irrompible, como si no pudiera pasar nada más que ella, como si “la madre taiga” pudiera contener en su seno toda la efervescencia cruel de seres en lucha perpetua por su vida: “Muchos años transcurrieron (…) y muchas cosas han cambiado (…). Pero la vieja jungla siempre es la misma: sus cantos salvajes no varían en nada, y ella guarda celosamente sus secretos, enterrados en sus verdes profundidades”.

En medio de la vorágine de este mundo en ruinas donde transcurren nuestros días, resulta difícil pensar en algo que sea fijo, inmutable, primordial; yo lo pude encontrar a través de los recuerdos de un escritor plasmados en unas páginas deshechas, como quien encuentra un objeto raro y precioso por entre los restos de un naufragio.