Necesse est enim ut veniant scandala
Visité Múnich este verano que
ahora va a terminar, aún se encontraba muy presente la memoria de sucesos
luctuosos ocurridos recientemente en el Estado Libre de Baviera, esa clase de
sucesos con que nos flagela tan frecuentemente el siglo XXI para exhibir su rostro,
amenazante como el trueno que anuncia la tormenta. La idea de, por un instante,
vivir en el mito y ser partícipe de él, me seducía demasiado como para no
entrar en el Englischer Garten portando La
Muerte en Venecia. Al caer la noche, Múnich brillaba. “Múnich brillaba” es
la hermosa manera con que Thomas Mann comienza Gladius Dei, relato en que la trivialización y la ausencia de
sentido parecen haberse apoderado de una ciudad en donde la belleza y el arte reproducidas
técnicamente y comercializadas hasta la trivialidad más descarnada han
envenenado la vida cultural por sobresaturación. Entre las muchas obras reproducidas,
copiadas y vendidas se encontraba una Virgen con el Niño de sensualidad tan
acusada, que, a decir de los espectadores animaba a dudar de la veracidad del
dogma de la Inmaculada Concepción. Un riguroso asceta, Hieronymus, más escandalizado
si cabe por la visión de tan bella Madonna que por los blasfemos comentarios
que acababa de oír, exigía al galerista la inmediata destrucción de la obra. Su
derrota deshonrosa, su escandalosa expulsión entre burlas de un ambiente tan
refinado, no impidió la postrera visión profética de la espada de Dios cayendo,
vengadora, sobre la ciudad del pecado. Sin duda el autor refiere aquí la crisis
estética de Fin de Siglo; sin embargo, apunta también a las meridionales
regiones del Renacimiento, a otro país de la cultura, a Italia, pues Hieronymus
es tan claramente un Savonarola, como Múnich una Florencia. No hay luz sin
sombra.
Volvía una y otra vez sobre el
relato. Al fin y al cabo, estaba en la misma ciudad un siglo después. Y había tanto
entre sus líneas: la crisis de las ideas estéticas, el individualismo
desmesurado en pugna contra convicciones agotadas (¿cómo no pensar en Nietzsche
transfigurado en tantos personajes de Thomas Mann?) y la pérdida de sentido;
junto con todo ello, no se deja de apreciar la ironía del destino que años
después hizo reales las profecías de Hieronymus.
No deberíamos prescindir de esta
narración centenaria, por muy cubierta de polvo y años que esté, pues también parece
escrita para nuestros días y encaja perfectamente, como si los arquetipos se
repitieran siendo variaciones de un mismo tema, en una época, como la nuestra
lo es, de rigurosos observantes religiosos que lanzan sus rencorosas miradas
sobre pecadoras ciudades de luz, color, sensualidad y tantas facilidades
técnicas para lograr el máximo goce. Nuevas Sodoma y Gomorra, nuevas Múnich
sobre las que violentos fanáticos quieren ardientemente que caiga la espada
justiciera de Dios.
El deseo de vivir en el mito, de
ser por un instante una parte de él, había resultado algo pernicioso, incluso
venenoso para mí, pues desde que puse el pie en el Englischer Garten, la
presencia de innumerables viajeros, paseantes y turistas con mochilas a la
espalda (entre los que, sorprendente pero afortunadamente para mí, no se encontraba
ninguno de pelo rojo ni aspecto hermético) me animaba a dejar Múnich e ir a
Italia, quizá a Venecia.
Modestamente, me contenté con ir solo
en pensamientos a Torre di Venere, el fantástico lugar donde trascurre Mario y el Mago. Pero Torre di Venere es
un lugar peligroso que debe, aun en pensamientos, visitarse con sumo cuidado. No
era la primera vez, desde luego, que leía la terrible historia del hipnotizador,
del mago malvado y manipulador de masas, ni su violento final. Con certeza es
una de las narraciones capitales de Thomas Mann, donde se examinan el mundo de
la voluntad, el poder del individuo, la representación y el engaño.
Pero la lectura tiene algo de
oracular para quien sabe escuchar y el siglo XXI quería volver a mostrar de
nuevo su rostro cruel. Previa a la funesta visita del demoníaco hipnotizador se
describe atmósfera enfebrecida, tensa, de fanática exaltación nacionalista que
se ha apoderado de Torre di Venere. Entre los incómodos momentos que van
subiendo la tensión, enrareciendo gradualmente el ambiente, hasta la funesta
explosión de ira asesina, se encuentra un extraño escándalo del que es
protagonista involuntaria la hija pequeña del narrador. Su desnudez en la
playa, saliendo de las aguas, provoca una reacción de asco y escándalo generalizado
entre las personas circundantes. Un momento de odio enfermizo a la carnalidad,
un asco por el inocente cuerpo infantil de una niña desnuda. La llegada de los
representantes del orden público, las amonestaciones y la multa final, la
vergüenza…. Burlonamente el siglo XXI quería mostrar de nuevo su rostro cruel,
pues diríase un pasaje escrito también para nuestros días, de nuevo como si los
arquetipos se repitieran, de nuevo como variaciones de un mismo tema. Hoy en
día, lo sabemos bien, el cuerpo, y aún el rostro y las manos de la mujer,
provocan escándalo en ambientes oscuros, fanáticos, de primitiva crueldad. Lo
que no sabíamos es que llamativas y desde luego ridículas prendas de baño
destinadas a ocultar la feminidad de aquellas mujeres que viven entre infieles,
también iban a desbordar los diques del escándalo en un lugar para nosotros tan
remoto como el sur de Francia, la patria fundacional de la democracia moderna y
de las libertades y derechos de los que gozamos. Y así junto con Mario y el Mago, leí el periódico de la
mañana con la imagen de las fuerzas del orden público apercibiendo verbalmente
a una mujer, porque su vestimenta para el baño se consideraba inadecuada y
provocaba escándalo a los bañistas; episodios semejantes se habían repetido en
varias ciudades del país, con la notoria desaprobación, con el consiguiente
escándalo, con la intervención final del orden público.
Visitar Torre di Venere, aún en
pensamientos, es algo muy peligroso. Se corre el riesgo de encontrarla
extrañamente familiar.