domingo, 5 de mayo de 2019
Los cosacos ríen
Es una de las obras más célebres y joviales que pintó Iliá Repin, Los cosacos dictan una carta al sultán turco, y simplemente al contemplarla hay pocas esperanzas de que dicha carta no prepare otra cosa que no sea la guerra. Pero el ambiente no es grave, es de pura hilaridad, diversión y alegre juerga, nadie diría que así se responde a un ultimátum. Alegres colores e innumerables cabezas alrededor del escribiente reciben al espectador. No parece que estemos ante un consejo de guerra, ni hay nada que otorgue al menos las apariencias de respetabilidad que merecería el acto diplomático en sentido estricto que ni más ni menos esperaríamos al despachar la correspondencia entre el atamán cosaco y el sultán turco. La participación es general, todo el pueblo guerrero, verdadera democracia en armas, asiste al evento.
Con sentido del humor encomiable que Repin supo conciliar con la admiración que sentía por los cosacos, el artista retrató a amigos y contemporáneos perfectamente individualizados entre los entretenidos zaporogos de la pintura. Y es que en realidad, la pintura en sí es una gran mentira histórica, empezando por el hecho mismo de la recreación de un episodio fabuloso del siglo anterior, el del cruce de misivas inventadas entre el tiránico señor de los turcos y los cosacos irreductibles, nacidos para la guerra y la libertad.
Los cosacos contestan a los requerimientos turcos, en efecto, con un modo de expresión estrictamente ucraniano, real, visceral y escatológico a cuenta del árbol familiar del Sultán y del escaso valor que se le supone a sus tropas. Estas observaciones, atrevidas como poco, eran hechos ficticios celebrados como si fueran históricos por el público de la época. En la pintura se plasma la exaltación de las virtudes auténticas e inmediatas del pueblo sin pasar por el tamiz de la educación y un ansia de libertad personificada en el espíritu cosaco; el nacionalismo aparece como medio para defender esa libertad de la que serían ejemplo vivo estos indómitos moradores de una Ucrania eternamente combatiente y libre.
Desde la zarina Catalina, Rusia había soñado con resucitar el ideal de cruzadas contra los turcos, la guerra de Crimea fue la materialización de este sueño expansionista llevado a cabo por Nicolás I. Por eso no sorprende que mientras Repin solo consiguió reproches y escándalos con otras obras, lograra vender esta al mismo zar Alejandro III, quien sin duda alguna no acababa de comprender la verdadera amenaza que se materializaba en la pintura. La exaltación nacionalista había cegado al autócrata, que no entendía que un pueblo puesto en marcha era imparable, que se conoce el comienzo de su carrera pero no su imprevisible final. No fue el único error que cometió el zar como crítico de arte, igualmente resultó lo suficientemente insensato como para comprar otra pintura, Los Segadores, de Grigori Miassoiedov, solo porque veía en ella a una familia de jornaleros doblando el lomo bajo el sol. No reparó en que él no era ningún astro rey y que los rostros de aquellos segadores estaban bien lejos de representar una gestualidad ovejuna en acto de obediencia y aceptación. Al contrario, tenían un rostro tallado en acero, heroico, destinado a permanecer, llamado a la eternidad, un rostro como de animal imposible de enjaular y que acaba de abrir los ojos con indiferencia fatalista, despertando de un sueño milenario y que sabe que las campanas de la historia no tardarán en sonar para ellos. Pero las carcajadas cosacas, por el momento, son ensordecedoras. De todas formas, malos agüeros jamás hablaron en voz alta
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