domingo, 5 de septiembre de 2010

MICHAEL KOHLHAAS Y EL ESPÍRITU DE LO SUBLIME








El verano se debilita y muere lentamente como en el poema Septiembre de Hermann Hesse. El progresivo cambio de estación se anuncia por la presencia de un aire más fresco, respirable por fin. Vuelve a ser un placer pasear, e incluso dejarse acompañar por un libro, para detenerse a leer un rato a lo largo del camino, y entre página y página, levantar un poco la vista hacia la montaña. Llevo en la mano el ensayo Lo bello y lo sublime, de I. Kant, en la vieja edición de la Colección Austral, que conservo desde hace muchos años. A través de este ensayo acerca de la percepción estética, antiguas palabras e ideas vuelven a sonar para mí, elegante y precisamente formuladas: en la tragedia el sacrificio es sublime y los sentimientos son graves y elevados; pero la comedia es bella, y en ella el amor es despreocupado y confiado… Leo en el capítulo segundo, dedicado las propiedades de lo bello y lo sublime en los caracteres humanos, los rasgos trágicos del hombre sublime con carácter melancólico:

El hombre de carácter melancólico se preocupa poco de los juicios ajenos, de lo que otros tienen por bueno o verdadero: se apoya sólo en su propia opinión. Como en él los móviles toman el carácter de principios, no puede ser fácilmente llevado a otras ideas. Su firmeza degenera a veces en obstinación…. La veracidad es sublime, y él odia mentiras y fingimientos. Siente con viveza la dignidad de la naturaleza humana. Se estima a sí mismo y tiene a un hombre por una criatura que merece respeto. No sufre sumisión abyecta, y su noble pecho respira libertad. Toda suerte de cadenas le son odiosas: desde las doradas, que en la corte se arrastran, hasta los pesados hierros del galeote. Es un rígido juez de sí mismo y de los demás, y a menudo siente disgusto de sí mismo y del mundo.

En la degeneración de este carácter, la seriedad se inclina a la melancolía, la devoción al fanatismo, el celo por la libertad al entusiasmo. La ofensa y la injusticia encienden en él sentimientos de venganza. Es muy temible entonces. Desafía el peligro y desprecia la muerte. Falseado su sentimiento y no serenado por la razón, cae en lo extravagante: sugestiones, fantasías, ideas fijas. Si la inteligencia es aún más débil, incurre en lo monstruoso: sueños significativos, presentimientos, señales milagrosas.

I. Kant, Lo bello y lo sublime, pp. 32-33

En esta definición del hombre que no se siente condicionado por juicios ajenos, que llevado por una excesivo sentimiento de justicia podría llegar a la obsesión por su cumplimiento, y caso de no lograrse, incurrir en desvarío y locura, creí reconocer al temible tratante de caballos Michael Kohlhaas, personaje principal de la novela homónima de Heinrich von Kleist, ambientada en el siglo XVI y que tiene un trasfondo histórico real. Dicha novela, de la que en su día afirmó Franz Kafka que le conmovía “hasta las lágrimas”, cuenta la historia de una afrenta y su implacable venganza.

Michael Kohlhaas se ve injustamente tratado en Trokenburg por un noble local, Wenzel von Tronka, quien le exige arbitrariamente un permiso de paso, nunca antes requerido (he aquí un rasgo auténticamente kafkiano), cuando Kohlhaas se dirigía a vender sus caballos a una feria en Leipzig; este se ve obligado a ir a Dresde para gestionar la autorización mientras von Tronka retiene unos caballos de la propiedad de Kohlhaas en prenda. Lamentablemente, a los caballos se les maltrata haciéndoles trabajar hasta la extenuación y se les escamotea la comida de suerte que están a punto de morir de hambre y agotamiento, y el siervo de Kohlhaas, Herse, que había quedado al cuidado de los caballos, es brutalmente agredido. Además, a la vuelta de Kohlhaas, queda probado que no era obligatorio presentar documentación alguna ante Wenzel von Tronka. Entonces Michael Kohlhaas, hombre piadoso, temeroso de Dios, recto y honesto, con un extremado sentido de la justicia, inicia un proceso legal para llevar ante los tribunales al responsable del desafuero y exigir la restitución y alimentación de los caballos hasta su completa recuperación, así como una compensación para Herse.

No obstante, la justicia humana fracasa estrepitosamente, el culpable parece que va salir bien librado; las súplicas de Elisabeth, esposa de Kohlhaas, ante un antiguo conocido que tiene influencia en la corte, no sólo no tienen ningún resultado, sino que incluso le cuestan la vida, al ser golpeada y fatalmente herida por un miembro de la guardia. En su lecho de muerte la esposa, que representa el espíritu de la bondad y la reconciliación, le pide que abandone sus deseos de venganza, que perdone fraternalmente a su agresor. Pero nada más lejos de los deseos de Kohlhaas:

Kohlhaas pensó: “¡Que Dios no me perdone nunca, si un día llego a perdonar a ese noble!”, dio un beso a su mujer mientras las lágrimas le manaban abundantemente, le cerró los ojos y abandonó la sala. (p.44)

Emprende entonces emprende una particular rebelión con aspecto de cruzada en busca de venganza. Vende sus propiedades y promueve una guerra privada, primero con la única ayuda de sus siervos, después con todo aquel que quiera unírsele, con el fin no sólo de arrestar al culpable de sus males y a que le indemnicen por los daños sufridos, sino también de poner fin a todas las entuertos terrenales que los justos deben sufrir. Dicha guerra, es calificada por el propio Kohlhaas de guerra justa, es decir, estamos ante una especie de guerra santa. Busca al culpable, que entretanto ha huido cobardemente, emite edictos condenándolo, incendia ciudades y destruye ejércitos en su afán de lograr justicia, se proclama con soberbia representante del arcángel Miguel y sume al país en un estado de guerra, caos y miedo, anunciando que no persiguen sino la satisfacción de todas las culpas, revistiendo su rebeldía de un carácter carismático en el sentido auténtico del término.

En la proclama que repartió en esta ocasión se intitulaba a sí mismo “lugarteniente del arcángel san Miguel, que había venido para castigar a sangre y fuego a todos aquellos que tomaran partido en esta causa contra el noble la perfidia en que se había sumido el mundo entero”. Al mismo tiempo, desde el castillo de Lützen, que había asaltado y que en el que se había establecido, movilizó al pueblo para que se uniera a él con objeto de construir un mejor orden de las cosas; y la proclama estaba firmada con una especie de apostilla: “Dada en la sede de nuestro gobirno universal provisional, el vicecastillo de Lützen”. (pp. 58-59)

Su deseo de justicia y de reparación por las afrentas sufridas sume la región entera en la desesperación, hasta que el propio Lutero interviene en el asunto y declara a Kohlhaas fuera de la ley por atentar contra el bien común. Pero Kohlhaas no es un hombre malvado, está íntimamente convencido de que obra con plena rectitud. Por eso la condena de Lutero le conmueve hondamente y se entrevista en secreto con él. En la entrevista se acuerda que Kohlhaas disolverá su ejército, y con su seguridad personal garantizada, se dirigirá a Dresde, donde se dirimirán sus reclamaciones. Pero ya entonces se plantea que Kohlhaas podría tener razón inicialmente, pero sus delitos contra la paz común y los desmanes cometidos por su tropa contra los inocentes tampoco podrían quedar sin el castigo de Dios, es decir, que también tendría que aceptar sobre su cabeza la condena que sus actos merecieran. Pero eso no le importa a Kohlhaas, que quiere justicia a cualquier precio, aunque se hunda el mundo.

Sin embargo, Kohlhaas sospecha que va a ser arrestado sin ser juzgado debidamente, el descubrimiento de la correspondencia secreta entre Kohlhaas y Nagelschmidt (antiguo bandido a sus órdenes y que todavía se encontraba en rebeldía usurpando el nombre de su antiguo comandante) le perjudica aún más pues levanta la falsa impresión de que seguía albergando planes de sedición. El asunto se complica cuando el elector de Brandenburgo, intentando que tuviera Kohlhaas un juicio justo, exige su extradición al ser súbdito suyo, de manera que no pueda ser juzgado en Sajonia. Pero entretanto el emperador ya ha sido informado de lo ocurrido, y será ahora la justicia imperial la que se encargue de llevar el proceso hasta sus últimas consecuencias. Wenzel von Tronka será juzgado y condenado a reparar los daños tan arbitrariamente cometidos, mientras que Kohlhaas deberá ser ejecutado por haber violado la paz. Su sed de justicia le ha llevado a la muerte, le ha ocasionado la pérdida de todo lo que tenía. Kohlhaas es efectivamente, un rígido juez de sí mismo y de los demás, un hombre temible cuando los deseos de venganza se apoderan de él, por cumplir la justicia ha abierto una tumba también para sí mismo.

Kohlhaas ha excedido toda medida y ahora, naturalmente, de acuerdo con lo dicho más arriba por Kant, ha de aparecer el momento sobrenatural, la historia ha de llegar a lo extravagante, incluso a lo monstruoso y lo milagroso. De hecho ya hemos visto cómo habían aparecido elementos carismáticos. La historia se vuelve fantástica, se diría que lo sublime envuelve no sólo a Kohlhaas sino también han arrebatado al propio Kleist, narrador de la historia.

El príncipe elector de Sajonia, enemigo de Kohlhaas, descubre que una adivina gitana había proporcionado tiempo atrás una profecía secreta, escrita en una hoja de papel, que había sido sellada y guardada en una cápsula, y que había ido a parar, por misteriosa disposición de la adivina, a manos de Kohlhaas, que no tenía aún relación alguna con el príncipe. En dicha profecía se daban a conocer datos cruciales e importantes sobre el fin de la dinastía sajona y de la identidad del último de sus príncipes (en alusión a la derrota histórica que habría de sufrir Johann Friedrich frente a Carlos V en las guerras de Esmalcalda, su prolongada prisión y la renuncia de los derechos sobre el principado, es decir, el catastrófico final de una dinastía). La credibilidad de la adivina queda ratifica por acontecimientos extraordinarios ocurridos ante testigos. Kohlhaas poseía esa información valiosísima. El documento, convertido ahora en una especie de valiosísimo talismán, garantizaba su seguridad en tanto siguiera en su poder.

Dicho talismán había llegado a poder de Kohlhaas, como vemos, en misteriosas circunstancias, pues la gitana no quería entregar el papel al príncipe elector, sino que elige –al parecer arbitrariamente- a Kohlhaas para que guardara la cápsula de entre todas las gentes que se habían congregado en la feria de Jüterborg. Ahora que su vida peligraba, era primordial para los intereses de la dinastía sajona hacerse con la cápsula que encerraba la profecía con tan valiosa información. Un siervo del elector busca a otra gitana para hacerse pasar por la adivina que antaño le había entregado amuleto al Kohlhaas y así lograr que su entrega mediante engaño. Sin embargo, el destino juega ahora en contra del príncipe sajón, pues no se trata sino de la verdadera gitana que obró la profecía que además –misteriosamente- comparte rasgos con Elisabeth, la difunta esposa de Kohlhaas, lo que hace que el acontecimiento sea más enigmático aún. La entrevista entre la misteriosa adivina gitana (como si fuera la esposa muerta venida de ultratumba para advertir a su marido) y Kohlhaas en la celda de la prisión adquiere tintes fantásticos, de novela clásica de terror. El elemento sobrenatural se impone definitivamente. La gitana le ruega que, pensando en sus hijos, entregue la profecía al príncipe de Sajonia ya que con ello salvaría su vida, pero Kohlhaas ve que no haciéndolo, aunque ello le cueste la vida, heriría mortalmente a su enemigo.

Pero Kohlhaas quiere ser más sobre su interlocutora, en quien está reconociendo a su fallecida esposa:

…volvió a interesarse por el misterioso contenido del papel; como ella respondiera fugazmente que no podía revelarlo ni siquiera por curiosidad, él le expresó su deseo de que, antes de marcharse, le desentrañara otras miles de cosas: quién era ella en realidad, cómo había llegado a tener tales conocimientos, por qué le negaba el papel al príncipe elector, para quien no obstante lo había escrito, y por qué, entre tantos miles de personas, se lo había dado precisamente a él, que nunca había codiciado su saber (p. 134-135)

La misteriosa mujer le implora por los hijos de Kohlhaas, pero este permanece imperturbable, ante el deseo de saber más acerca de la adivina que tanto le recuerda a su difunta esposa, esta se marcha no sin antes pronunciar unas misteriosas palabras acerca de un próximo reencuentro y la revelación de todas las incógnitas:

¡Hasta la vista, Kholhaas, hasta la vista! ¡Cuando volvamos a vernos no te quedará nada por saber! (p. 135)

Sin embargo, el príncipe elector tratará de hacerse con el relicario una vez muerto Kohlhaas, de ello es advertido nuevamente por el amor de ultratumba. En efecto, el día de su ejecución es entregada una carta a Kohlhaas procedente de una desconocida. Es un momento terrible, pues la carta iba firmada inequívocamente por la difunta esposa, en ella le comunica la llegada del príncipe de Sajonia a Berlín y advertía a Kohlhaas:

La intención con la que viene no es necesario que te la revele; en cuanto estés bajo tierra pretende desenterrar el relicario y abrir el papel que hay en él. Tuya, Elisabeth.(p. 138)

Advertido de esta manera, por lo que resulta evidentemente una carta procedente del Más Allá, en el momento previo a su ejecución abre la cápsula, la lee y se la traga. El funesto destino de la dinastía sajona está llevado y su final, de hecho, no tardó en llegar.

El príncipe elector de Sajonia regresó poco después, desgarrado en cuerpo y alma, a Dresde (p. 141)

Esta extraordinaria novela puede ser leída desde muchos puntos de vista, el de la lucha por la libertad individual frente a las exacciones del poder, o como confrontación simbólica entre el mundo jurídico del Antiguo Régimen con sus disputas jurisdiccionales y unas nuevas concepciones propias del romanticismo que otorgan al individuo un valor sagrado, concepciones que no son las del siglo XVI, sino las del propio Kleist proyectadas al pasado y enmarcadas en una lucha sobrehumana de un solo hombre contra mundum. Es una desmesura englobada en el conflicto entre ley y libertad que no puede por menos que recordar a la lucha fratricida entre Franz y Karl Moor en Los bandidos de Fr. Schiller. Por ello, por encima de otras consideraciones, en esta obra sobresale el espíritu de lo sublime, del exceso y de la desmedida de Kohlhaas, quintaesencia de lo romántico, de una voluntad ciega e indomable que resulta tan aterradora como la contemplación de la fuerza desatada de la naturaleza en una tempestad. Este exceso es también el del propio Kleist, del cual llegó a decir Stefan Zweig que sólo encontraba alivio a su tormento interior en la escritura:

La literatura es la liberación única que encuentra Kleist y, saltando de júbilo, se entrega enteramente al demonio (de quien precisamente quería huir) y se arroja a su abismo, a su precipicio. (S. Zweig, La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche), Acantilado, Barcelona 2005, p. 189)

Heinrich von Kleist, Michael Kohlhaas, traducción y notas Isabel Hernández, Alba Clásica, Barcelona 2007, 141 pp.

martes, 17 de agosto de 2010


La montaña mágica y el espíritu de lo elemental




Algo grande ocurre cuando el hombre y la montaña se encuentran

W. Blake

El país entero yace postrado bajo un calor asfixiante, asfixiante en más de un sentido. Calles desiertas de un asfalto ardiente como si acabara de caer una bomba de neutrones; playas abarrotadas hasta el punto de parecer colonias de termitas humanas; bosques ardiendo por capricho, ignorancia o maldad de esa raza de hombres que soporta bien el calor y la putrefacción material y moral que este trae consigo; joviales turistas de la cultura de bolsillo acudiendo en masa a los nuevos centros de interpretación para que les expliquen de manera útil, didáctica, amena, constructiva, y sobre todo accesible, cosas que todo buen ciudadano, o ciudadana, debería conocer en su dosis correspondiente –nunca en exceso- para entretenerse y luego poder degustar un plato típico –pero con moderación, poco alcohol y nada de tabaco- con la convicción de haber satisfecho antes las necesidades del espíritu. En fin, dicho en pocas palabras, el país entero está disfrutando en mayor o menor medida de sus vacaciones veraniegas. Hay calor, asfixia, descomposición, entumecimiento y posición horizontal, a eso se le llama hoy en día ocio, ya sea cultural o vacacional. No tengo nada que objetar y hasta me parece bien así, dadas las circunstancias. Escribo esto sin amargura, como en las cartas de antaño en que se informaba al destinatario de las circunstancias que le rodeaban y del tiempo que hacía.

En estos días de asueto, para muchos tan queridos o más que los días de navidad, he buscado algo de aire fresco y puro, e incluso de consuelo, aprovechando que nadie requería nada de mí, en el sanatorio de Davos. Me he adentrado en la conocida novela de Thomas Mann, La montaña mágica, cuyo argumento y detalles –de sobra conocidos- no es necesario referir aquí. Quien la haya leído tendrá su propia opinión de ella, habrá quien la encuentre genial y también quien no la soporte. Habrá quien recuerde más tal o cual personaje o pensamiento. Cada cual según su gusto. Yo he sentido mucho interés por el proceso de iniciación que sufre Hans Castorp durante los siete años que dura su –digamos- cautiverio en la montañas, cautiverio forzado y sorprendente al revelarse él mismo enfermo y –como se recordará- tener que alargar su estancia en principio de quince días, hasta su recuperación final sine die. Durante ese tiempo en la montaña y fuera del tiempo del mundo “de allá abajo” diversos acontecimientos van colocando al joven en un plano diferente de la existencia, en medio de una atmósfera en la que reina lo onírico y la falta de contacto con la realidad del mundo de “allá abajo”. Una tormenta de acero – el estallido de la guerra- pone fin a su ensoñación y le devuelve al mundo. Es obvia la intención por parte de Th. Mann de crear un Bildungsroman. El autor nos muestra el proceso de la formación de la personalidad de su héroe y se despide de él sin preocuparse demasiado por el hecho de si sobrevivirá o no, ya que las conquistas por él realizadas en el terreo del espíritu son inmortales y eternas.

¡Vivirás o te quedarás en el camino! Tienes pocas perspectivas; esa danza terrible a la que te has visto arrastrado durará todavía unos cuantos años y no queremos apostar muy alto por que logres escapar. Francamente, no nos importa demasiado dejar abierta esta pregunta. Las aventuras del cuerpo y del espíritu que te elevaron por encima de tu naturaleza simple permitieron que tu espíritu sobreviviese lo que no habrá de sobrevivir tu cuerpo.

Th. Mann, La montaña mágica, p. 1048

Su aprendizaje y comprensión de la vida se deben en parte a sus propios méritos, pero sobre todo a una serie de auxiliares, que son los que hacen la función de detonante, los que despiertan al durmiente. El primero de ellos es L. Settembrini, un burgués intelectual, nostálgico de las revoluciones liberales, a quien el autor presenta de manera cariñosa pero no sin ironía burlona, como alguien de opiniones trasnochadas aunque sean bienintencionadas. Es un hombre también enfermo, que sufre, y que participa en su calidad de intelectual en la redacción de una obra enciclopédica sobre el dolor. Naphta es otro de los maestros enfermos de Castorp, y también un furibundo antagonista de Settembrini. Es una figura trágica y autodestructiva, de una lógica perversa, encarna la justificación de los futuros sistemas totalitarios. Para él, la liberación del individuo se lograría solo mediante la sumisión a una entidad estatal superior más teológica que política. El poder se alcanzaría mediante la sumisión. Mucho menos que Settembrini goza este personaje de las simpatías de Mann, desde el momento en que su muerte es presentada como un suicidio deshonroso al que le ha llevado un ataque de ira.

El interés por la política, la cultura, la medicina o la botánica van modificando la vida del joven. Resulta evidente la confianza de Mann en las facultades del espíritu y que van dando sentido a la existencia antaño anodina del “hijo mimado de la vida”. El autor es desde luego una flor tardía del clasicismo de Weimar, de hecho su admiración por Goethe se aprecia a lo largo de toda la obra. La fase final del aprendizaje de Castorp culmina en la música y en su traumático encuentro con el ocultismo, lo que le convierte a mi entender en un personaje fáustico, más aún teniendo en cuenta los episodios de hastío y de “anestesia de los sentidos”, de los cuales le redime la música. En efecto, se hace patente el papel liberador de la música (que, recordemos, para Settembrini no era sino una amenaza política), lo que confirma el wagnerianismo y en parte la concepción schopenhaueriana de la música en Th. Mann.

El ocultismo (especialmente la estremecedora sesión final de espiritismo) le hace entrar en dramático contacto con las fuerzas ocultas pero patentes que se filtran por entre los entresijos de la vida. Desde el comienzo de La montaña mágica Castorp había percibido la presencia de fuerzas elementales. Las primeras líneas de la novela están escritas como anunciando una catábasis, un descenso a los infiernos, una catábasis que es aquí realmente una anábasis, una ascensión a la montaña. Pero se hace más patente durante la excursión en la que casi se extravía durante una fuerte nevada, percibiendo el carácter demoníaco e impersonal de la naturaleza. Precisamente es el episodio en el que sufre la alucinación –casi la regresión- a un pasado remoto y antiguo –pero no muy clásico en la acepción habitual del término- y contempla la luz y la belleza de un mundo extinguido, pero también su carácter cruel y sobrecogedor (con las escenas de sacrificio infantil).

De su cautiverio en la montaña le libera la gran catástrofe europea de 1914. De nuevo la arbitrariedad de las fuerzas ocultas que mueven la historia. Vuelve al mundo como un hombre completo tras pasar siete años en el sanatorio de Davos. Quizá baje al mundo del que había sido inopinadamente arrebatado sólo para morir en él, pero entretanto ha conocido los misterios del amor (Clavdia Chauchat), de la vida y de la muerte (Ziemssen, que es la encarnación del principio apolíneo; Peeperkorn, que por su parte representa el principio dionisíaco).

Quizá pueda sorprender la presencia de elementos alquímicos, ocultistas y espiritistas en esta novela, considerada la quintaesencia de la cultura de un mundo perdido, el mundo que fue Europa de antes de la Primera Guerra Mundial. Pero es algo que no puede sorprender en Th. Mann. La presencia de fuerzas elementales es todavía más palpable en otra obra del autor, en su Doctor Fausto, que además narra la vida de un músico. En esta otra novela el arte aparece aquí visto desde una concepción que recuerda a Fr. Nietzsche y su obra El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música. Mientras que para el amigo y biógrafo Serenus (nombre afortunado que cuadra muy bien con el personaje), el arte expresa la armonía y belleza de las obras de Dios, para Adrian Levekühn las fuentes de la creación musical son otras. Se complace con especular y sacar a relucir todo tipo de contradicciones y anormalidades en la naturaleza y en el arte. Él no ve lo divino de la música, sino lo que tiene de demoníaco. La amistad infantil de Adrian y Serenus recuerda – me recuerda a mí- a la de los jóvenes de El tirachinas, la novela de E. Jünger, Teo y Clamor, si bien con diferencias notables, pues ni Teo ni Clamor tienen dulcificadoras inclinaciones artísticas superiores y en la obra jüngeriana la presencia de lo elemental es mucho más patente y hasta acuciante. Pero es cierto que tanto los inteligentes Adrian como Teo conocen las normas pero no las veneran, sus enormes capacidades pueden –por paradójico que parezca- acarrearles la perdición:

[Friedrich] mira a Teo como si fuera una gran promesa y considera energía todo su arsenal de maldades… [Teo] conoce los valores y os desprecia. Sabe ponerlos sobre el tapete pero como fichas de juego.

E. Jünger, El tirachinas, 54-55.

Se diría que a Mann el aspecto elemental le fascina y al mismo tiempo le aterroriza, de ahí que convierta en una tragedia la caída en lo elemental, la regresión a elementos primordiales, de una persona poseedora de un espíritu culto y elevado, quizá demasiado. Sería como un círculo que se cierra: de lo elemental a lo espiritual para caer de nuevo en lo elemental. Serenus escucha atónico a su joven amigo Adrian verter opiniones casi nietzscheanas sobre el origen de la cultura y la música. Para Serenus no hay alternativa a la cultura, salvo la barbarie. A lo que astutamente respondió Adrian:

La barbarie es lo contrario de la cultura, pero únicamente dentro del sistema de ideas que la cultura nos propone. Fuera de este sistema, es posible que lo contrario sea una cosa muy distinta o simplemente no haya contrario… Si la nuestra es una época de cultura, yo entiendo… que se está haciendo de la palabra ‘cultura’ un empleo excesivo. Quisiera saber si las épocas que han poseído verdaderamente una cultura han empleado la palabra. La ingenuidad, la inconsciencia, la naturalidad, me parecen el criterio básico del contenido que atribuimos a este nombre. Lo que nos falta es precisamente la ingenuidad y ese defecto… nos protege contra ciertas manifestaciones pintorescas de la barbarie compatibles con la cultura, e incluso con un nivel muy elevado de cultura… Nuestro plano es el de la civilización. Ella crea, a no dudarlo, una situación digna de encomio, pero es asimismo indudable que para ser capaces de vivir una vida culta, debiéramos ser mucho más bárbaros de lo que somos. La técnica y el confort permiten hablar de cultura sin tenerla.

Th. Mann, Doctor Fausto, 86-87

Por otra parte, a un escritor como E. Jünger no le asustaba la irrupción de lo elemental en la vida burguesa, al contrario, lo saluda con alegría y esperanza. Lo deseaba:

Los esfuerzos dedicados por el burgués a obturar herméticamente el espacio vital para evitar que lo elemental irrumpa en él son la expresión especialmente lograda de un antiquísimo afán de seguridad, afán que cabe observar por doquier en la historia del espíritu y también en cada vida singular… En ningún momento se sentirá impulsado el burgués a ir a buscar por su libre voluntad el destino en el combate y el peligro, pues lo elemental queda allende su horizonte; para el burgués lo elemental es lo irracional y, por tanto, lo inmoral sin más. Y así el burgués procurará siempre apartarse de lo elemental, tanto si se le aparece en las modalides del poder y de la pasión como si se le muestra en los elementos primordiales del Fuego, el Agua la Tierra y el Aire.

E. Jünger, El trabajador. Dominio y figura, 52


Mann y Jünger, ambos lectores de Nietzsche, lo interpretan de manera distinta. Mientras Mann se interesa por los procesos de decadencia (así lo afirma en Consideraciones de un apolítico) sin que le ciegue la admiración, Jünger atiende al carácter heroico, más dinámico de aventura y lucha. El mundo burgués exige entendimiento, diálogo, tolerancia, pero sobre todo racionalidad. Todo ello muestra, según Jünger, su debilidad interna. Lo que escapa a su idea de racionalidad es absurdo además de peligroso, de ahí el miedo burgués a la presencia de lo elemental en su vida. Para Jünger el espíritu burgués negocia, tolera, consiente, integra, consensúa, es por tanto cínico e hipócrita. El mundo de lo elemental, por el contrario, pone en marcha fuerzas renovadoras destructoras pero purificadoras.

La presencia de estas fuerzas elementales no resulta completamente tranquilizadora ni en Doctor Fausto ni en La montaña mágica, da la impresión de que se agarra al clasicismo como a un salvavidas, la cultura es la gran dominadora de lo elemental. Está lejos de aquellos autores que invocan y conjuran dichas fuerzas, lejos de la antigua tradición romántica alemana (recordemos que para Goethe el rasgo principal del romanticismo era su carácter enfermizo), de la que, por ejemplo, participa entre otros el escritor judeoalemán H. Heine, quien se sumerge en la cultura y folklore germánico y escucha las voces nunca muertas de un lejano pasado. Así comienzan sus Espíritus Elementales:

En Westfalia, la antigua Sajonia, no está muerto todo lo que ha sido enterrado. Al caminar por los antiguos robledales aún se escuchan las voces de tiempos remotos, allí se percibe el eco de profundas palabras mágicas, las cuales están más llenas de vida que toda la literatura del margraviato de Brandenburgo. Un temor respetuoso me cruzaba el alma la primera vez que paseé por estos bosques y llegué al antiquísimo Siegburg.

El voluntarismo, lo instintivo y elemental, forman parte de la vida cultural, pero se diría que a Mann le disgusta concederles demasiados derechos, de ahí sus dos objeciones capitales contra el gran autor de los Ditirambos a Dioniso:

Tal y como yo lo veo, dos son los errores que perturban el pensamiento de Nietzsche y que lo vuelven funesto. El primer error es un desconocimiento completo, y hay que suponer premeditado, de las relaciones de poder entre el instinto y el intelecto en la tierra, como si el intelecto fuera lo peligrosamente dominante y hubiera llegado el momento de salvar de él al instinto…El segundo de los errores de Nietzsche es la relación enteramente falsa que él establece entre la vida y la moral, tratándolas como si fueran antítesis. Vida y moral van juntas. La ética es apoyo de la vida, y el hombre moral es un buen ciudadano de la vida, tal vez algo aburrido, pero sumamente útil. La verdadera antítesis es la que se da entre ética y estética. No es la moral, sino la belleza la que está vinculada a la muerte, como han dicho y cantado muchos poetas.

Th. Mann, La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, p. 115-116

Al final de su estancia en el sanatorio, el clima se le hacía a Hans Castorp ya profundamente irrespirable, más allá de la amarga experiencia de la muerte de Peeperkorn, la marcha de Clavdia Chauchat, o de la sesión de espiritismo, distintos episodios de una especie de locura o histeria colectiva hacían siniestra la vida en la montaña. En medio de esta vorágine sobreviene el duelo entre Settembrini y Naphta, con el suicido de este. El ambiente se vicia, las nubes se agolpan angustiando al joven, convertido ya en un hombre adulto. El sueño ha durado demasiado. Se hace necesaria la irrupción de la tormenta que purifique el aire y devuelva al joven al mundo que abandonó hacía siete años. Y de la misma manera que en la última escena de El oro del Rhin el martillo de Thor golpea la bóveda celeste para purificar el aire irrespirable, el trueno de una lejana tempestad todavía en la periferia de Europa pero que no tardará en barrerla llega a Davos y despierta a Hans Castorp de su sueño iniciático que había durado siete años.


El abismo donde los corales crecen.

El Leviatán, de Joseph Roth



Abrumado por el calor veraniego, acuden muchas imágenes a mi imaginación. La sensación de asfixia, las oficinas apenas activas, los establecimientos cerrados unos por vacaciones y otros por la crisis económica despiertan en mi mente la imagen de las calles desiertas y los negocios cerrados a cal y canto bajo el peso de los rayos del sol en la Argelia descrita por Albert Camus en La peste. No hablemos, por favor, de las noches asfixiantes que pasamos envueltos en denso aire, sudor y oscuridad. Entonces, la evocación vendrá de Ruyard Kipling y su relato La ciudad de la noche atroz. Quizá haya lugares en los que agosto no sea realmente un mes, sino uno de los anillos del Infierno de Dante, porque con el calor, viene aparejado un sufrimiento aún mayor, semejante, aunque sea en mucho menor grado, al de las almas en pena.

Dicho esto, me complazco en dirigir mis pensamientos a otra parte.

La presencia de lo primordial y de lo demoníaco, del Demonio mismo, en la cultura europea es notable. La evocación romántica del paisaje nos persuadirá enseguida del encuentro sublime (que no bello) entre el hombre y la naturaleza. Éremos, montañas y bosques… y también los mares.

Ernst Jünger nos recuerda en su Emboscadura que hay una equivalencia simbólica entre el bosque (para él la sede simbólica de las fuerzas primordiales y hogar del emboscado) y el mar; que de hecho, en el mito, siempre portador de valores intemporales, bosque y mar se unifican. Es, en el fondo, la historia ancestral de Dionisos y los piratas tirrenos que se canta en los Himnos Homéricos: lo extraordinario procede del mar. Los inconscientes piratas raptan a un niño aparentemente inofensivo (en realidad el dios Dionisos) que se transforma en león y los devora, previamente el mástil del barco se convertía en una cepa de vid y las maderas de la embarcación exudaban vino… o sangre. Los marineros que en su desesperación saltaron por la borda para escapar a su destino, se convirtieron en delfines. Lo extraordinario siempre viene del mar. El hombre, recuerda Jünger, busca su fuerza en el mar y en el desierto. Se trata de un entorno amenazador, pero en él se muestran y se adquieren poderes sobrehumanos. Se despiertan las fuerzas primordiales. La mitología no hace sino enfatizar la fuerza de lo primordial. El mar es imagen de este poder primordial inagotable, fuente de vida, de fuerza y de poderes originarios. El titanismo de la vida moderna, con la imagen del Titanic cruzando los océanos que inaugura el siglo XX, no podrá hacer frente a las fuerzas elementales cuando estas se manifiesten, por ejemplo al paso de un iceberg. (Emboscadura, 13 y 15)

El mar aparece entonces como la imagen primordial absoluta, como la encarnación demoníaca de la naturaleza, de los poderes de la naturaleza, y el propio Nietzsche, un hombre oceánico, se identifica con él en su Zaratustra (De los Sublimes), exclamando:

Silencioso es el fondo de mi mar: ¡quién adivinaría que esconde monstruos juguetones! Imperturbable es mi profundidad: mas resplandece de enigmas y risas flotantes.

El mar es imagen del abismo lleno de poderes y presencias ocultas, fuerzas ocultas que a menudo se revelan verdaderamente artísticas y creadoras, como observamos al examinar un mineral, una perla natural o la formación de corales. Fuente de los poderes ocultos que generan vida, la naturaleza es también artífice, artesana, creadora. El hombre que lo ve se siente llamado a intentarlo, quiere crear, quiere ser artista de la misma manera que ella y la imita, tal cosa nos recuerda Hugo von Hofmannsthal en una deliciosa escena ambientada en Venecia, esa ciudad que algún día devorará el mar.

Enfrente había una tienda pequeña, allí titilaban mariposas y conchas verdes y azules, especialmente conchas de nautilo que son de nácar y tienen forma de cuerno de carnero. Me paraba delante de cada tienda, yendo y viniendo entre esas criaturas que ni siquiera de noche dejan escapar la vida de la luz, y me moría de ganas de producir algo semejante con mis manos, de crear algo dentro de mí desde la efervescente felicidad y de arrojarlo fuera. Igual que el aire húmedo y ardiente de la playa de una isla genera espontáneamente a la fulgurante mariposa, igual que el mar, con la luz demoníaca sepultada bajo su peso, crea la perla y el nautilo y los arroja fuera, quería yo crear algo que brillase con el placer interior de la vida y arrojarlo detrás de mí cuando me arrastrase la imparable y arrebatadora caída de la existencia. Y yo sentía las fuerzas obscuras, pero no sabía aún lo que debía hacer.

Hugo von Hofmannsthal, Recuerdo de días hermosos, 59-60

En efecto, la naturaleza (como bien sabía Goethe) tiene su propio proceso creativo, de transformación, visible en la geología o en las plantas, pero también en el nacimiento de las perlas o las formaciones coralinas. Desde tiempo inmemorial el hombre ha estudiado estos procesos, y a veces, ha creído poder imitarlos, o incluso influir en ellos. En este sentido podemos hablar de un procedimiento natural de creación existente en la naturaleza, que el hombre trata de imitar o de acelerar artificialmente, como ocurre con la transformación de los metales y el nacimiento de la alquimia (Mircea Eliade, Herreros y alquimistas).

Por tanto, es pertinente creer que ciertas profesiones de artesanos y artistas tienen algo de mágico, de transgresor y de peligroso. Se corre siempre el peligro de querer manipular la naturaleza en función de intereses particulares (y así nace la magia), intereses que son egoístas; es acuciante el peligro de caer en la tentación y emplear las obras de la naturaleza para el mal, para seducir, para engañar.

Hay un maravilloso relato que lleva por título El Leviatán y que fue escrito por Joseph Roth (1894-1939), en él se cuenta la historia de un artesano judío, llamado Nissen Picnenik, comerciante de corales en la ciudad de Progrody, y cómo fue seducido por el Diablo, encarnado en un comerciante húngaro, para que vendiera corales falsos e incrementara sus ganancias. Fue tentado por la avaricia. Ciertamente, dicho artesano judío trabaja con corales, corales auténticos. El trabajo no era fácil ni barato pero merecía la pena. La belleza resultante de su actividad era inigualable, porque los corales son el producto del tiempo y la acción del mar. Sin embargo, un día –como decimos- apareció el tentador, y decidió emplear corales falsos mezclados con los auténticos, cosa sin duda más pecaminosa aún, que usar sólo los falsos, pues de esta manera profanaba la obra maravillosa de la naturaleza, y por supuesto habría de pagar por ello.

De los artesanos judíos la tradición centroeuropea cuenta historias maravillosas y taumatúrgicas, en parte de ellas da fe el propio Roth en otra obra titulada Judíos errantes; pero sólo hemos de recordar el ambiente misterioso de El Golem (la novela de Gustav Meyrink) o los autores clásicos de literatura yiddish. A los artesanos judíos les envuelve una aureola de sacralidad. Leo Naphta, uno de los personajes más impactantes de La montaña mágica de Thoman Mann, es cristiano converso, su padre Elia Naphta era uno de estos hombres santos, capaces de hacer milagros, y su oficio de matarife era más bien una vocación religiosa:

Su padre…había sido shohet, matarife según el rito judío, oficio muy diferente del que ejercía el carnicero cristiano, que era comerciante y artesano. No así el padre de Leo, que tenía un cargo de funcionario prácticamente equivalente al de un sacerdote. Elegido por el rabino por su destreza y su devoción, autorizado por él para degollar el ganado según la ley de Moisés y de conformidad con los preceptos del Talmud, Elia Naphta…tenía él mismo algo de sacerdotal, una solemnidad que recordaba cómo, en los tiempos antiguos, degollar el ganado había sido misión del sacerdote. … En realidad, Elia Naphta había sido un soñador y un pensador; no sólo un estudioso de la Torá, sino también un crítico de las Escrituras, cuya interpretación discutía con el rabino, y con frecuencia terminaba peleándose con él. En su comarca –y no sólo entre sus correligionarios- era considerado una persona especial, alguien que sabía muchas más cosas que la mayoría, en parte por su naturaleza espiritual pero en parte también de una manera un tanto oscura que, sea como fuere excedía los límites del orden normal. Había en él algo extraño, sectario, como si fuera un elegido, un Baal-Schem o un Zaddik –es decir, un taumaturgo-, por cuanto, según se decía, una vez había curado realmente a una mujer aquejada de una terrible erupción cutánea, y otra vez a un joven que padecía convulsiones, en ambos casos a base de sangre y de recitar determinados versículos.

Thomas Mann, La Montaña Mágica, 638-639

Pero volvamos a Nissen Picnenik, que no es sino un judío iletrado de Progrody, su negocio y su obsesión es la venta y manipulación de corales.

Nissen Piczenik no tenía una tienda abierta al público. Tenía el negocio en su casa, es decir: vivía con los corales, día y noche, en verano y en invierno, y como, lo mismo en su salita que en su cocina, las ventanas daban al patio y además estaban guardadas por gruesas rejas de hierro, reinaba en la casa una penumbra bella y misteriosa que recordaba al fondo del mar, como si los corales crecieran allí y no como si se vendieran. En efecto, por un singular y francamente intencionado capricho de la Naturaleza, Nissen Piczenik, el comerciante de corales, era un judío pelirrojo, cuya perilla de color cobre recordaba una especie de alga rojiza y daba a todo aquel hombre un parecido sorprendente con un dios marino. Era como si él mismo crease o plantase y cogiese los corales con los que comerciaba….

Nissen Piczenik sentía realmente una ternura familiar por los corales. Muy alejado de las ciencias naturales, sin saber leer ni escribir… vivía en el convencimiento de que los corales no eran algo así como plantas, sino animales vivos, una especie de animales marinos rojos y diminutos… y ningún profesor de oceanografía hubiera podido desengañarlo. En efecto, para Nissen Piczenik, los corales seguían viviendo después de ser serrados, tallados, pulidos, clasificados y ensartados. Ya tal vez tenía razón. Porque veía con sus propios ojos cómo sus rojizas sartas de corales comenzaban a palidecer poco a poco en el pecho de las mujeres enfermas o enfermizas, pero conservaban su esplendor en el de las mujeres sanas.

Joseph Roth, El Leviatán, 12-13

Para él, su trabajo era una especie de contemplación religiosa de las obras de la Creación. No le interesa la biología ni saber qué clase de criatura era un coral, para Piczenik no tenía sentido preguntarse si los corales son minerales, animales o vegetales.

Tenía su propia teoría, muy especial, sobre los corales. En su opinión eran… animales marinos que, en cierto modo sólo por inteligente modestia, fingían ser árboles y plantas, a fin de no verse atacados y devorados por los tiburones. Era ardiente deseo de los corales ser cogidos y llevados a la superficie de la tierra, tallados, pulidos y ensartados, para servir finalmente al verdadero fin de su existencia: ser joyas de las hermosas aldeanas. Sólo allí, en el cuello blanco y firme de las mujeres, en la proximidad más íntima de la arteria palpitante, hermana de los corazones femeninos, los corales revivían, adquirían brillo y hermosura y ejercitaban su mágico poder innato de atraer a los hombres y despertar pasiones amorosas. Verdad era que el viejo Dios Jehová lo había creado todo, la tierra y sus animales, los mares y todas sus criaturas. Sin embargo, al Leviatán, que se enroscaba en el fondo primitivo de las aguas, el propio Dios había confiado por cierto tiempo, es decir hasta llegada del Mesías, la administración de los animales y plantas del océano, y especialmente de los corales… Todos los habitantes de Progrody y sus alrededores estaban convencidos de que los corales son animales vivos y de que el Leviatán, el pez original, vigilaba bajo los mares su crecimiento y conducta. No se podía dudar de ello, puesto que lo había dicho el propio Nissen Piczenik.

Joseph Roth, El Leviatán, 13-15

Se sabe llamado a una labor superior, a tratar con esos materiales enigmáticos y milagrosos que son los corales, de los que resultan joyas poderosas, mágicas, auténticos talismanes. Al mismo tiempo siente auténtica nostalgia por el mar, por lo primigenio; se siente interesado, atraído por los abismos marinos, y así nos lo hace saber J. Roth: “La nostalgia del mar, la patria de los corales, la llevaba en el corazón”, p. 23 Nostalgia esta que nunca se extingue, que le lleva a preguntar a marineros que han visto el mar las preguntas más ingenuas imaginables, a desear cruzar el Atlántico, pero sobre todo indagar a orillas de las corrientes de agua, ríos o pantanos, por si este elemento primordial quisiera comunicarle algún arcano secreto procedente del lugar donde crecen los corales, de las profundidades abisales custodiadas por el gran Leviatán en el fondo del mar primordial. En su cabeza todas las corrientes y mares del mundo forman parte de un único y antiquísimo mar primigenio.

Pero un mal día –como ya hemos adelantado- Nissen Piczenik se encontró para su desgracia con el comerciante Jenö Lakatos, de Budapest, quien le persuade de comerciar con corales sintéticos, fabricados de celuloide.

De esta forma tentó el diablo al comerciante de corales Nissen Piczenik por primera vez. El diablo se llamaba Jenö Lakatos, era de Budapest e importaba los corales falsos a tierras rusas, unos corales de celuloide que, cuando se encienden, arden tan azuladamente como la cortina de fuego que rodea el infierno… Y el diablo sugirió al honrado comerciante de corales Nissen Piczenik la idea de mezclar corales falsos con los auténticos... Nissen Piczenik, seducido y cegado por el diablo, mezcló los falsos corales con los auténticos, traicionándose así a sí mismo y traicionando a los auténticos corales.

Joseph Roth, El Leviatán, 53-54

No en vano el diablo es padre de la mentira, ahora Nissen Piczenik emprende un camino peligroso y un pecado lleva a otro, pues se sirve de corales falsos para combinarlos con los auténticos, y como hemos dicho “mezclaba lo auténtico con lo falso… y eso era aun peor que si no hubiera vendido más que lo falso”. Como era de esperar, las consecuencias no tardan en llegar en forma de un castigo, en el que de manera terrible una vida inocente habrá de ser sacrificada por los pecados de otra persona.

Un día vino el rico cultivador de lúpulo a casa de Nissen Piczenik y le pidió un collar de coral para una de sus nietas, contra el mal de ojo.

El comerciante de corales ensartó un collarcito de corales de celuloide, exclusivamente falsos, añadiendo: “Son los corales más hermosos que tengo”.

El campesino pagó el precio apropiado para corales verdaderos, y se fue a su pueblo.

Su nietecita murió una semana después de haberse colgado del cuello los falsos corales, una horrible muerte por asfixia, de difteria. Y en el pueblo de Solovietzk, en donde vivía el rico cultivador de lúpulo… se difundió la noticia de que los corales de Nissen Piczenik, de Progrody, traían mala suerte y enfermedades.

Joseph Roth, El Leviatán, 55

Esta fue la primera de una cadena de desgracias y de muchas más muertes por difteria que fueron atribuidas a los funestos corales. De alguna manera la muerte del inocente recuerda a la muerte de los inocentes en otras circunstancias mefistofélicas (Gretchen, en el Fautsto de Goethe o el niño Nepomuk en el Doktor Faustus de Thomas Mann) Nuestro comerciante de corales se arruinó, su buen nombre desapareció, la gente evitaba su compañía y le negaba el saludo como si fuera un ser nefasto, su mujer murió y su vida se confinó -durante un tiempo- a la taberna, para escándalo de sus correligionarios. Mientras tanto, el embaucador Lakatos se había enriquecido vendiendo corales falsos y robándole la clientela al desafortunado judío.

Desengañado, resucita en él la nostalgia por el mar originario y el gran Leviatán, de manera que reduce sus corales falsos a cenizas, no sin antes asegurar al diabólico húngaro que su interés de ahora en adelante irá únicamente a corales que sean verdaderos. Para ello, recurre a la huída, desea cruzar el Atlántico hasta América, antiguo sueño del anciano judío gestado al hilo de las conversaciones con viajeros y marineros, y a tal fin embarca en el Fénix. Su huida es un ansia de infinito, de unión con lo absolutamente Único, de reencuentro con lo Absoluto, materializada aquí en la figura del océano. Por eso, el trágico final del barco, que se hunde en las profundidades del mar, no es tal para el viejo Piczenik. Muy al contrario, ese final representa el regreso al origen, a las aguas primordiales, con sus amados corales.

Sin embargo, en lo que a Nissen Piczenik se refiere, que se hundió entonces también, no se puede decir que se ahogara sencillamente como los otros. Más bien… volvió a casa con sus corales, en el fondo del océano, donde se retuerce el poderoso Leviatán. Y, si hemos de creer el relato de un hombre que, por un milagro… escapó a la muerte, tendremos que decir que Nissen Piczenik, mucho antes de que estuvieran llenos los botes salvavidas, se tiró al agua por la borda para reunirse con sus corales, con sus corales auténticos…. Su puesto estaba entre los corales y… el fondo del océano fue su única patria.

Joseph Roth, El Leviatán, 64

Roht nos dice que allí descansará hasta la llegada del Mesías, como otros héroes del viejo folclore europeo, que se encuentran confinados en cuevas y montañas hasta el final de los tiempos por haber traspasado toda medida humana en su ansia de unión con el infinito o en su deseo de servirse o superar con su arte a la naturaleza divina. En esta obra se condensan muchas más cosas que antiguas y hermosas leyendas yiddish, lo prometeico y fáustico de la misma la emparentan con las mejores obras de la tradición alemana. Sumergido en estos pensamientos marinos y coralinos he tratado de esquivar el calor de estos días. De la trágica vida del infortunado Joseph Roth, fulminado por las terribles fuerzas infernales que se abatieron sobre el mundo en 1939, han quedado diversos testimonios del propio autor (cartas y los artículos que conforman La filial del Infierno en la tierra), además del libro de Soma Morgenstern, Huida y fin de Joseph Roth), pero merece ser tratada -merece ser llorada- en otra ocasión.

jueves, 3 de junio de 2010

El demonismo durante el siglo IV hispánico en el trasfondo de la obra de san Gregorio, obispo de Iliberri


Gregorio de Iliberris (Elbira/Elvira, actual Granada), es uno de los grandes escritores eclesiásticos hispanos. De su vida no sabemos gran cosa y ni siquiera conocemos toda su obra completa. Suponemos que murió hacia 392. Su producción conocida hasta ahora es eminentemente exegética, todo parece indicar que su gran preocupación fue la interpretación del texto bíblico para sus fieles en el seno de la predicación y el combate contra las herejías, singularmente el antitrinitarismo subordinacionista, que a veces denominamos con poca propiedad arrianismo.

Este autor fue muy leído durante la Edad Media hispana, su eco llegó nada menos que a san Isidoro de Sevilla, a todos los efectos estamos ante un autor rigurosamente ortodoxo. Y sin embargo, también en él, se confirma que ningún autor cristiano de los siglos IV y V puede ser entendido al margen de la educación pagana tradicional, lo cual debe incluir no sólo la educación letrada recibida en las escuelas, sino también la educación ancestral trasmitida de padres a hijos que aborda todo tipo de creencias, también las que parezcan burdas, iletradas o poco respetables, aunque la percepción se haga desde la corrección tranquilizadora de una interpretatio christiana.

En ese sentido san Gregorio no fue una excepción. Su concepción de la naturaleza se enraizaba en la visión cristiana, casi lírica, de un mundo vivo en perpetua teofanía que alaba la obra de Dios. La naturaleza no es ella misma un dios, no es creatrix, pero al ser parte de la Creación tiene su parte de divina:

«Además, para consuelo nuestro, ved que toda la naturaleza está pensando en nuestra futura resurrección (in resurrectionem futuram omnes natura meditatur): el sol se sumerge en el ocaso y nace, los astros desaparecen y retornan, las flores mueren y reviven (occidunt ac reuiuescunt), los árboles después de su decaimiento se cubren de hojas, las semillas no renacen, sino después de haberse

corrompido».

Tract. XVII 29.


Esta clara alusión al ciclo natural, no es en modo exclusivo pagano y se entiende perfectamente en el seno de la concepción de la naturaleza en una sociedad agrícola, pagana o cristiana. Sin embargo, hay un universo cultural en el trasfondo de la obra gregoriana que no supone en principio ningún conflicto para el cristianismo, pero que tiene claramente un origen ambiental, que no es ni cristiano ni pagano, que paganos y cristianos admiten por igual aunque a veces lo valoren de manera distinta.

Uno de estos elementos constantes lo constituye el notable auge que alcanzó la demonología durante la Antigüedad Tardía. Tanto paganos como cristianos concebían el mundo lleno de daemones por todas partes, los cuales solían tener una actividad que podría resultar peligrosa para el hombre.

El aire mismo está lleno de demonios. Comentando el Levítico, e integrando el pasaje paulino de Ef. 6, 12, el obispo de Granada nos ofrece un interesante testimonio de la existencia de creencias en el demonismo durante el Bajo Imperio romano en la Península Ibérica, como por otra parte era de esperar:

«¿Y qué debemos entender por las moscas y los tábanos que son ahuyentados por la cola, sino todos los demonios y espíritus errantes por el aire (daemones et erraticos spiritus aeris) que molestan no sólo a los cuerpos, sino a las almas de los creyentes? Por eso, el bienaventurado apóstol Pablo recuerda estas moscas y tábanos, es decir, estos errantes y volálites (erraticos et uolatiles) espíritus del aire de este mundo, cuando dice: No es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que están en las regiones subcelestes (aduersus spiritalia malitiae in subcaelestibus)». Por todo eso todos los demonios, que molestan los cuerpos o las almas de los creyentes, deben ser ahuyentados con la cola de la religión».

Tract. X 31-32


Estos espíritus que pueblan las regiones aéreas transmiten enfermedades y causan los trastornos del alma que llevan a los vicios o directamente las posesiones demoníacas. Es precisamente en el mismo tratado homilético donde el obispo bético alude a los espíritus que ocasionan todo tipo de males:

«...Son espíritus inmundos (inmundi sunt spiritus) que a menudo se introducen en los cuerpos humanos (in corporibus hominum inserunt), y excitan la picazón de la lujuria y de las distintas pasiones».

Tract. X 20


La enfermad es causada por uno de estos daemones, pero las pasiones corporales se presentan a menudo bajo la forma de una enfermedad, y entonces se considera factible que también hayan sido causadas por los malos espíritus que flotan en el aire. Durante el final de la Antigüedad los daemones dejaron de ser únicamente divinidades de rango menor entre los dioses y los hombres, y pasaron a ser genéricamente malos espíritus e incluso almas en pena. No sólo los hechiceros y nigromantes, como el legendario Cipriano antes de su conversión, afirmaban que estaban en tratos con estos demonios y malos espíritus y que los empleaban para sus fines malignos, la creencia en el demonismo era también propia de una gran parte de autores que fácilmente denominaríamos cultos, como el historiador Eusebio de Cesarea o un autor importante como el bizantino Pselo, que en el siglo XI dedicó un tratado al tema.

Brevísima bibliografía básica

Gil, L., Therapeia, Madrid 2004.

Haurraer, C. & Hunger, H., art. “daimon”, en Diccionario de Mitología griega y romana, Barcelona 2008, p. 208.

Luck, G., Arcana Mundi: magia y ciencias ocultas en el mundo griego y romano, Madrid 1995.

Molina Gómez, J. A., La exégesis como instrumento de creación cultural. El testimonio de las obras de Gregorio de Elbira, Murcia 2009.

Escritura, exilio y muerte: de Alejandría a Jerusalén


El cineasta Alejandro Amenábar ha estrenado la película Ágora, inspirada en la vida de la célebre filósofa y matemática Hipatia de Alejandría, cruelmente asesinada por una masa fanatizada de cristianos a principios del siglo V. Independientemente de la relativa solvencia histórica de tales filmes, resulta pertinente recordar la figura de la filósofa alejandrina y evocar también a su contemporánea, más joven, la emperatriz y escritora Eudocia, llamada Atenais antes de su conversión al cristianismo. Siguen siendo figuras que despiertan gran interés como lo demuestra la reciente reedición de dos clásicos historiográficos: G. Ménage, Historia de las mujeres filósofas y F. Gregorovius, Atenais, ambos en Herder, 2009.

Durante el siglo IV el cristianismo se había convertido progresivamente en el único culto permitido de un Imperio universal cada vez más autoritario ante los terribles desafíos a que se enfrentaba y que necesitaba de una inquebrantable unidad política y religiosa. Eso supuso que la Iglesia se transformó también en una institución de poder. En el siglo V el paganismo había perdido su importancia en la vida pública, si bien continuaba manteniendo numerosos adeptos.

Hipatia, hija del escritor pagano Teón, fue muy popular en vida (entre sus discípulos se cuenta al cristiano Sinesio de Cirene). Se convirtió en una figura legendaria tras su muerte, resultado indirecto de las tensiones entre el prefecto Orestes (amigo de Hipatia) y la Iglesia de Alejandría representada por Cirilo. No tardó en ser vista como una mártir pagana, símbolo moderno de la libertad de pensamiento.

Junto a ella brilla también con luz propia Atenais. Formada en el culto ambiente de Atenas por su padre Leoncio, filósofo pagano, se convirtió –de grado o por interés- al cristianismo ante la perspectiva de un conveniente matrimonio con Teodosio II. Esta “tránsfuga del paganismo” como la llamó Gregorovius, fue también una notable poetisa, y a ella debemos una de las manifestaciones más antiguas conocidas del mito de Fausto.

Mientras Hipatia, muere fiel a la fe de sus padres, Atenais abraza el cristianismo y se convierte en la imagen de la cultura griega en transición. Sin embargo, no por ser cristiana su destino fue fácil, circunstancias poco claras relacionadas con conspiraciones palaciegas y graves tensiones religiosas entre confesiones cristianas distintas acabaron exiliándola hasta el final de sus días en Jerusalén.

Las diferencias entre cristianos y paganos no fueron como tan a menudo estamos habituados a pensar. Los intelectuales paganos y cristianos se conocían entre sí y se respetaban, viejas familias paganas tenían conversos entre sus miembros; salvo tensiones concretas y esporádicas –por muy dramáticas que fueran- no se había planteado aún el problema de la intolerancia religiosa en sentido moderno. De mentalidad y educación muy parecida, Atenais o Hipatia tenían idéntica concepción del poder imperial, ya fuera el emperador un Dios o su representante solamente. Incluso la moral personal era parecida; en el siglo V se elogiaba la castidad como un acto de independencia. Sabemos que la pagana Hipatia se mantuvo virgen, como hacían muchas cristianas, pese a estar casada. El verdadero problema para paganos y cristianos eran las injerencias cada vez mayores de un poder estatal omnímodo que ahogaba en sangre o castigaba con el destierro cualquier amenaza para la unidad. Salvando las distancias: escritura, exilio y muerte no se hilvanaron exclusivamente en las pesadillas totalitarias del siglo XX.