domingo, 5 de octubre de 2014

En el templo de Pirra.



Alceo y el destierro del alma

Hemos recorrido un camino ya muy largo, al echar la vista atrás cuesta reconocer las líneas del monumento intemporal que fue el espíritu griego. Convertido en montón de lemas vacíos el antaño montón de venerables ruinas o en objeto de juicios superficiales, la Antigüedad helénica ha ido desacralizándose al mismo tiempo que la historia universal se ha hecho verdaderamente grande y reclama su puesto en el ideario colectivo de la humanidad. Así Grecia se ha hecho algo menos visible, su singularidad ha quedado un tanto relegada, algo “contextualizada” en el “relato” histórico, entre las demás culturas y civilizaciones de la humanidad, y parece haber perdido el honroso puesto de la primera civilización de la humanidad. También ha terminado de abrirse paso la idea de que el humanismo europeo ha “construido” modernamente el espíritu griego y que aquellos ideales de libertad y democracia no son sino la proyección de nuestros propios ideales que buscan confirmación en la Antigüedad, que el papel jugado por el humanismo griego en la configuración de la humanidad no deja de ser una “narrativa” etnocéntrica.

Todo esto es posible. Los molinos de la postmodernidad que han triturado nuestras certezas tienen aspas mortíferas, no debemos acometerlos temerariamente, más aún si a la postre se demuestra que también ellos, como los molinos cervantinos, son el producto final de una alucinación, otro engaño, el engaño de un engaño, en definitiva. Así que sentados al pie del camino, dejemos que el alucinado despierte de su alucinación, porque nada resta valor ni belleza al mundo griego, hacia el cual pueden volverse siempre las miradas, en busca de algo, en busca de alguna señal, alguna orientación, o al menos algún puerto de refugio y como poco algún consuelo. Al contemplar el vaivén del mundo, el cambio continuo de las cosas, la desaparición de la tierra firme hasta ahora tenida por imperturbable y duradera, nos animamos a llevar la mirada a aquellas épocas históricas en que también hubo cambios y conmociones que terminaron con un modo de vida, a veces de manera traumática, para dar lugar a un mundo nuevo, con todo lo que ello comporta. Así me ocurre con el lírico Alceo (630-580 a. C.) y no voy a Lesbos con la mirada profesoral del que busca lo clásico y la satisfacción de los valores eternos e inmutables, pero sí al menos con la mirada del zahorí que busca el preciado líquido bajo duro suelo y da con él, aquí el péndulo o la vara son los libros de nuestra búsqueda, el diálogo con sus autores a lo largo de las olas del tiempo. Es una búsqueda difícil, su obra se encuentra en un estado de ruina lamentable, fragmentos abruptamente interrumpidos y pasajes de no siempre fácil interpretación despiertan la sensación de haber descubierto la cueva de los tesoros demasiado tarde, cuando la disolvente obra del tiempo casi ha destruido por completo aquellos versos que se entonaban en los templos y en las casas de Pirra.

 
De entre el tráfago cotidiano surge de los estratos más profundos de mi memoria la obra del poeta Alceo, el desterrado de Mitilene, uno de los últimos representantes del espíritu aristocrático tradicional en una época en la que el elemento popular aparecía con fuerza en los conflictos sociales y políticos de Grecia, sobre el que se apoyaban nuevos gobernantes y legisladores. Una sociedad diferente surgía, con sus nuevos ideales que arrinconaban a los anteriores propios de la aristocracia guerrera. El mundo del campamento militar, el valor y la virtud guerrera ya acababa, aunque aún era fuerte en el terreno de las representaciones, en la épica y en la forja de los ideales espirituales que formaron la educación antigua. Pero en el duro terreno de la realidad, las guerras intestinas en Mitilene habían llevado a Alceo y su partido aristocrático a apoyar a Pítaco en su lucha contra Mírsilo y luego a considerarlo un gobernante ilegítimo, un amante de las novedades y un destructor de la virtud ciudadana tradicional cuando al parecer faltó al juramento hecho a ciertas facciones nobles a las que pudo pertenecer Alceo y obró como un político atento al interés pragmático, en definitiva, hizo como habría hecho un político más moderno y con menos miramientos por la palabra empeñada ante los dioses. Es una época de facciones enfrentadas, de crisis social apenas conjurada por el gobierno enérgico de quien, como a Pítaco, la posteridad había considerado tiránico cuando apenas pudo hacer otra cosa que arbitrar y equilibrar facciones reivindicando el valor mutuamente vinculante de la ley, pues no en vano es también la época de Solón. Pero Alceo es el cruzado de una causa perdida que no atiende a estas consideraciones, por momentos parece consciente de ello, resignado, digno en la derrota pese a virulentos brotes de resentimiento, ofreciendo un último monumento con sus versos a un mundo que se apaga, un testimonio para el nuevo mundo que amanece y que este no podrá ignorar aunque lo desprecie. El poeta habla también por los dioses, por las verdades eternas.
Alceo y los suyos viven desterrados sin posibilidad de volver a su patria en mucho tiempo, aunque son lo bastante fuertes aún para buscar apoyo entre los lidios y tramar discordias civiles desde el exterior. El ímpetu guerrero no se pierde y el hermano del poeta, Antiménidas, que combate como mercenario con los babilónicos, es celebrado como campeón a la manera antigua y como vencedor en un combate singular contra un guerrero de aspecto gigantesco. Pero el mundo cambia y pocas son las esperanzas de poder volver a lugares y tiempos que ya no son los mismos. El tiempo de vivir épicamente ha pasado. Quedan los cantos a los dioses, los himnos que Alceo entona para las divinidades por encargo de los templos y santuarios, pues aunque noble y guerrero es sobre todo poeta y en cuanto tal es mensajero de los dioses y proclama su grandeza eterna, jamás tocada por las preocupaciones mortales ni por la mutabilidad de las cosas humanas. Cuando no canta a los dioses, el desterrado canta la amistad, y los banquetes, aquellas reuniones de amigos que son a la vez comensales, compañeros de armas e iniciados por la poesía entre copas rebosantes de vino bajo el amparo del dios que preside las comidas en común, por cierto tantas veces malinterpretadas por la sensibilidad moderna, caracterizada por la falta de gusto.
Las imágenes de la violenta tempestad parecen invadir la imaginación del poeta cuando piensa en las vicisitudes políticas de su patria y pide firmeza ante la adversidad: “La ola del viento de antes nos llega ya… que de ninguno se adueñe un cobarde temor”. Pero el poeta está lejos de la vida política que añora, se ve a sí mismo merodeando por entre las soledades del templo de Pirra (que “los lesbios fundaron, visible a lo lejos, común para todos”) , casi siempre tranquilo o vacío a no ser por los periódicos festivales religiosos; y su vida es la de un campesino o un montaraz, obligado a no participar en los asuntos públicos de la ciudad que más le conciernen, y se lamenta por vivir “teniendo la suerte de un rústico” entre los matorrales como los lobos.
La evocación de tan mortífero animal encaja bien con oscuras, tenebrosas alusiones que llegan a la maldición de Pítaco por haber roto el juramento de fidelidad, este hecho va más allá de la disolución arbitraria de una alianza política, no es una simple cuestión de racional oportunidad en la lucha por imponer una facción a otra (como pensó Pítaco, en ese sentido más avanzado) sino la profanación del juramento, de la fe otorgada en presencia de los dioses, algo que según la mentalidad tradicional (ya en retirada en todos los frentes mas no entre los amigos de Alceo) no podía quedar sin venganza y por ello el poeta pide a los dioses “castigar al sacrílego hijo de Hirras, y que le alcance la Erinis de aquellos que juramos haciendo un sacrificio”.  La muerte del “tirano” será finalmente la prueba de que el juicio de dios ha sido efectivo; y aunque Alceo no haya propiciado la muerte de Pítaco ni con malas artes mágicas ni con insidias, le es lícito alegrarse, pues “no soy culpable de la muerte del malvado”. Sí es verdad que la ha deseado y cuando, como hacen los poetas, evoca los acontecimientos antiguos, recuerda el castigo del sacrilegio en la historia de Ayax y Casandra pensando en sus propios problemas; recuerda las funestas consecuencias que tuvo para toda la comunidad que Paris deshonrara sus deberes de huésped, y aunque parecía que todo fuera a salirle bien al descarado, el hado ya había dispuesto el nacimiento de Aquiles, “el jinete de rubios corceles”, el destructor de Troya. Es la fuerza de la religión prehistórica la que todavía se destila de entre estos versos y apenas hay diferencia entre la gran poesía, el canto de los grandes acontecimientos como la caída de Troya y la pequeña poesía de circunstancias con la alusión a los miserables destinos de una pequeña comunidad en Lesbos.
Pero la -para Alceo- justa muerte de Pítaco nada supondrá en la marcha general de los acontecimientos, la nobleza ya sólo va a vivir retrospectivamente en la epopeya y nunca más épicamente. Ahora “el dinero es el hombre”, no la educación antigua (noble y guerrera) sino la pagada y cada vez más técnica e implemental, ni la cuna de vieja estirpe (tan fácilmente corrompida ya por el poder del dinero que incluso Pítaco había podido vincularse por matrimonio con la estirpe más noble de Mitilene). Alceo pierde su escudo en combate y ya no le importa gran cosa, aunque no se jacte de ello como desvergonzadamente hizo Arquíloco de Paros. El desterrado ve que “Zeus llueve” los tiempos son algo helados para los vencidos… Como poeta pide que desafiemos “al mal tiempo encendiendo fuego, sirviendo dulce vino, y disponiendo blando cojín”… Entre la pobreza e impotencia de los servidores vencidos de las causas perdidas queda el consuelo de la amistad las “guirnaldas de eneldo”, los “ungüentos en el pecho” y la poesía evocada entre “una copa que sigue a la otra”.
Los siglos han pasado y el mundo sigue teniendo el aspecto de un río desbocado o de un mar embravecido, Zeus sigue lloviendo y el agua arrastra consigo cuanto un día pareció duradero y seguro. Bien mirado, no es mal refugio el que ofrece la paideia, el mundo del espíritu humano, bajo cuyo amparo podemos encender un fuego y preparar vino dulce mientras paliamos la nostalgia con el bálsamo de la amistad y las palabras.

Los habitantes de las islas de Aran





Las islas de Aran, de John M. Synge*


Al ir envejeciendo en un mundo cada vez más sombrío y progresivamente más alejado de los ideales de verdadera humanidad, siento la imperiosa necesidad de la disgregación, de la desaparición misteriosa, de tal manera que mis pasos marcados en la arena de este desierto vayan desdibujándose por el viento igual que las olas del mar borran continuamente la arena de la playa en un movimiento pendular sin fin. Es la efímera debilidad de un momento, momento que puede durar diez segundos o diez meses, pero que finalmente se esfuma ante la realidad: es imposible la evasión. Puedo, eso sí, recurrir a algunas breves incursiones hacia latitudes y épocas lejanas en que el recuerdo de lo primordial aún permanece como el eco de un trueno en el aire a punto de difuminarse pero aún reconocible. Entre mis lecturas busco aquellas que todavía me lleven a la cueva que antaño habitó el dragón.
En uno de mis últimos intentos de fuga, mi expedición a las lejanas regiones de lo primordial me llevó a la obra del autor irlandés John M. Synge, que realizó varias estancias entre 1893 y 1902 en las islas de Aran, frente a la bahía de Galway, con el fin de estudiar y conocer mejor la cultura y la lengua autóctonas de su país. Los recuerdos de sus visitas fueron publicados en 1907 y constituyen un testimonio memorialístico al mismo tiempo que etnográfico. No era el primero, desde luego, en haber ido a la búsqueda de los orígenes culturales de su patria; lingüistas extranjeros ya habían visitado aquellas islas cuyos habitantes apenas conocían el inglés. También miembros activistas de la Liga Gaélica habían hecho ya su aparición en su afán por preservar la cultura “celta”, que en estas regiones aún prevalecía. Synge quería aprender gaélico en las islas de Aran; y allí contempló lo que para él era sin duda un mundo cercano al origen, lleno de tradiciones antiquísimas vivas aún entre aquellos isleños.

Los habitantes de las islas de Aran no aparecen en la obra de Synge exactamente como los afortunados hombres de la edad de oro; muy al contrario, arrostran una vida dura y llena de penalidades económicas en todo similares a la última edad hesíodica. Las familias pobres están continuamente amenazadas por los desahucios, cosa que se convierte en un acontecimiento infamante al que asiste indignada toda la comunidad, pues para esta gente “el ultraje al hogar es la suprema catástrofe”. Por ello existe una estrecha complicidad entre los isleños frente a los agentes de la ley que se perciben invariablemente como extranjeros y opresores. Los isleños se ayudan entre sí frente a las autoridades y se busca urgentemente avales de última hora para evitar el desahucio o incluso se oculta el ganado en otra propiedad para evitar el embargo. Los isleños se avisan mutuamente en total complicidad para que impidan la ejecución judicial. La propia idea de justicia tiene poco que ver con la ética o la equidad, y aunque había tribunales informales formados por los habitantes de las islas, por todas partes el autor constata el impulso universal de proteger al criminal porque no pesan nada las pruebas condenatorias en aquellos lugares donde son plenamente operativas las lealtades locales y de sangre.

En esta empobrecida sociedad de pescadores la única opción es la despoblación y la emigración, frente al riesgo constante de una vida tempranamente quebrada al ahogarse o despedazarse contra las rocas las barcas tradicionales de pesca. Synge retrata un mundo en que los viejos mueren y los jóvenes emigran y en el que la pobreza material es tal que se aprovechan hasta las tablas de madera abandonadas para emplearlas más tarde en la fabricación de ataúdes pero en la que aún pueden apreciarse estampas de la vida cotidiana como la trilla otoñal del centeno, o la reconstrucción de los tejados de paja; muy cierto que en un universo en que no hay una auténtica especialización del trabajo, la muerte del único artesano de la zona (buen conocedor de su trabajo pero sin aprendices) puede ser una auténtica catástrofe económica, como el caso real sabido por el autor, de un tonelero ahogado en alta mar.
En este mundo la tradición oral está viva, sana y fuerte. Poetas iletrados, auténticos bardos (como el que narra la historia tradicional de Phelin y el águila referida por el autor), entonan viejas canciones. Son los ancianos quienes enseñan tradiciones y baladas; asimismo las mujeres son cruciales en el mantenimiento de la cultura ancestral gaélica. La cultura escrita es escasa, y si los forasteros aparecen con ejemplares impresos de canciones tradicionales, no es raro que alguna anciana las cante a menudo en una versión diferente.

En las islas viven seres sobrenaturales del viejo folclore celta y ocurren hechos milagrosos todos los días del año. Incluso el reino animal forma parte de este mundo en el que los conejos son capaces de hablar al final de la madriguera o tocar la flauta y despistar al cazador; en que animales de mal agüero (como el perro y el gallo) son oráculo de desgracias futuras; en el que incluso existe la tradición de un caballo inmortal que ha estado en todos los acontecimientos de la historia universal. Los duendes acechan en los caminos y en el campo viven las brujas; las cosechas se echan a perder por la acción de malos vientos y hasta el centeno se puede convertir milagrosamente en avena. Los habitantes de las islas creen abiertamente en la magia y en el mundo de los espíritus. En efecto, brujas, duendes, gigantes, monstruos marinos, fabulosos pájaros que ponían huevos de oro forman parte muy real de las islas. Lejos de ser alegres compañeros de los isleños estos seres fabulosos son fuente de inquietud y de peligros. La muerte temprana de tantos recién nacidos se achaca a la maléfica acción de los duendes (identificados con ángeles caídos y demonios), que raptan a muchos niños de noche (siendo esta “la manera en que muere mucha gente en la isla”) y se presentan por los caminos asustando a los solitarios que se encuentren a su paso. Las muertes repentinas o misteriosas se atribuyen igualmente a estos funestos seres; y de la misma manera se explican los testimonios de fallecidos que regresan de su tumba, como la historia de una mujer de cuya muerte se hacía responsables a los duendes y que cada noche regresaba para amamantar a su hijo No hay una separación tajante entre el mundo de los vivos y el de los muertos, como atestigua la tradición del joven que se vio asistido por sus abuelos difuntos cuando cruzaba el bosque encantado de las ánimas; se cuenta además que mirando al Oeste se puede ver el alma de los muertos. Los duendes son maestros del engaño y en el poema de Rucard Mor se canta cómo son capaces de condenar con engaños a andar errante a la pobre víctima del robo de una yegua; asimismo son capaces de hacer su propia música, una música misteriosa que también ha sido escuchada por los pescadores saliendo del interior de los acantilados. El mar es también fuente de encanto y misterio, escenario de peligrosos encuentros entre el mundo de los hombres y el de los espíritus. No pocas veces un pasajero fatal atrae la mala suerte y puede acarrear la perdición de la nave; más funesto aún es el destino de las embarcaciones que salen a navegar vísperas de día festivo. En el fondo marino se encuentran misteriosas herramientas sumergidas; las canciones hablan de barcos completos que aparecen y desaparecen misteriosamente.

La vida dura y el rico universo de las islas de Aran me acogieron durante un tiempo, los duendes de las islas me enviaron recados burlones a través de las líneas escritas de Synge, no seguí su llamada pero tuve buen cuidado de recordar en qué recodo del camino podía volver a encontrarlos.


*John M. Synge, Las islas de Aran, ilustraciones de Jack B. Yeats, Alba Editorial, Barcelona 2000.