domingo, 20 de enero de 2013

VIAJE AL PAÍS DEL VUDÚ




William Seabrook y la isla mágica


 

En el año 1929 William Seabrook (1886-1945) publicó su célebre obra sobre Haití  The Magic Island*. Algo más que un periodista inquieto, este viajero y hábil escritor de trágico destino, estuvo siempre atenazado por un deseo jamás colmado de trascendencia, se interesó a lo largo de su vida por todos los fenómenos mágicos y religiosos, ya fuera entre los isleños de Haití o los nómadas árabes del desierto (también dejó interesantes relatos de viajes sobre beduinos y derviches). La Isla Mágica ofrece una imagen del Haití eterno, marcado por una inestabilidad política endémica, la ocupación extranjera y la omnipresencia del vudú, la religión sincrética haitiana de raíces africanas que en la época de Seabrook era tenida por una vulgar superstición, una forma degradada de magia negra consistente en rituales sangrientos y obscenos. La jungla aún no había desaparecido y todavía estaban lejos las catástrofes ecológicas y humanitarias de nuestros días. Seabrook, enamorado de Haití, de su cultura y de su particular idioma (el francés criollo y no pocas elementos de lenguas africanas), se esfuerza por comprender la grandeza de un pueblo al que admira y de los paisajes en que vive, se interesa por sus rituales e investiga el vudú no sólo entre los libros sino a través del contacto directo con la gente, con innumerables conocidos y amigos que le enseñan, le cuentan historias de los dioses de antaño aún familiares a todas las gentes de Haití, gentes como Mamá Célie, su auténtica instructora responsable de su iniciación (“bautismo de sangre”), hasta que en busca de su propia revelación (“la apertura de las puertas, mi acceso al conocimiento”), descubre que el vudú no es superstición (“no es un misterio….es un sentimiento”) sino un culto elaborado con su propia tradición y decide “observar en calidad de estudioso cómo se hacían realmente los rituales de vudú” hasta dar el paso decisivo y final iniciándose en los arcanos ancestrales; aparentemente habría sido el primer hombre blanco que llevó a cabo esta “conversión”.




En una época en que la sobreexplotación medioambiental y las catástrofes naturales aún no habían sentenciado el futuro de Haití, la selva y las montañas se mostraban en su enigmática grandeza como refugio de dioses, demonios, santos anacoretas del vudú que vivían aislados en sus santuarios de las montañas, y aldeas perdidas en remotos rincones, aislados por los bosques y la orografía, cuyos habitantes celebraban los sagrados rituales del vudú sin haber visto a un blanco durante años pues los senderos que conducían a su hogar hacía tiempo que no era transitados, es más,  las gentes más próximas al llano creían que dichos senderos eran caminos que no conducían a ninguna parte y que habían sido levantados por demonios, por lo que los pobladores de más allá debían estar fuera del mundo conocido. Las distancias, aún siendo cortas en la isla, daban la sensación de ser más largas de lo que eran, de manera que las procesiones, peregrinaciones o pequeños intercambios comerciales entre aldeas vecinas, tendrían el sabor de un viaje lejano no exento de aventura y peligro; todavía en época de Seabrook se llevaban a cabo exploraciones geográficas y botánicas. A veces se descubrían los restos de plantaciones y propiedades de señores franceses abandonadas siglos atrás durante las revueltas de esclavos, como las que el propio Seabrook descubrió en sus andanzas. Hay lugares como la isla La Gonâve “que parecen pertenecer a otro mundo”, donde habitaría la semilegendaria princesa india Anacoana, allí habría además un lago subterráneo habitado por un cocodrilo sagrado, invencible guardián de un fabuloso tesoro de piedras preciosas y oro; también el paraje de Morne La Selle se le antoja a Seabrook un “Olimpo salvaje” en donde solo dioses y demonios discurren a sus anchas. En muchos aspectos Haití era un país envuelto en la oscuridad y sus dioses eran también desconocidos. Sin embargo, el trato con los sacerdotes y sacerdotisas (papaloi, mamaloi, hougan) del vudú familiariza al autor con nombres misteriosos y secretos de divinidades antes desconocidas: como Legba que puede invocarse con un melodía; Damballa, el dios serpiente que muere y resucita; Ti Malice, astuto personaje protagonistas de los cuentos, tramposo y artero “tan astuto como malvado”, y de Bouqui, su víctima; Papa Nebo (el dios hermafrodita de la muerte) o reyes mesiánicos como el desparecido Solouque, que algún día regresará triunfante para imponer su dominio.





Seabrook no se limitó a conocer la teogonía y mitología haitiana fue testigo y participante privilegiado de muchos ritos del vudú, empezando por el ritual organizado para él por Mamá Célie consistente en su propia iniciación y durante el que pudo contemplar una suerte de unión hierogámica de una doncella y un macho cabrío, y que culminó con la presentación de Seabrook como neófito al dios Legda por parte del papaloi oficiante: “Legda, Papá Legda, ábrele tus puertas pues es mi elegido”. Contempló cómo había personas que “viajaban a Guinea”, es decir, alcanzaban el trance, asistió a la fabricación de amuletos por parte de un mago, pero entre las experiencias más sobrecogedoras se encuentran la visita de un dios encarnado, que se había posesionado de un cuerpo para presentarse ante los demás, así como los ritos de hospitalidad practicados en honor del dios en tanto que no abandonara al cuerpo que le albergaba; también fue testigo excepcional de rituales nigrománticos prohibidos por las autoridades y desaprobados por la mayoría de la población (que los distinguían netamente del vudú) así como la fabricación de amuletos para magia negra con partes robadas de cadáveres; una danza orgiástica, acompañada de cánticos rituales extáticos e improvisados de los que Seabrook tomó buena nota y trascribió y que hizo rememorar al autor la tragedia griega de Las Bacantes o las fiestas saturnales de la antigua Roma en un hermoso pasaje en el que se relacionan las pulsiones primordiales dionisíacas y sexuales del hombre con el nacimiento de la música y que no hubieran desagradado a Nietzsche en el momento de escribir El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música. Junto con el miedo extendido a la profanación de cadáveres, documentó la creencia en el robo de cadáveres que se resucitaban con artes mágicas para utilizarlos como mano de obra esclava. Los desventurados zombies no recordaban nada de su vida pasada y no era conscientes de estar muertos, sólo si se les permitía comer carne o sal recordaban su condición de cadáver viviente y ya no obedecían a quienes les habían encantado, pero tampoco deseaban volver a su vida anterior sino que pugnaban por regresar a su sepultura y una vez allí se descomponían al instante, como se contaba que había acontecido a los zombies esclavos de un cierto Ti Joseph, explotador poco escrupuloso que los empleaba en labores agrícolas y se apropiaba de sus jornales.

La estancia en Haití fue para Seabrook el momento más espiritual de su trágica vida, marcada por el encuentro con las fuerzas primordiales de la naturaleza y su manifestación a través de una religión fascinante que se presentaba como una reliquia viviente, como una embajada enviada desde tiempos lejanos, que muestra un alma no tanto primitiva como eterna e intemporal. Desgraciadamente para él ni la espiritualidad de una religión ancestral, ni el ejercicio de la literatura ni la fama que le proporcionó, pudieron salvarle de sí mismo y en septiembre de 1945 acabó quitándose la vida.


* Ed. esp. La isla mágica. Un viaje al corazón del vudú (Club Diógenes/Valdemar, 2005).