domingo, 6 de octubre de 2013

CIVILIZACIÓN Y CATÁSTROFE EN "LA PESTE ESCARLATA", DE JACK LONDON


 

Jack London describe en La peste escarlata el desmoronamiento y muerte de nuestra civilización tecnificada y mundializada, víctima de una plaga incurable. Detrás de la alusión evidente al relato de Edgar Allan Poe La máscara de la muerte roja, la historia va más allá de la representación alegórica de la fragilidad de los logros humanos, para desarrollar una auténtica teoría de la civilización, de su origen, caída y regeneración en un ciclo sin fin en lo que lo único constante e invariable son las fuerzas de la naturaleza.

Escrita en 1912, el autor lleva el comienzo de la historia cien años adelante, a lo que ahora son nuestros propios días; y así en el año 2012 la civilización había alcanzado su máximo esplendor material y cultural, algo que resulta tan inquietante como familiar pues el autor ha tenido el buen gusto de no fabular sobre eventuales logros del futuro. Los viajes aéreos se han extendido y el mundo se ha globalizado gracias a las nuevas comunicaciones inalámbricas. Pero por desgracia el esplendor de este magnífico nuevo mundo se basa realmente en la explotación social que una minoría, el grupo social más “apto” que domina la técnica, las finanzas y la cultura, ejerce sobre la masa social de la población, la cual abriga un secreto odio hacia sus amos, por el momento reprimido pero latente y presto a irrumpir cuando se dé la ocasión de pedir cuentas. Esa ocasión llegó en el año 2013 en que una epidemia fulminante denominada plaga escarlata, acabó en menos de un año con la mayor parte de la población mundial. En escasos días se desmoronan ante los atónitos ojos de los opresores y oprimidos del siglo XXI la ley, el orden, la ciencia y el poder de la técnica. El pánico y los saqueadores no tardaron en unirse a los horrores de la peste. Epidemiólogos de todo el mundo trabajaron desesperadamente por conseguir un antídoto que, aunque descubierto, nunca llegó a ser distribuido. Enormes ríos de fugitivos abandonaron las ciudades dejando tras de sí edificios vacíos, saqueados o incendiados; pero el éxodo fue breve ante el avance de una enfermedad que exterminaba por igual tanto fugitivos como saqueadores, tanto a oprimidos como opresores. En breve la población quedó reducida dramáticamente a la mínina expresión numérica.

Apenas dos generaciones después de la plaga, la humanidad estaba sumida en el más profundo de los ocasos. Escasos grupos de supervivientes aislados entre sí afrontan la supervivencia en unas condiciones de vida degradadas hacia el primitivismo material más elemental en medio de fantasmagóricas ruinas; ahora sin embargo, los más hábiles son los más duros, quienes en otro tiempo hubieran sido los oprimidos, los humillados y los ofendidos; quienes antes eran señores perdieron sus medios de dominación, desparecido el antiguo imperio de la técnica y del dinero. La ley del más fuerte, eternamente vigente, se manifiesta al fin entre las personas más duras, más crueles, menos contemplativas y menos receptivas a la piedad y la conmiseración, es decir, con más probabilidades de supervivencia. Animales y plantas también desanduvieron el camino de la domesticación y volvieron a la naturaleza; en efecto, tanto el ganado mayor y menor, como perros y caballos acabaron siguiendo su propia “llamada de la jungla”; la vegetación salvaje ahogó los cultivos, la agricultura quedó finalmente olvidada. Privadas de las comodidades de la vida material, la humanidad había vuelto a los principios más básicos y elementales de comunidades de cazadores y recolectores; el idioma se degradó y se volvió incapaz de la metáfora, se hizo más sencillo, meramente descriptivo; el universo mental se empobreció. Falsos “médicos”, en realidad nuevos hechiceros, hicieron su aparición, mientras costumbres salvajes en apariencia olvidadas en la noche de la prehistoria humana aparecían con fuerza renovada. Se ignoraban los cuidados de los ancianos, de las mujeres o de los enfermos; ahora imperaba la fuerza del guerrero, del pastor y del cazador. La sabiduría académica y el modo de vida refinado de una cultura material extinta no eran siquiera un recuerdo; el nuevo mundo pertenecía a los descendientes de los supervivientes más fuertes y brutales, a quienes demostraron una aptitud más acorde con las nuevas necesidades del medio imperante.


Conocemos tan terrible historia a través de uno de los escasos supervivientes de la plaga escarlata, un anciano de más de noventa años que era un joven profesor de literatura cuando estalló la epidemia, y que ahora cuenta a sus nietos un relato que no alcanzan a comprender plenamente, pues no han conocido aquel mundo perdido. “¿Qué es educación?" Preguntan incrédulos cuando oyen hablar de universidades y bibliotecas; reaccionan con hostilidad ante un idioma que no entienden y poco quieren saber de un mundo que no conocieron. En algún momento el abuelo habla de regeneración y de una posible re-civilización. El anciano ha guardado objetos y libros por si alguna vez se pudiera volver a leer el olvidado alfabeto. Pero el saber olvidado de la humanidad, el que ofrece posibilidades de volver a crear una civilización emancipada de la naturaleza, no reside, sin embargo, en las obras morales, poéticas o espirituales; el anciano que añora el mundo perdido, sueña, y así se lo dice a sus nietos, que quizá algún día hasta se recupere la fórmula de la pólvora, una sustancia prodigiosa gracias a la cual se encumbró la antigua civilización mundial. Es el antiguo sueño de la dominación nunca extinto el que se manifiesta incluso en las condiciones más terribles de postración. De haber escrito London su novela en nuestros días, el abuelo protagonista hubiera añorado la energía nuclear. En uno y otro caso se trata del poder superior de la técnica y su dimensión prometeica.




Los tres nietos en torno al abuelo, que son como tres cachorros de lobo, sueñan con su futuro y muestran una tosca, incipiente, voluntad de poder. Labio-Leporino cree en la violencia expeditiva y aspira a la fuerza; Ju-ju ansía dominar los poderes de la brujería y desea ser “médico”; finalmente Edwin cifra sus esperanzas en que su abuelo recuerde por fin la fórmula de la pólvora, de manera que así pueda dominar sobre todos. Para el viejo esto no supone sino la repetición de tres tipos antropológicos ancestrales: el sacerdote, el guerrero y el rey. La civilización, piensa, ha comenzado su camino de regreso, y una vez dejada la plaga atrás, en la carrera por la vida la población volverá –aunque sea lentamente- a aumentar y la lucha entre las nuevas estirpes humanas propiciará un nuevo resurgir de la lucha entre los más aptos que competirán por los recursos, volviendo a reproducir las fórmulas habituales de explotación social que se intensificarán conforme se reconquisten los logros prometeicos de la técnica. Pero incluso esa nueva civilización desaparecerá en el ciclo infinito de creación y destrucción, y aquí el abuelo pasa de historiador a profeta de un mundo sin esperanza:

Así como desapareció la vieja civilización, desaparecerá la nueva…. Todo desaparecerá. Sólo queda la fuerza cósmica y la materia, siempre en constante cambio, y reaccionado y materializando lo eternos arquetipos: el sacerdote, el soldado, el rey. De la boca de los niños nace la sabiduría de todos los tiempos. Algunos lucharán, algunos gobernarán y todos los demás trabajarán y sufrirán mientras se levanta sobre sus sangrantes cadáveres, una y otra vez, eternamente la asombrosa belleza y la incomparable maravilla del estado civilizado.

Esta crónica del fin de una brillante civilización por acción de unas fuerzas naturales microscópicas y la consiguiente liberación del rencor elemental reprimido en las bases de dicha civilización por siglos de dominación social, está imbuida de una visión pesimista del destino de la humanidad. A Jack London no le complace, desde su sensible visión social, la aspiración al poder de los considerados más aptos, ni la continua modificación de las condiciones de aptitud en función de circunstancias siempre cambiantes, en medio de una permanente tensión de los seres vivos hacia la dominación. Sin embargo, parece asumir que es el mundo en el que vive, y en el que vivirá la humanidad en un futuro, un mundo sin esperanza. Quizá esta íntima convicción explique en alguna medida el trágico fin de Jack London. Las ciencias naturales pero también la sociología neodarwiniana de la época del escritor consagraron como algo natural y científico la lucha y la supervivencia despiadada del más apto. Por sorprendente que parezca el más fuerte y poderoso puede ser abatido en cualquier momento por un microbio desconocido; el sentido moral no prevalece nunca frente a la fuerza elemental. Una corriente de muerte, lucha y destrucción mutua es el estado de naturaleza que el gran dique de la civilización –que es también una materialización de la aspiración universal de dominio-  conjura a base de represión y fuerza, hasta que la catástrofe, adoptando la forma de enemigos de dentro o de fuera, visibles o invisibles, resquebrajan la presa para que pueda volver a ser lentamente reconstruida en un ciclo sin fin.



Jack London, La peste escarlata, Libros de Zorro Rojo, traducción de Marcial Souto ilustraciones por Luis Scafati, Barcelona-Buenos Aires 2012.