martes, 17 de agosto de 2010


La montaña mágica y el espíritu de lo elemental




Algo grande ocurre cuando el hombre y la montaña se encuentran

W. Blake

El país entero yace postrado bajo un calor asfixiante, asfixiante en más de un sentido. Calles desiertas de un asfalto ardiente como si acabara de caer una bomba de neutrones; playas abarrotadas hasta el punto de parecer colonias de termitas humanas; bosques ardiendo por capricho, ignorancia o maldad de esa raza de hombres que soporta bien el calor y la putrefacción material y moral que este trae consigo; joviales turistas de la cultura de bolsillo acudiendo en masa a los nuevos centros de interpretación para que les expliquen de manera útil, didáctica, amena, constructiva, y sobre todo accesible, cosas que todo buen ciudadano, o ciudadana, debería conocer en su dosis correspondiente –nunca en exceso- para entretenerse y luego poder degustar un plato típico –pero con moderación, poco alcohol y nada de tabaco- con la convicción de haber satisfecho antes las necesidades del espíritu. En fin, dicho en pocas palabras, el país entero está disfrutando en mayor o menor medida de sus vacaciones veraniegas. Hay calor, asfixia, descomposición, entumecimiento y posición horizontal, a eso se le llama hoy en día ocio, ya sea cultural o vacacional. No tengo nada que objetar y hasta me parece bien así, dadas las circunstancias. Escribo esto sin amargura, como en las cartas de antaño en que se informaba al destinatario de las circunstancias que le rodeaban y del tiempo que hacía.

En estos días de asueto, para muchos tan queridos o más que los días de navidad, he buscado algo de aire fresco y puro, e incluso de consuelo, aprovechando que nadie requería nada de mí, en el sanatorio de Davos. Me he adentrado en la conocida novela de Thomas Mann, La montaña mágica, cuyo argumento y detalles –de sobra conocidos- no es necesario referir aquí. Quien la haya leído tendrá su propia opinión de ella, habrá quien la encuentre genial y también quien no la soporte. Habrá quien recuerde más tal o cual personaje o pensamiento. Cada cual según su gusto. Yo he sentido mucho interés por el proceso de iniciación que sufre Hans Castorp durante los siete años que dura su –digamos- cautiverio en la montañas, cautiverio forzado y sorprendente al revelarse él mismo enfermo y –como se recordará- tener que alargar su estancia en principio de quince días, hasta su recuperación final sine die. Durante ese tiempo en la montaña y fuera del tiempo del mundo “de allá abajo” diversos acontecimientos van colocando al joven en un plano diferente de la existencia, en medio de una atmósfera en la que reina lo onírico y la falta de contacto con la realidad del mundo de “allá abajo”. Una tormenta de acero – el estallido de la guerra- pone fin a su ensoñación y le devuelve al mundo. Es obvia la intención por parte de Th. Mann de crear un Bildungsroman. El autor nos muestra el proceso de la formación de la personalidad de su héroe y se despide de él sin preocuparse demasiado por el hecho de si sobrevivirá o no, ya que las conquistas por él realizadas en el terreo del espíritu son inmortales y eternas.

¡Vivirás o te quedarás en el camino! Tienes pocas perspectivas; esa danza terrible a la que te has visto arrastrado durará todavía unos cuantos años y no queremos apostar muy alto por que logres escapar. Francamente, no nos importa demasiado dejar abierta esta pregunta. Las aventuras del cuerpo y del espíritu que te elevaron por encima de tu naturaleza simple permitieron que tu espíritu sobreviviese lo que no habrá de sobrevivir tu cuerpo.

Th. Mann, La montaña mágica, p. 1048

Su aprendizaje y comprensión de la vida se deben en parte a sus propios méritos, pero sobre todo a una serie de auxiliares, que son los que hacen la función de detonante, los que despiertan al durmiente. El primero de ellos es L. Settembrini, un burgués intelectual, nostálgico de las revoluciones liberales, a quien el autor presenta de manera cariñosa pero no sin ironía burlona, como alguien de opiniones trasnochadas aunque sean bienintencionadas. Es un hombre también enfermo, que sufre, y que participa en su calidad de intelectual en la redacción de una obra enciclopédica sobre el dolor. Naphta es otro de los maestros enfermos de Castorp, y también un furibundo antagonista de Settembrini. Es una figura trágica y autodestructiva, de una lógica perversa, encarna la justificación de los futuros sistemas totalitarios. Para él, la liberación del individuo se lograría solo mediante la sumisión a una entidad estatal superior más teológica que política. El poder se alcanzaría mediante la sumisión. Mucho menos que Settembrini goza este personaje de las simpatías de Mann, desde el momento en que su muerte es presentada como un suicidio deshonroso al que le ha llevado un ataque de ira.

El interés por la política, la cultura, la medicina o la botánica van modificando la vida del joven. Resulta evidente la confianza de Mann en las facultades del espíritu y que van dando sentido a la existencia antaño anodina del “hijo mimado de la vida”. El autor es desde luego una flor tardía del clasicismo de Weimar, de hecho su admiración por Goethe se aprecia a lo largo de toda la obra. La fase final del aprendizaje de Castorp culmina en la música y en su traumático encuentro con el ocultismo, lo que le convierte a mi entender en un personaje fáustico, más aún teniendo en cuenta los episodios de hastío y de “anestesia de los sentidos”, de los cuales le redime la música. En efecto, se hace patente el papel liberador de la música (que, recordemos, para Settembrini no era sino una amenaza política), lo que confirma el wagnerianismo y en parte la concepción schopenhaueriana de la música en Th. Mann.

El ocultismo (especialmente la estremecedora sesión final de espiritismo) le hace entrar en dramático contacto con las fuerzas ocultas pero patentes que se filtran por entre los entresijos de la vida. Desde el comienzo de La montaña mágica Castorp había percibido la presencia de fuerzas elementales. Las primeras líneas de la novela están escritas como anunciando una catábasis, un descenso a los infiernos, una catábasis que es aquí realmente una anábasis, una ascensión a la montaña. Pero se hace más patente durante la excursión en la que casi se extravía durante una fuerte nevada, percibiendo el carácter demoníaco e impersonal de la naturaleza. Precisamente es el episodio en el que sufre la alucinación –casi la regresión- a un pasado remoto y antiguo –pero no muy clásico en la acepción habitual del término- y contempla la luz y la belleza de un mundo extinguido, pero también su carácter cruel y sobrecogedor (con las escenas de sacrificio infantil).

De su cautiverio en la montaña le libera la gran catástrofe europea de 1914. De nuevo la arbitrariedad de las fuerzas ocultas que mueven la historia. Vuelve al mundo como un hombre completo tras pasar siete años en el sanatorio de Davos. Quizá baje al mundo del que había sido inopinadamente arrebatado sólo para morir en él, pero entretanto ha conocido los misterios del amor (Clavdia Chauchat), de la vida y de la muerte (Ziemssen, que es la encarnación del principio apolíneo; Peeperkorn, que por su parte representa el principio dionisíaco).

Quizá pueda sorprender la presencia de elementos alquímicos, ocultistas y espiritistas en esta novela, considerada la quintaesencia de la cultura de un mundo perdido, el mundo que fue Europa de antes de la Primera Guerra Mundial. Pero es algo que no puede sorprender en Th. Mann. La presencia de fuerzas elementales es todavía más palpable en otra obra del autor, en su Doctor Fausto, que además narra la vida de un músico. En esta otra novela el arte aparece aquí visto desde una concepción que recuerda a Fr. Nietzsche y su obra El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música. Mientras que para el amigo y biógrafo Serenus (nombre afortunado que cuadra muy bien con el personaje), el arte expresa la armonía y belleza de las obras de Dios, para Adrian Levekühn las fuentes de la creación musical son otras. Se complace con especular y sacar a relucir todo tipo de contradicciones y anormalidades en la naturaleza y en el arte. Él no ve lo divino de la música, sino lo que tiene de demoníaco. La amistad infantil de Adrian y Serenus recuerda – me recuerda a mí- a la de los jóvenes de El tirachinas, la novela de E. Jünger, Teo y Clamor, si bien con diferencias notables, pues ni Teo ni Clamor tienen dulcificadoras inclinaciones artísticas superiores y en la obra jüngeriana la presencia de lo elemental es mucho más patente y hasta acuciante. Pero es cierto que tanto los inteligentes Adrian como Teo conocen las normas pero no las veneran, sus enormes capacidades pueden –por paradójico que parezca- acarrearles la perdición:

[Friedrich] mira a Teo como si fuera una gran promesa y considera energía todo su arsenal de maldades… [Teo] conoce los valores y os desprecia. Sabe ponerlos sobre el tapete pero como fichas de juego.

E. Jünger, El tirachinas, 54-55.

Se diría que a Mann el aspecto elemental le fascina y al mismo tiempo le aterroriza, de ahí que convierta en una tragedia la caída en lo elemental, la regresión a elementos primordiales, de una persona poseedora de un espíritu culto y elevado, quizá demasiado. Sería como un círculo que se cierra: de lo elemental a lo espiritual para caer de nuevo en lo elemental. Serenus escucha atónico a su joven amigo Adrian verter opiniones casi nietzscheanas sobre el origen de la cultura y la música. Para Serenus no hay alternativa a la cultura, salvo la barbarie. A lo que astutamente respondió Adrian:

La barbarie es lo contrario de la cultura, pero únicamente dentro del sistema de ideas que la cultura nos propone. Fuera de este sistema, es posible que lo contrario sea una cosa muy distinta o simplemente no haya contrario… Si la nuestra es una época de cultura, yo entiendo… que se está haciendo de la palabra ‘cultura’ un empleo excesivo. Quisiera saber si las épocas que han poseído verdaderamente una cultura han empleado la palabra. La ingenuidad, la inconsciencia, la naturalidad, me parecen el criterio básico del contenido que atribuimos a este nombre. Lo que nos falta es precisamente la ingenuidad y ese defecto… nos protege contra ciertas manifestaciones pintorescas de la barbarie compatibles con la cultura, e incluso con un nivel muy elevado de cultura… Nuestro plano es el de la civilización. Ella crea, a no dudarlo, una situación digna de encomio, pero es asimismo indudable que para ser capaces de vivir una vida culta, debiéramos ser mucho más bárbaros de lo que somos. La técnica y el confort permiten hablar de cultura sin tenerla.

Th. Mann, Doctor Fausto, 86-87

Por otra parte, a un escritor como E. Jünger no le asustaba la irrupción de lo elemental en la vida burguesa, al contrario, lo saluda con alegría y esperanza. Lo deseaba:

Los esfuerzos dedicados por el burgués a obturar herméticamente el espacio vital para evitar que lo elemental irrumpa en él son la expresión especialmente lograda de un antiquísimo afán de seguridad, afán que cabe observar por doquier en la historia del espíritu y también en cada vida singular… En ningún momento se sentirá impulsado el burgués a ir a buscar por su libre voluntad el destino en el combate y el peligro, pues lo elemental queda allende su horizonte; para el burgués lo elemental es lo irracional y, por tanto, lo inmoral sin más. Y así el burgués procurará siempre apartarse de lo elemental, tanto si se le aparece en las modalides del poder y de la pasión como si se le muestra en los elementos primordiales del Fuego, el Agua la Tierra y el Aire.

E. Jünger, El trabajador. Dominio y figura, 52


Mann y Jünger, ambos lectores de Nietzsche, lo interpretan de manera distinta. Mientras Mann se interesa por los procesos de decadencia (así lo afirma en Consideraciones de un apolítico) sin que le ciegue la admiración, Jünger atiende al carácter heroico, más dinámico de aventura y lucha. El mundo burgués exige entendimiento, diálogo, tolerancia, pero sobre todo racionalidad. Todo ello muestra, según Jünger, su debilidad interna. Lo que escapa a su idea de racionalidad es absurdo además de peligroso, de ahí el miedo burgués a la presencia de lo elemental en su vida. Para Jünger el espíritu burgués negocia, tolera, consiente, integra, consensúa, es por tanto cínico e hipócrita. El mundo de lo elemental, por el contrario, pone en marcha fuerzas renovadoras destructoras pero purificadoras.

La presencia de estas fuerzas elementales no resulta completamente tranquilizadora ni en Doctor Fausto ni en La montaña mágica, da la impresión de que se agarra al clasicismo como a un salvavidas, la cultura es la gran dominadora de lo elemental. Está lejos de aquellos autores que invocan y conjuran dichas fuerzas, lejos de la antigua tradición romántica alemana (recordemos que para Goethe el rasgo principal del romanticismo era su carácter enfermizo), de la que, por ejemplo, participa entre otros el escritor judeoalemán H. Heine, quien se sumerge en la cultura y folklore germánico y escucha las voces nunca muertas de un lejano pasado. Así comienzan sus Espíritus Elementales:

En Westfalia, la antigua Sajonia, no está muerto todo lo que ha sido enterrado. Al caminar por los antiguos robledales aún se escuchan las voces de tiempos remotos, allí se percibe el eco de profundas palabras mágicas, las cuales están más llenas de vida que toda la literatura del margraviato de Brandenburgo. Un temor respetuoso me cruzaba el alma la primera vez que paseé por estos bosques y llegué al antiquísimo Siegburg.

El voluntarismo, lo instintivo y elemental, forman parte de la vida cultural, pero se diría que a Mann le disgusta concederles demasiados derechos, de ahí sus dos objeciones capitales contra el gran autor de los Ditirambos a Dioniso:

Tal y como yo lo veo, dos son los errores que perturban el pensamiento de Nietzsche y que lo vuelven funesto. El primer error es un desconocimiento completo, y hay que suponer premeditado, de las relaciones de poder entre el instinto y el intelecto en la tierra, como si el intelecto fuera lo peligrosamente dominante y hubiera llegado el momento de salvar de él al instinto…El segundo de los errores de Nietzsche es la relación enteramente falsa que él establece entre la vida y la moral, tratándolas como si fueran antítesis. Vida y moral van juntas. La ética es apoyo de la vida, y el hombre moral es un buen ciudadano de la vida, tal vez algo aburrido, pero sumamente útil. La verdadera antítesis es la que se da entre ética y estética. No es la moral, sino la belleza la que está vinculada a la muerte, como han dicho y cantado muchos poetas.

Th. Mann, La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, p. 115-116

Al final de su estancia en el sanatorio, el clima se le hacía a Hans Castorp ya profundamente irrespirable, más allá de la amarga experiencia de la muerte de Peeperkorn, la marcha de Clavdia Chauchat, o de la sesión de espiritismo, distintos episodios de una especie de locura o histeria colectiva hacían siniestra la vida en la montaña. En medio de esta vorágine sobreviene el duelo entre Settembrini y Naphta, con el suicido de este. El ambiente se vicia, las nubes se agolpan angustiando al joven, convertido ya en un hombre adulto. El sueño ha durado demasiado. Se hace necesaria la irrupción de la tormenta que purifique el aire y devuelva al joven al mundo que abandonó hacía siete años. Y de la misma manera que en la última escena de El oro del Rhin el martillo de Thor golpea la bóveda celeste para purificar el aire irrespirable, el trueno de una lejana tempestad todavía en la periferia de Europa pero que no tardará en barrerla llega a Davos y despierta a Hans Castorp de su sueño iniciático que había durado siete años.


El abismo donde los corales crecen.

El Leviatán, de Joseph Roth



Abrumado por el calor veraniego, acuden muchas imágenes a mi imaginación. La sensación de asfixia, las oficinas apenas activas, los establecimientos cerrados unos por vacaciones y otros por la crisis económica despiertan en mi mente la imagen de las calles desiertas y los negocios cerrados a cal y canto bajo el peso de los rayos del sol en la Argelia descrita por Albert Camus en La peste. No hablemos, por favor, de las noches asfixiantes que pasamos envueltos en denso aire, sudor y oscuridad. Entonces, la evocación vendrá de Ruyard Kipling y su relato La ciudad de la noche atroz. Quizá haya lugares en los que agosto no sea realmente un mes, sino uno de los anillos del Infierno de Dante, porque con el calor, viene aparejado un sufrimiento aún mayor, semejante, aunque sea en mucho menor grado, al de las almas en pena.

Dicho esto, me complazco en dirigir mis pensamientos a otra parte.

La presencia de lo primordial y de lo demoníaco, del Demonio mismo, en la cultura europea es notable. La evocación romántica del paisaje nos persuadirá enseguida del encuentro sublime (que no bello) entre el hombre y la naturaleza. Éremos, montañas y bosques… y también los mares.

Ernst Jünger nos recuerda en su Emboscadura que hay una equivalencia simbólica entre el bosque (para él la sede simbólica de las fuerzas primordiales y hogar del emboscado) y el mar; que de hecho, en el mito, siempre portador de valores intemporales, bosque y mar se unifican. Es, en el fondo, la historia ancestral de Dionisos y los piratas tirrenos que se canta en los Himnos Homéricos: lo extraordinario procede del mar. Los inconscientes piratas raptan a un niño aparentemente inofensivo (en realidad el dios Dionisos) que se transforma en león y los devora, previamente el mástil del barco se convertía en una cepa de vid y las maderas de la embarcación exudaban vino… o sangre. Los marineros que en su desesperación saltaron por la borda para escapar a su destino, se convirtieron en delfines. Lo extraordinario siempre viene del mar. El hombre, recuerda Jünger, busca su fuerza en el mar y en el desierto. Se trata de un entorno amenazador, pero en él se muestran y se adquieren poderes sobrehumanos. Se despiertan las fuerzas primordiales. La mitología no hace sino enfatizar la fuerza de lo primordial. El mar es imagen de este poder primordial inagotable, fuente de vida, de fuerza y de poderes originarios. El titanismo de la vida moderna, con la imagen del Titanic cruzando los océanos que inaugura el siglo XX, no podrá hacer frente a las fuerzas elementales cuando estas se manifiesten, por ejemplo al paso de un iceberg. (Emboscadura, 13 y 15)

El mar aparece entonces como la imagen primordial absoluta, como la encarnación demoníaca de la naturaleza, de los poderes de la naturaleza, y el propio Nietzsche, un hombre oceánico, se identifica con él en su Zaratustra (De los Sublimes), exclamando:

Silencioso es el fondo de mi mar: ¡quién adivinaría que esconde monstruos juguetones! Imperturbable es mi profundidad: mas resplandece de enigmas y risas flotantes.

El mar es imagen del abismo lleno de poderes y presencias ocultas, fuerzas ocultas que a menudo se revelan verdaderamente artísticas y creadoras, como observamos al examinar un mineral, una perla natural o la formación de corales. Fuente de los poderes ocultos que generan vida, la naturaleza es también artífice, artesana, creadora. El hombre que lo ve se siente llamado a intentarlo, quiere crear, quiere ser artista de la misma manera que ella y la imita, tal cosa nos recuerda Hugo von Hofmannsthal en una deliciosa escena ambientada en Venecia, esa ciudad que algún día devorará el mar.

Enfrente había una tienda pequeña, allí titilaban mariposas y conchas verdes y azules, especialmente conchas de nautilo que son de nácar y tienen forma de cuerno de carnero. Me paraba delante de cada tienda, yendo y viniendo entre esas criaturas que ni siquiera de noche dejan escapar la vida de la luz, y me moría de ganas de producir algo semejante con mis manos, de crear algo dentro de mí desde la efervescente felicidad y de arrojarlo fuera. Igual que el aire húmedo y ardiente de la playa de una isla genera espontáneamente a la fulgurante mariposa, igual que el mar, con la luz demoníaca sepultada bajo su peso, crea la perla y el nautilo y los arroja fuera, quería yo crear algo que brillase con el placer interior de la vida y arrojarlo detrás de mí cuando me arrastrase la imparable y arrebatadora caída de la existencia. Y yo sentía las fuerzas obscuras, pero no sabía aún lo que debía hacer.

Hugo von Hofmannsthal, Recuerdo de días hermosos, 59-60

En efecto, la naturaleza (como bien sabía Goethe) tiene su propio proceso creativo, de transformación, visible en la geología o en las plantas, pero también en el nacimiento de las perlas o las formaciones coralinas. Desde tiempo inmemorial el hombre ha estudiado estos procesos, y a veces, ha creído poder imitarlos, o incluso influir en ellos. En este sentido podemos hablar de un procedimiento natural de creación existente en la naturaleza, que el hombre trata de imitar o de acelerar artificialmente, como ocurre con la transformación de los metales y el nacimiento de la alquimia (Mircea Eliade, Herreros y alquimistas).

Por tanto, es pertinente creer que ciertas profesiones de artesanos y artistas tienen algo de mágico, de transgresor y de peligroso. Se corre siempre el peligro de querer manipular la naturaleza en función de intereses particulares (y así nace la magia), intereses que son egoístas; es acuciante el peligro de caer en la tentación y emplear las obras de la naturaleza para el mal, para seducir, para engañar.

Hay un maravilloso relato que lleva por título El Leviatán y que fue escrito por Joseph Roth (1894-1939), en él se cuenta la historia de un artesano judío, llamado Nissen Picnenik, comerciante de corales en la ciudad de Progrody, y cómo fue seducido por el Diablo, encarnado en un comerciante húngaro, para que vendiera corales falsos e incrementara sus ganancias. Fue tentado por la avaricia. Ciertamente, dicho artesano judío trabaja con corales, corales auténticos. El trabajo no era fácil ni barato pero merecía la pena. La belleza resultante de su actividad era inigualable, porque los corales son el producto del tiempo y la acción del mar. Sin embargo, un día –como decimos- apareció el tentador, y decidió emplear corales falsos mezclados con los auténticos, cosa sin duda más pecaminosa aún, que usar sólo los falsos, pues de esta manera profanaba la obra maravillosa de la naturaleza, y por supuesto habría de pagar por ello.

De los artesanos judíos la tradición centroeuropea cuenta historias maravillosas y taumatúrgicas, en parte de ellas da fe el propio Roth en otra obra titulada Judíos errantes; pero sólo hemos de recordar el ambiente misterioso de El Golem (la novela de Gustav Meyrink) o los autores clásicos de literatura yiddish. A los artesanos judíos les envuelve una aureola de sacralidad. Leo Naphta, uno de los personajes más impactantes de La montaña mágica de Thoman Mann, es cristiano converso, su padre Elia Naphta era uno de estos hombres santos, capaces de hacer milagros, y su oficio de matarife era más bien una vocación religiosa:

Su padre…había sido shohet, matarife según el rito judío, oficio muy diferente del que ejercía el carnicero cristiano, que era comerciante y artesano. No así el padre de Leo, que tenía un cargo de funcionario prácticamente equivalente al de un sacerdote. Elegido por el rabino por su destreza y su devoción, autorizado por él para degollar el ganado según la ley de Moisés y de conformidad con los preceptos del Talmud, Elia Naphta…tenía él mismo algo de sacerdotal, una solemnidad que recordaba cómo, en los tiempos antiguos, degollar el ganado había sido misión del sacerdote. … En realidad, Elia Naphta había sido un soñador y un pensador; no sólo un estudioso de la Torá, sino también un crítico de las Escrituras, cuya interpretación discutía con el rabino, y con frecuencia terminaba peleándose con él. En su comarca –y no sólo entre sus correligionarios- era considerado una persona especial, alguien que sabía muchas más cosas que la mayoría, en parte por su naturaleza espiritual pero en parte también de una manera un tanto oscura que, sea como fuere excedía los límites del orden normal. Había en él algo extraño, sectario, como si fuera un elegido, un Baal-Schem o un Zaddik –es decir, un taumaturgo-, por cuanto, según se decía, una vez había curado realmente a una mujer aquejada de una terrible erupción cutánea, y otra vez a un joven que padecía convulsiones, en ambos casos a base de sangre y de recitar determinados versículos.

Thomas Mann, La Montaña Mágica, 638-639

Pero volvamos a Nissen Picnenik, que no es sino un judío iletrado de Progrody, su negocio y su obsesión es la venta y manipulación de corales.

Nissen Piczenik no tenía una tienda abierta al público. Tenía el negocio en su casa, es decir: vivía con los corales, día y noche, en verano y en invierno, y como, lo mismo en su salita que en su cocina, las ventanas daban al patio y además estaban guardadas por gruesas rejas de hierro, reinaba en la casa una penumbra bella y misteriosa que recordaba al fondo del mar, como si los corales crecieran allí y no como si se vendieran. En efecto, por un singular y francamente intencionado capricho de la Naturaleza, Nissen Piczenik, el comerciante de corales, era un judío pelirrojo, cuya perilla de color cobre recordaba una especie de alga rojiza y daba a todo aquel hombre un parecido sorprendente con un dios marino. Era como si él mismo crease o plantase y cogiese los corales con los que comerciaba….

Nissen Piczenik sentía realmente una ternura familiar por los corales. Muy alejado de las ciencias naturales, sin saber leer ni escribir… vivía en el convencimiento de que los corales no eran algo así como plantas, sino animales vivos, una especie de animales marinos rojos y diminutos… y ningún profesor de oceanografía hubiera podido desengañarlo. En efecto, para Nissen Piczenik, los corales seguían viviendo después de ser serrados, tallados, pulidos, clasificados y ensartados. Ya tal vez tenía razón. Porque veía con sus propios ojos cómo sus rojizas sartas de corales comenzaban a palidecer poco a poco en el pecho de las mujeres enfermas o enfermizas, pero conservaban su esplendor en el de las mujeres sanas.

Joseph Roth, El Leviatán, 12-13

Para él, su trabajo era una especie de contemplación religiosa de las obras de la Creación. No le interesa la biología ni saber qué clase de criatura era un coral, para Piczenik no tenía sentido preguntarse si los corales son minerales, animales o vegetales.

Tenía su propia teoría, muy especial, sobre los corales. En su opinión eran… animales marinos que, en cierto modo sólo por inteligente modestia, fingían ser árboles y plantas, a fin de no verse atacados y devorados por los tiburones. Era ardiente deseo de los corales ser cogidos y llevados a la superficie de la tierra, tallados, pulidos y ensartados, para servir finalmente al verdadero fin de su existencia: ser joyas de las hermosas aldeanas. Sólo allí, en el cuello blanco y firme de las mujeres, en la proximidad más íntima de la arteria palpitante, hermana de los corazones femeninos, los corales revivían, adquirían brillo y hermosura y ejercitaban su mágico poder innato de atraer a los hombres y despertar pasiones amorosas. Verdad era que el viejo Dios Jehová lo había creado todo, la tierra y sus animales, los mares y todas sus criaturas. Sin embargo, al Leviatán, que se enroscaba en el fondo primitivo de las aguas, el propio Dios había confiado por cierto tiempo, es decir hasta llegada del Mesías, la administración de los animales y plantas del océano, y especialmente de los corales… Todos los habitantes de Progrody y sus alrededores estaban convencidos de que los corales son animales vivos y de que el Leviatán, el pez original, vigilaba bajo los mares su crecimiento y conducta. No se podía dudar de ello, puesto que lo había dicho el propio Nissen Piczenik.

Joseph Roth, El Leviatán, 13-15

Se sabe llamado a una labor superior, a tratar con esos materiales enigmáticos y milagrosos que son los corales, de los que resultan joyas poderosas, mágicas, auténticos talismanes. Al mismo tiempo siente auténtica nostalgia por el mar, por lo primigenio; se siente interesado, atraído por los abismos marinos, y así nos lo hace saber J. Roth: “La nostalgia del mar, la patria de los corales, la llevaba en el corazón”, p. 23 Nostalgia esta que nunca se extingue, que le lleva a preguntar a marineros que han visto el mar las preguntas más ingenuas imaginables, a desear cruzar el Atlántico, pero sobre todo indagar a orillas de las corrientes de agua, ríos o pantanos, por si este elemento primordial quisiera comunicarle algún arcano secreto procedente del lugar donde crecen los corales, de las profundidades abisales custodiadas por el gran Leviatán en el fondo del mar primordial. En su cabeza todas las corrientes y mares del mundo forman parte de un único y antiquísimo mar primigenio.

Pero un mal día –como ya hemos adelantado- Nissen Piczenik se encontró para su desgracia con el comerciante Jenö Lakatos, de Budapest, quien le persuade de comerciar con corales sintéticos, fabricados de celuloide.

De esta forma tentó el diablo al comerciante de corales Nissen Piczenik por primera vez. El diablo se llamaba Jenö Lakatos, era de Budapest e importaba los corales falsos a tierras rusas, unos corales de celuloide que, cuando se encienden, arden tan azuladamente como la cortina de fuego que rodea el infierno… Y el diablo sugirió al honrado comerciante de corales Nissen Piczenik la idea de mezclar corales falsos con los auténticos... Nissen Piczenik, seducido y cegado por el diablo, mezcló los falsos corales con los auténticos, traicionándose así a sí mismo y traicionando a los auténticos corales.

Joseph Roth, El Leviatán, 53-54

No en vano el diablo es padre de la mentira, ahora Nissen Piczenik emprende un camino peligroso y un pecado lleva a otro, pues se sirve de corales falsos para combinarlos con los auténticos, y como hemos dicho “mezclaba lo auténtico con lo falso… y eso era aun peor que si no hubiera vendido más que lo falso”. Como era de esperar, las consecuencias no tardan en llegar en forma de un castigo, en el que de manera terrible una vida inocente habrá de ser sacrificada por los pecados de otra persona.

Un día vino el rico cultivador de lúpulo a casa de Nissen Piczenik y le pidió un collar de coral para una de sus nietas, contra el mal de ojo.

El comerciante de corales ensartó un collarcito de corales de celuloide, exclusivamente falsos, añadiendo: “Son los corales más hermosos que tengo”.

El campesino pagó el precio apropiado para corales verdaderos, y se fue a su pueblo.

Su nietecita murió una semana después de haberse colgado del cuello los falsos corales, una horrible muerte por asfixia, de difteria. Y en el pueblo de Solovietzk, en donde vivía el rico cultivador de lúpulo… se difundió la noticia de que los corales de Nissen Piczenik, de Progrody, traían mala suerte y enfermedades.

Joseph Roth, El Leviatán, 55

Esta fue la primera de una cadena de desgracias y de muchas más muertes por difteria que fueron atribuidas a los funestos corales. De alguna manera la muerte del inocente recuerda a la muerte de los inocentes en otras circunstancias mefistofélicas (Gretchen, en el Fautsto de Goethe o el niño Nepomuk en el Doktor Faustus de Thomas Mann) Nuestro comerciante de corales se arruinó, su buen nombre desapareció, la gente evitaba su compañía y le negaba el saludo como si fuera un ser nefasto, su mujer murió y su vida se confinó -durante un tiempo- a la taberna, para escándalo de sus correligionarios. Mientras tanto, el embaucador Lakatos se había enriquecido vendiendo corales falsos y robándole la clientela al desafortunado judío.

Desengañado, resucita en él la nostalgia por el mar originario y el gran Leviatán, de manera que reduce sus corales falsos a cenizas, no sin antes asegurar al diabólico húngaro que su interés de ahora en adelante irá únicamente a corales que sean verdaderos. Para ello, recurre a la huída, desea cruzar el Atlántico hasta América, antiguo sueño del anciano judío gestado al hilo de las conversaciones con viajeros y marineros, y a tal fin embarca en el Fénix. Su huida es un ansia de infinito, de unión con lo absolutamente Único, de reencuentro con lo Absoluto, materializada aquí en la figura del océano. Por eso, el trágico final del barco, que se hunde en las profundidades del mar, no es tal para el viejo Piczenik. Muy al contrario, ese final representa el regreso al origen, a las aguas primordiales, con sus amados corales.

Sin embargo, en lo que a Nissen Piczenik se refiere, que se hundió entonces también, no se puede decir que se ahogara sencillamente como los otros. Más bien… volvió a casa con sus corales, en el fondo del océano, donde se retuerce el poderoso Leviatán. Y, si hemos de creer el relato de un hombre que, por un milagro… escapó a la muerte, tendremos que decir que Nissen Piczenik, mucho antes de que estuvieran llenos los botes salvavidas, se tiró al agua por la borda para reunirse con sus corales, con sus corales auténticos…. Su puesto estaba entre los corales y… el fondo del océano fue su única patria.

Joseph Roth, El Leviatán, 64

Roht nos dice que allí descansará hasta la llegada del Mesías, como otros héroes del viejo folclore europeo, que se encuentran confinados en cuevas y montañas hasta el final de los tiempos por haber traspasado toda medida humana en su ansia de unión con el infinito o en su deseo de servirse o superar con su arte a la naturaleza divina. En esta obra se condensan muchas más cosas que antiguas y hermosas leyendas yiddish, lo prometeico y fáustico de la misma la emparentan con las mejores obras de la tradición alemana. Sumergido en estos pensamientos marinos y coralinos he tratado de esquivar el calor de estos días. De la trágica vida del infortunado Joseph Roth, fulminado por las terribles fuerzas infernales que se abatieron sobre el mundo en 1939, han quedado diversos testimonios del propio autor (cartas y los artículos que conforman La filial del Infierno en la tierra), además del libro de Soma Morgenstern, Huida y fin de Joseph Roth), pero merece ser tratada -merece ser llorada- en otra ocasión.