lunes, 15 de octubre de 2012

La senda de Rodrigo y Arturo





Semanas atrás soñaba con el otoño y sus tonalidades doradas, anaranjadas y rojizas; la cegadora luz blanca del verano y la pesada atmósfera de agosto me mantenía en un estado de repliegue bajo de unos días sin nubes ni viento que pesaban como cadenas. Ahora que la opresión de un aire llameante empieza a ceder regresan también los deseos de pasear y volver a pasar los ojos por aquellos libros que son como retazos de una patria perdida que uno ansía volver a ver antes del último día. De entre esos libros, que tanto significan, he rescatado algunos poemas épicos que he ido  leyendo a lo largo del tiempo. Siento desilusionar a quienes sin duda me achacarán alguna perversión política, pero amo la épica, lo cual es tanto como decir que amo el heroísmo y veo en la lucha, con tal de que sea noble, la oportunidad de elevarnos por encima de la tierra.

En mi intento de salir de la vorágine diaria vuelvo a las fuentes de la creación y regreso a la epopeya y al romancero. Desfilan ante mí sobrecogedores sueños que anuncian terribles males, como el que revela a don Rodrigo la ruina de su reino, un sueño entre música misteriosamente armónica y una sirvienta más enigmática aún de nombre Fortuna que desvela el enigma al desventurado rey. La penitencia de don Rodrigo es sumamente llamativa: enterrado en vida con una monstruosa serpiente de varias cabezas. Los augurios y los sueños abundan y hasta se mezclan, el extraño sueño del último rey godo ocurre casi en estado de vigilia, y parece que la naturaleza misma se está conmoviendo (los vientos son contrarios, la luna está crecida). En el viejo romancero castellano palpitan ecos antiguos, como en el caso del sueño de la dama cuyo caballero muere en Roncesvalles, y que ve cómo un águila devora un azor. Semejante augurio contempla Nuño Salido, ayo de los infantes de Lara. 



Las fuerzas de lo primordial afloran con fuerza, la llamada de la sangre y la venganza, el poder irresistible del juramento y el orgullo indomable del guerrero. De entre estas fuerzas elementales la venganza es la fuerza más terrible y fiera: es responsable de la pérdida de España, perdura en las nuevas generaciones como cuando Mudarra venga a sus hermanastros los infantes de Lara, a los que ni siquiera había conocido. Un juramento es grave y obliga hasta lo insospechado y es un mal juramento lo que enemista a Alfonso el Casto y Bernardo del Carpio, al Cid y al rey Alfonso. La independencia y orgullo de los héroes del romancero castellano alcanza fácilmente la soberbia, y así el Cid no se arrodilla ni ante el Papa, “por besar mano de rey no me tengo por honrado/ porque la besó mi padre me tengo por afrentado”; Bernardo del Carpio reta orgulloso al rey a que asalte personalmente su castillo, y todo ello actuando siempre en nombre y para beneficio del propio rey al que se ha desafiado. Las afrentas al honor se castigan de modo inexorable, como en el caso del conde de Saldaña encerrado de por vida por engendrar un hijo con Jimena, la hija de Alfonso el Casto; también la muerte del conde Lozano a manos de un Cid juvenil por la afrenta cometida en la persona de su padre; aun teniendo perfecto derecho a ser el vengador paterno se casa con Jimena para compensarla de la pérdida: “hombre quité y hombre doy”


Paseo los ojos por estos antiguos caminosde polvo, sudor y hierro. Casi puedo decir sin temor a equivocarme que el mundo real es todo menos épico; de hecho bien podría decirse que nuestro tiempo es probablemente la edad más antiheroica que haya existido jamás. Si bien es difícil acabar con lo heroico, puesto que siempre ha habido héroes e incluso en los momentos más oscuros brilla la virtud, hemos de admitir no obstante que la vida cotidiana no es el hábitat natural del héroe, puede serlo del pícaro y de una serie de antihéroes, pero en nuestro mundo alcanzamos el plebeyismo, más natural, mucho antes que la nobleza, la incómoda sospechosa a la que hay que combatir y ridiculizar.  Solamente la epopeya es el único lugar donde los héroes de triste figura no son vistos como una incongruencia ridícula y dolorosa. Precisamente porque si los hechos que se narran ocurrieron alguna vez, éstos se han deformado considerablemente, es decir, casi pertenecen al terreno de la fantasía. Todo ello me anima a releer más allá del viejo romancero castellano.
También a través de otras tradiciones vemos que el medio natural de la epopeya es la trasmisión oral, bardos guerreros y aedos ciegos cantan hazañas para generaciones enteras que no habían nacido aún; las consecuencias que sufre la tradición épica en su traslado a la cultura escrita no son siempre buenas. Normalmente las tradiciones heroicas se ponen por escrito cuando éstas agonizan y la memoria se ha vuelto débil, ya que la oralidad va a dejar de ser pronto su vía de transmisión  y hay que garantizar su pervivencia mediante la escritura. Las tradiciones épicas son muchas y muy diferentes entre sí. Sin embargo hay elementos de afinidad por doquier: el buen nombre y la memoria de sí, el amor por los hechos esforzados, la lucha contra el destino, la personalidad trágica, una relación especial entre el héroe y Dios o los dioses, la victoria final incluso la victoria por la muerte.

Gracias a Homero tenemos las personalidades heroicas más apasionantes de todos los tiempos. Basta recordar a Aquiles y Héctor. Precisamente en la Iliada vemos la voluntad unificadora de un genio creador. Aquiles es un héroe por naturaleza (mientras Héctor lo es por obligación), es Aquiles quien desea que su nombre perdure eternamente, pero no es el único cuyo deseo de un buen nombre y fama le lleva a realizar hechos memorables, porque como recuerda el poema de Fernán González: El uiçioso e el lazrado amos an de moryr,/ el vno nin el otrro non lo puede foyr,/ quedan los buenos fechos, estos han de vesquir,/dellos toman enxyenplo los que han de venir. Ecos de viejos cantares guerreros afloran en el Libro de Samuel cuando leemos la canción: Saúl ha matado a mil, pero David ha matado a diez mil.


Esta constante tensión hacia lo sublime hace que veamos con claridad el parentesco de la epopeya con la tragedia más oscura en la que los más fieros enemigos son de la misma sangre; recordemos el cantar de Hildebrando en el que se canta cómo lucha padre contra hijo. La venganza de Krimilda se dirige contra sus propios hermanos, sabe que su muerte causará también la de Ute, la matriarca del clan. Arturo lucha contra su hijo. Estas personalidades que exceden la medida sobrepasan claramente los límites humanos. Aquiles conoce su muerte con anticipación y pese a todo lucha. Nadie negaría que Héctor y también Príamo son figuras trágicas. Finalmente Aquiles en el mundo de los muertos renuncia a la gloria y añora la vida. En medio del dolor y del odio a muerte florece el respeto por el rival, con devoción se lee que Aquiles devuelve el cadáver de Héctor y honra a su padre; que Fernán González devuelve los cadáveres del rey de Navarra y del conde de Tolosa con todos los honores; y los burgundios son respetados por sus enemigos en los Nibelungos.
A veces la injusticia se abre paso y el Cid es desterrado, Rodrigo pierde España, Roldán es traicionado; Héctor muere, Troya cae. Pero finalmente se ven cosas asombrosas, el héroe puede vencer después de muerto como El Cid o llegar a conocer a los dioses como en los Nibelungos y la tradición homérica, o en el poema del conde Fernán González, que cuenta con la ayuda de Santiago contra los moros. Sabios, profetas y magos forman parte de las amistades del héroe, como Frikke y Volker en los Nibelungos o el abad Pelayo que profetiza grandes hazañas al conde Fernán González en su primera visita al monasterio de San Pedro de Arlanza o Merlín en el ciclo artúrico. Entre estos bardos hay también quienes tienen la condición de héroes, en momentos maravillosos la epopeya invade la epopeya. La epopeya se muestra a veces dentro de la epopeya y hay bardos que aparecen en la corte de los reyes, así en los poemas homéricos o través de personajes como Volker en los Nibelungos y Osián, poeta y héroe. A los poderosos amigos entre dioses y mortales se puede unir una espada mágica invencible, como la Excalibur de Arturo, la Durandarte de Roldán o la Balmong de Siegfried, o la espada de Goliath que blande el joven David. A veces hay un extraño y temerario sentido de invulnerabilidad que acarrea a la larga la perdición de héroes como Siegfrido o Aquiles. La vulnerabilidad viene acarreada del fracaso en la confianza, y aquí entran los grandes traidores como Ganelón en el Cantar de Roldán, Hagen en los Nibelungos o los hijos de Witiza y el conde don Julián en la pérdida de España. Finalmente un halo de misterio rodea la figura de un desgraciado rey que desaparece sin dejar rastro, llevándose consigo la esperanza aunque quizá para volver algún día; así ocurrió con Arturo o Rodrigo, como en tiempos mucho más antiguo le sucedió al rey Rómulo. De la grandeza de la épica aprendieron muchos escritores, y así vemos el tema de los Infantes de Lara aflorando en el teatro español y la figura de Rodrigo que reaparece en El Puñal del Godo de Zorrilla. También novelistas de desigual genio y fortuna, como Tolkien (cuyas fuentes nacen en la saga germánica, la tradición artúrica, y el Beowulf), como Gogol cuando levanta un monumento a Homero al escribir Taras-Bulba, como Fr.Hebbel al recrear el mundo de los Nibelungos (y lo mismo con los libretos de R.Wagner).

Así, llevado a lejanos escenarios, fui sobrellevando los asfixiantes calores veraniegos en una edad no heroica.

domingo, 22 de abril de 2012

DE DIONISOS A DRÁCULA A TRAVÉS DE UN MAR DE SANGRE



“Me gustan las sombras y que todo esté oscuro, y nada me complace tanto como estar a solas con mis pensamientos”.

Interesante afirmación de Drácula ante J. Harker. Es un error pensar que la novela de Stoker se encuentra destinada hoy día sólo al lector juvenil o al aficionado a la literatura fantástica. Se trata de una novela inmortal mucho más profunda que la superficial ramplonería en que ha caído el relato vampírico hoy en día. El autor consigue evocar sin lugar a dudas esa presencia misteriosa, ese aliento sobrenatural e inquietante, que se percibe en la Naturaleza. Aquí vemos la continuidad con la tradición romántica. Una simple descripción de la futura mansión del célebre conde en Carfax es sumamente sugerente y evocadora. Las ruinas y los cementerios, tan comunes en la literatura romántica, no son solo el lugar de reposo en que el alma agotada se recupera de su propia exaltación, sino que pueden ser también la sede de innumerables poderes ocultos que acechan y que al mismo tiempo fascinan e hipnotizan.
Naturalmente Stoker encuentra un gran apoyo en el prolijo acervo de creencias populares en torno a vampiros y fantasmas. Pero esto no es más que la excusa que sirve al autor para trazar su plan. La atracción de la naturaleza puede ser fatal, como cuando J. Harker está a punto de morir en un bosque cercano a Munich durante una tormenta de nieve. Una extraña fascinación le había llevado a adentrarse en el bosque apartándose de la seguridad que le ofrecía el camino justo al empezar el ocaso. Magistral resulta también su capacidad para unir sensualidad y muerte, sin duda una forma literaria de plasmar la misteriosa atracción por la aniquilación que experimenta toda criatura viva en su deseo por volver al origen. No es mero erotismo carente de elegancia, aquí es un medio para dejar clara la atracción invencible que ejerce la muerte, es decir, el ansia de lo absoluto.

El estudio de los casos de locura también merece atención en esta novela. Sin duda nos encontramos de nuevo con la tradición romántica; es como si sólo la mente perturbada o enferma pudiera descorrer el velo y aceptar lo terrible de cierta verdad oculta. La atención con que el doctor Seward estudia el caso de Renfield recuerda a la prolijidad con que Waidlinger estudiaba a Hölderlin y anotaba todas sus reacciones, los grandes héroes románticos también caen en la locura y es entonces cuando alcanzan la plenitud de lo absoluto. Resulta sugerente que sean hombres de ciencia en esta novela (Seward, Van Helsing) o perfectamente cabales y nada supersticiosos (los Harker, Lord Arthur, Q. Morris) los que se encuentran inmersos en una situación de pesadilla. Al fin y al cabo lo que se pretende es hacer ver que la razón tiene, por inesperado que pueda ser, sus límites; que el verdadero conocimiento no es sólo racional, sino que hay que reconocer el valor de la intuición, de la tradición (aun apareciendo bajo la forma degradada de superstición), del instinto. También hay que admitir aquello que contradice los sabios consejos de la razón, y que se puede llegar a identificar con lo demoníaco o lo sobrenatural.






El famoso episodio de la última travesía del Demeter, el carguero que lleva en sus bodegas tan infame carga, merecería una novela propia. No es extraña ni desconocida la historia de barcos fantasmas. En Moby Dick se hace mención a un barco así. En Las aventuras de Arthur Gordon Pyn también aparece una nave a la deriva cuyos tripulantes han muerto. El mar es una fuente constante de terror. En Capitanes Intrépidos un ahogado emerge para recuperar su navaja. Pero en el caso concreto de la terrible historia del Demeter me parece ver la huella de los clásicos, y el destino de carguero ruso que lleva a Drácula se asemeja mucho al que sufrió el barco pirata que trasladaba a Dionisos, cuya tripulación cae asesinada por el dios, que había adoptado la forma de un terrible león, como nos cuenta el homérico Himno a Dionisos.  


Lejanos ecos de otros tiempos vuelven a la vida en esta magnífica novela, escuchamos las voces de seres expulsados de nuestro mundo desde hace siglos por el triunfo de la razón y la ciencia, pero cuya presencia se percibe aún como un susurro en la hora más oscura, o en lo más profundo de un sueño convertido en pesadilla.