domingo, 29 de enero de 2012

"Hojoki", del monje-poeta Kamo no Chomei. Pavorosas visiones del fin, quiebra del orden y la cultura




Personalmente me complazco en las llamadas casualidades, parece una forma burlona con que lo Desconocido se manifiesta. La casualidad tiene algo de enigma, como si una divinidad se dejara intuir sin mostrarse, señalando una dirección sin desvelarla por completo pero subrayada por un hecho inesperado. Cuando leemos, si lo hacemos en serio, es decir, sin ánimo únicamente de matar el tiempo sino persiguiendo un goce más espiritual, no tardamos en recibir llamadas de dioses desconocidos que juguetean con nosotros mandándonos sus misteriosos oráculos por entre las líneas de nuestros textos sagrados. A veces el mensaje cae en el olvido, la semilla resbala a los lados del camino y se la comen los pájaros, otras veces consigue echar raíces y poco a poco se hace como en la parábola del árbol de la mostaza. Algo así ha sucedido sin duda muchas veces y nuestra mente se ha ido poblando de ideas, de profetas, de mares y abismos profundos, de seres en permanente transformación, de visiones oníricas.
El paisaje desolado, el paisaje de ruinas por entre el que se abre paso un solitario caminante está hondamente arraigado ya entre los sueños más antiguos de la infancia, y vuelve una y otra vez de manera recurrente y aparentemente casual. No es necesaria la contemplación de las ruinas que abruman al artista como en la famosa pintura de Füssli. La simple visión de una ventana rota, una casa desvencijada con sus muros vencidos por el tiempo y conquistados por la vegetación silvestre podría llegar a inspirar versos semejantes a los Poemas del Ocaso de Georg Trakl. Kafka menciona en su diario la imagen onírica de un niño sobre un paisaje en ruinas. Recordamos, sin duda, haber soñado con ambientes familiares que de repente aparecen despoblados o habitados por seres desconocidos (los monstruos de nuestra infancia), con un incendio que iluminaba el cielo en plena noche de nuestra ciudad desierta como por obra de una maldición. No es una pesadilla individual, sino la pesadilla colectiva de muchos. La ciudad vacía y en ruinas, muerta, podemos verla en la imagen cinematográfica de Stalker de la que casi podría decirse que fue una profecía del cataclismo real de Chernobyl, después descrito por la poetisa Liubov Sirota. Quizá Tarkovski no haya sido aquí tanto una especie de profeta como el portador de una imagen ancestral arraigada en el alma humana.

Una de las extrañas casualidades a las que soy aficionado puso en mis manos una reciente traducción de la obra Hojoki del poeta japonés del siglo XIII Kamo no Chomei (recién publicada por Insel Verlag en modélica traducción de Nicola Liscutin que añade un completo epílogo sobre la vida, obra y época del poeta). Este es sin duda uno de los grandes escritores de la literatura antigua japonesa y uno de sus más celebrados anacoretas y hombres santos budistas. El trasfondo cultural y político, complejo y agitado, en el que se desarrolló su vida de renuncia, debe ser entendido desde el punto de vista del pensamiento finalista y escatológico del budismo. Kamo no Chomei vivía al final de la edad del mundo, cosa visible en el decaimiento de las costumbres, la conculcación del derecho, el gusto por lo material y el olvido de la doctrina religiosa por todas las gentes, incluso por los monjes y sacerdotes. Este poeta, degradado de su posición sacerdotal por los cambios políticos recientes a los que no era ajeno el traslado de la capital, decidió abandonar todo contacto con el mundo y retirarse a las montañas para vivir como un desterrado, buscar la paz y renunciar a un mundo agotado que se destruía a sí mismo despreciando los ideales más sagrados de la civilización. De alguna manera tiene un parentesco lejano con los ermitaños de la novela jüngeriana Sobre los acantilados de mármol.


El tema de su obra no es sino la exaltación de la vida anacorética frente a un mundo que se consume en lo material, que queda reducido a ruinas, se deshace y muere. Impregnado de los ideales budistas de renuncia a un mundo que degenera y decae, el poeta Kamo no Chomei muestra un devastado paisaje en ruinas, el mundo en su última edad, destruido por la acción de la naturaleza, por los terremotos, maremotos e incendios y castigado por la propia maldad humana, la ambición, el hambre y la guerra. El poeta, además, pertenece a la cultura de sacerdotes y poetas cortesanos que comienza a desaparecer mientras emerge una edad de hierro, una nueva época, cruel y más dura, de señores feudales y guerreros que anuncia la última edad de la decadencia y el fin que anuncia la escatología budista. Incluso la literatura ha cambiado, y frente a la sensibilidad poética de la que todavía forma parte el autor de Hojoki surge el cantar guerrero de los grandes clanes, como el Heike Monogatari. Este hombre renuncia, por tanto, a vivir en un mundo hostil que desprecia aquello que eran los ideales más sagrados de la existencia y que ahora promulga otros nuevos basados en la idea de que quien tiene el poder tiene también la razón. El antiguo poeta cortesano se retira a un abrigo de la montaña y contempla el mundo desde lejos, el vaivén de quienes se afanan en perseguir bienes efímeros, pero también el hundimiento de unos, el encumbramiento de otros y la permanente guerra y destrucción que se infligen los hombres unos a otros al mismo tiempo que huracanes, incendios, terremotos y tsunamis azotan a los supervivientes.



El viejo monje deja pasar los años viviendo en aquellas soledades, hasta el extremo de que incluso los ciervos se han acostumbrado a su cercanía, los animales silvestres ya no le temen. Apenas algún lugareño le ofrece compañía, entre ellos el hijo de un campesino, un niño de corta edad, que acompaña en sus paseos al sabio. A veces la visión lejana de las luces de la ciudad y las lámparas de los barcos acercándose a puerto despiertan en el desterrado voluntario los recuerdos de nombres pasados que caen bajo el manto del tiempo y de la muerte; le abordan alguna vez, despertando el suave dolor de la nostalgia. Sin embargo el río de la vida pasa ante él, así lo describe con unas palabras que nos recuerdan a Heráclito, lo contempla sabiendo que trascurre en su cauce y que las olas espumosas de sus aguas no retornarán jamás. Los avatares políticos y cambios de la fortuna han arruinado muchas vidas, entre ellas la suya. El mundo de la naturaleza también está turbado, señal inequívoca de que algo no anda bien en el orden del universo. Podría advertirnos, como los sabios estoicos de nuestra tradición clásica: mundus senescit! Para él no hay progreso en la humanidad, sino decadencia, y junto con la humanidad decae el mundo. El hombre se alza contra sí mismo, hay hambre y pobreza producto de la guerra. Ante sus ojos aparece una naturaleza conmovida que castiga al hombre, los terremotos destruyen templos centenarios y edificios con generaciones de historia, los huracanes se combinan con los incendios hasta el punto de oscurecer el cielo, las gentes andan a oscuras mientras que el ruidoso desplome de los edificios ensordece a los habitantes de las ciudades. El mar engulle la tierra para retirarse después dejando un amasijo irreconocible de objetos, ganado y hombres muertos. Huracanes, terremotos y maremotos arruinan la obra del hombre sin compasión. Las casas más elegantes y en las que nobles familias han vivido durante años son destruidas en un instante por un incendio que es capaz de arrasar la ciudad entera, como de hecho ocurre. Estos son los golpes de la fortuna que causan el destierro, la ruina o la extinción de familias.

Ante la contemplación de este terrible espectáculo, el anacoreta se ha construido una modesta celda en la que con toda la pobreza de la renuncia, medita, contempla el mundo, escribe poesías y canciones que interpreta con su laúd. Pero ni siquiera el hombre sabio que ha emprendido el camino de la renuncia está a salvo del karma pues para estarlo sería preciso ser un dragón que volara por encima de las nubes, nos dice el poeta, para quien la lejanía de su retiro ejerce una fascinación que le preocupa e inquieta finalmente pues siente que es también una forma de apego y cariño a una parte del mundo material, del que sólo le salvará el rezo constante y la veneración del sagrado nombre de Buda.

Junto las agitadas y tremendas imágenes descritas por el autor de Hojoki ante la ruina del mundo, también queda algo de la paz alcanzada por el monje cuando reza, escribe sus poemas y canta acompañado de su laúd. He aquí al solitario anciano junto a las criaturas inocentes, el niño o los ciervos del bosque. Al anciano le cuesta conciliar el sueño en medio de la noche, alegrías pasadas y penas presentes toman su alma como campo de batalla. Entonces abre los ojos, se levanta y atiza el fuego, aviva las cenizas que aún no se han extinguido y las convierte en las compañeras de su vigilia. Hermosa imagen. La montaña en su grandeza consuela al espíritu extenuado de nadar en las encrespadas aguas del mundo, las aves, los animales salvajes y el paso de las estaciones apaciguan el alma del anciano. Todo es cambio y nada permanece, el poeta nos recuerda que sólo en una ermita endeble, levantada sin ánimo de durar, encontrará el hombre, por paradójico que parezca, la paz y seguridad que el sabio ansía en un mundo sometido a toda clase de trasformaciones. Sin las trampas que nos aparten del buen camino, si eludimos la pérfida influencia del mal karma, nos consagraremos a nosotros mismos, a trabajar, leer, escribir poemas y canciones, meditar, dar largos paseos con una plácida y continuada conversación con la milenaria montaña.
Estos lejanos pensamientos escritos en medio de un mundo en ruinas largo tiempo desaparecido me han hablado hoy con extraña familiaridad, quizá porque su mensaje es intemporal, quizá porque el mundo siempre amenaza ruina, quizá porque aún hay tiempo para refugiarse en el bosque.

domingo, 22 de enero de 2012

CON ERNST JÜNGER EN LOS MUSEOS. REFLEXIONES PARA EL HISTORIADOR



En el impulso museístico se revela el aspecto necrológico de nuestra ciencia; una tendencia a enterrar la vida en la paz e inviolabilidad de los mausoleos conceptuales, y tal vez también la voluntad de elaborar un vasto catálogo de materiales escrupulosamente ordenados que pueda legar un fiel trasunto de nuestra vida y de sus afanes más lejanos.

Ernst Jünger, En los museos (El corazón aventurero)


El pozo del pasado es profundo, quizá insondable. Con esta reflexión comenzaba Thomas Mann su gran novela José y sus hermanos. Abrahán, Jacob, con su respectivos siervos Eliecer, tanto el de los tiempos antiguos como el maestro de José, van apareciendo ante el lector como manifestaciones particulares, personajes individuales que sin embargo bien podrían ser la manifestación de una única persona bajo diferentes aspectos en la corriente eterna del Tiempo. El mismo José parece ser a la vez Adonis y Cristo. El pasado está cargado de misterio y de saber. Los dibujos de la túnica de José narran una vieja historia de los dioses, siempre viva, eternamente renovada en los rituales. La antigüedad de la Esfinge se funde casi con la del Nilo. Siempre había estado allí con él, como el sol en el horizonte. Pero las ruinas abandonadas, por gigantescas e imponentes que estas sean, son la huella de una pisada seca que el Tiempo no tardará en borrar: la prueba evidente de la brevedad de nuestra vida y la finitud de nuestras obras. En momentos decisivos la Humanidad se ha detenido siempre a reflexionar sobre las ruinas de una ciudad o sobre una tumba olvidada. Es la Atenea pensativa de mediados del siglo V, aquel célebre relieve en el que la diosa se para frente a una estela funeraria, gesto que ha sido repetido y se repetirá en tanto exista un resto de espíritu en el hombre.


Lejos de mí cualquier reproche a museólogos y restauradores, no son el objeto de estas líneas ni les pido que las lean. Pero el poder evocador de la ruina es lo más alejado de nuestro culto contemporáneo a los museos, y su metamorfosis última, los llamados centros de interpretación. La extensión del saber y la cultura ha supuesto paradójicamente su confinamiento en museos, en los cuales el antiguo culto a las reliquias sigue vivo bajo una forma laica. Modernos e igualmente laicos son los nuevos santos lugares de peregrinación, que llamados ahora centros de interpretación, han sido construidos con la esperanza de poner la cultura en su ubicación originaria, no confinándola al museo. En un intento de mostrar los acontecimientos donde realmente ocurrieron, se levantan en los lugares sagrados de la cultura pequeños templos de iniciación para que los neófitos puedan ver, ayudados de una técnica cada vez más compleja (que conquista el espacio antes reservado a la magia), cómo eran los emplazamientos antiguos que están siendo visitados. Las explicaciones son sencillas y didácticas, las imágenes valen más que mil palabras y un ambiente de jovialidad y alegría recibe al peregrino que antes de ver con sus propios ojos los venerables restos del pasado, los contemplará primero a través de los textos, imágenes, documentales, diagramas y dispositivos audiovisuales. A veces ni siquiera queda lugar para la sorpresa o el descubrimiento, ya que, como es sabido, vivimos en la sociedad de la información (igual que vivimos en la sociedad de los lemas y los tópicos), y aquellas informaciones que buscamos estarán colgadas en una red global total, de la que hoy en día nadie puede prescindir. De la veneración y la contemplación serena del misterio de épocas anteriores hemos pasado sobre todo a la didáctica del divertimento y a una concepción basada en el disfrute de lo que, tan burguesmente, seguimos llamando tiempo libre. El uso y disfrute de bienes culturales, su rentabilidad, su puesta en valor y otras expresiones semejantes son los términos del catecismo que emplean los nuevos guardianes de reliquias.

Algo de la antigua llama arde todavía en los objetos muertos atesorados en los museos, qué duda cabe. Algo de la verdad profunda del objeto representado subyace, qué duda cabe, en su simple imagen, en la réplica audiovisual de los centros de interpretación. Nada que objetar contra el pulso de la cultura allá donde se manifieste, aunque palpite trivializado o débil. Es un signo de nuestro tiempo, nada más. Idéntica pérdida de sentido bajo la magnífica apariencia de una pompa de jabón se aprecian en otras esferas de la vida, en la religiosa y en la política, y tendrán consecuencias seguramente mayores. Sin embargo, ni el museo, ni la reserva natural, o el espacio protegido, ni los bienes de interés cultural podrán impedir jamás la obra destructora del Tiempo ni contener para siempre con un dique artificial su corriente primordial: al Tiempo tarde o temprano habrá que pagarle el tributo debido. En medio de estas reflexiones a las me llevan de vez en cuando un trato cercano con los llamados profesionales de la cultura (que la cultura sea una profesión es otro de los cambios que nuestra civilización ha sufrido), acude a mi memoria el libro de Ernst Jünger, Corazón aventurero, en concreto En los museos donde dice: “El impulso museístico representa, tal vez, un dispositivo de seguridad que la civilización desgaja de su propia sustancia. De este modo pretende compensar artificialmente los estragos económicos y técnicos causados por ella misma”. En último término el culto excesivo al pasado indica ya la incapacidad de afrontar la vida presente y de responder a sus desafíos. El verdadero historiador (no el sacristán custodio de reliquias, sino el pensador), apostado como un vigía en un puesto avanzado y con ojos para ver se dará cuenta de cuándo el simple interés museístico pase a un tipo inconsciente de necrológica. No será una trompeta del Apocalipsis proclamando el hundimiento de la civilización, algo anunciado, visible y sobrecogedor, pues aunque “tendemos a creer que la catástrofe se anuncia visiblemente desde lejos,…es más frecuente que un edificio histórico sea socavado por ejércitos invisibles de hormigas”, recuerda nuevamente E. Jünger en El corazón aventurero (Historia in nuce: centinela perdida). Subyace aquí una cuestión grave: la obra destructora de la civilización, que pretende conservar aquello que ha ido destruyendo, y que sin saberlo acelera la obra del Tiempo presentándole el camino franco. Las civilizaciones mueren más frecuentemente en silencio que en medio de un gran tumulto, igual que el edificio progresivamente abandonado que al final se derrumba de manera estruendosa por un leve temblor de tierra, sin embargo las causas de su hundimiento son más antiguas. Fueron las prolongadas y enfermizas pasiones necrófilas, en último termino, las que causaron el hundimiento de la casa Usher en el relato de Poe.