lunes, 4 de enero de 2016

EL PROGRESO TÉCNICO Y LOS LÍMITES DE LA HUMANIDAD



La Bestia Humana, de Émile Zola





Ha sido muy celebrada la afirmación de Anton Chéjov dirigida contra Liev Tolstoi según la cual habría más humanidad en “el vapor y la electricidad” que en “el vegetarianismo y la castidad”. Chéjov, médico y escritor, era lo bastante realista para entender la imposibilidad de que el ser humano pudiera convertirse en otra cosa distinta a la de su condición biológica más elemental, como por ejemplo en un pacífico herbívoro, ajeno a las demandas del celo y la reproducción. Seguramente Chéjov era también lo bastante noble e idealista como para estar muy lejos de conceder al vapor y a la electricidad la dimensión titánica que realmente tenían. Hoy, con el beneficio que da la experiencia histórica, ya sabemos que el vapor y la electricidad habían de superar su función meramente servil para, fieles a su vocación titánica, seguir el camino final de la emancipación y del dominio mediante la satisfacción de las necesidades humanas más básicas, necesidades que no son precisamente las que dicta el vegetarianismo o la castidad. Se emprendía así un camino que desde las calderas de carbón y los generadores eléctricos nos ha llevado a los reactores nucleares y a la ingeniería genética.
El triunfo general de la técnica se hizo visible con total claridad en el siglo XIX; desde luego que la técnica fuera hermanada con la idea de progreso material de la humanidad era algo de lo que jamás se dudó. Pero el camino de la técnica resultó efectivamente más humano que la filantropía tolstoiana (o cualquier otra filantropía) hacían suponer, “demasiado humano”, en un sentido mucho más básico y elemental. La función de la técnica no es otra que satisfacer las necesidades profundas, no precisamente las más elevadas ni espirituales, del ser humano, que tienen que ver con su comodidad inmediata; y así bajo la capa de tecnología subyace siempre la satisfacción del cerebro reptiliano que nos acompaña desde que salimos del fango de la tierra, y basta quebrar la fina capa de la cultura material para ver actuar las fuerzas más elementales del deseo, la destrucción, y la muerte, el mundo de las pasiones elementales, o como casi como podría decir Arthur Schopenhauer, el mundo de la voluntad.
Émile Zola nos lleva con La Bestia Humana, publicada en 1890, al entonces relativamente nuevo mundo de los ferrocarriles; las máquinas de vapor salvan las distancias con precisión y regularidad milimétrica y dibujan un nuevo mapa mental con conceptos de tiempo y espacio que borraban la antigua concepción del mundo propia de la teópolis medieval. El ferrocarril, signo más evidente de los nuevos tiempos, es una construcción humana, y por ello tiene en su artificialidad algo de tenebroso y titánico. No es casualidad que el primer gran retrato de la era del ferrocarril fuera realizado en 1844 cuando William Turner pintó su Agua, Vapor y Velocidad, haciendo salir la poderosa máquina de un mar de fuerzas meteorológicas elementales, en un paisaje de líneas difuminadas en que los elementos de la vida tradicional aparecían desdibujados y mortecinos (barqueros, campesinos, una liebre asustadiza que huye espantada del tren), casi fantasmagóricos; en fin, Turner vio un mundo que se extingue frente a otro que aparece. Tampoco es casualidad que el cine, sin duda el logro artístico y técnico más importante de la pasada centuria, tuviera como primera película filmada en la historia, cinco años antes de la publicación de La Bestia Humana, una secuencia consistente en el derribo de un muro, la partida de un barco y la llegada de un tren.

Turner, Rain, Steam and Speed



En este mundo de ferrocarriles que refleja La Bestia Humana, de transporte de bienes y de personas, orden milimétrico y puntualidad sujeta a las estrictas leyes eficacia y de rentabilidad, Zola hace confluir una serie de apetitos, pulsiones sexuales y homicidas de distintos personajes que acaban colisionando entre sí. La historia es en sí cerrada, limitada y claustrofóbica, haciendo el pendular constante de los trenes las veces de coro trágico y alegoría del destino. La disparidad de tipologías enfrentadas, y carácter elemental y homicida no pasaron desapercibidos para grandes directores como Jean Renoir o Fritz Lang que adaptaron la novela de Zola para explorar la condición del alma humana y sus lados más oscuros e inquietantes.
El argumento, enmarcado en las postrimerías del reinado de Napoleón III, lleva la complejidad de las tramas de asesinato, robo, celos y violencia contra las mujeres. Grandmorin, presidente crapuloso de la compañía ferroviaria, es asesinado por el jefe de estación Roubaud, quien además ha obligado a que su mujer Séverine, que mantenía una relación desde su juventud con Grandmorin, fuera cómplice del asesinato. El apuñalamiento y robo (robo simulado para dar a entender que el asesino no debía de ser un marido ofendido sino un ladrón) fue visto accidentalmente por Lantier, un maquinista que desde siempre ha sentido una pulsión congénita hacia el asesinato y al que le persiguen deseos incontrolables de matar mujeres, deseos hasta ahora reprimidos, y de alguna manera sublimados por la dedicación que profesa a su trabajo y al cuidado de la locomotora La Lison, mediante la que mitiga su frustración sexual. Las investigaciones de la incompetente autoridad judicial (más interesada en silenciar un caso criminal que podría alentar la revuelta social en un Estado que se tambalea) no impiden que asesinos y testigo lleguen a un tácito entendimiento ante el temor de la delación o el chantaje, Lantier además siente una atracción difícilmente contenida hacia Séverine. El temor a ser descubierto, la propensión de Chauboud a la violencia, el alcohol y el juego hacen que Séverine busque en una salida mediante un nuevo crimen. Esta ofrece a Lantier, convertido en su amante, la posibilidad de iniciar con ella una nueva vida si matan juntos a Chauboud y entre ambos planean su asesinato. Pero no es a Chauboud a quien mata Lantier, sino a Séverine, siguiendo por fin la pulsión que le atenazaba desde el comienzo y ante la que ya no puede resistir, como si fuera Robert Dusk, el violador y asesino en serie de la película de Alfred Hitchcock Frenesí. Del crimen se acusa al marido, cosa creíble por su notoria brutalidad. Lantier, aparentemente bien librado con su falso testimonio, es sin embargo un hombre ya irremisiblemente condenado, incapaz de controlar su propensión al crimen. La culminación de tan terrible historia trasciende la catástrofe personal y se convierte en colectiva, y aquí aparece el otro rostro amenazante de la edad moderna, el del militarismo. Al estallar la guerra franco-prusiana que supondrá el fin del Segundo Imperio Francés y la proclamación del Reich Alemán, los trenes llenos de soldados enardecidos por un patriotismo ciego marchan convencidos de su victoria hacia la muerte (y la derrota); sin embargo, el tren conducido por Lantier no llegará jamás, pues se precipita con furia sin control fuera de las vías, después de que el enloquecido maquinista y su fogonero se enzarzaran en una absurda pelea a muerte ignorando la conducción. Este es un final casi wagneriano al estilo del Ocaso de los Dioses (y entonces resulta comprensible el parentesco espiritual que según Thomas Mann unía a Richard Wagner con Émile Zola), de hundimiento en la nada y de catástrofe generalizada, con el furor asesino de Lantier desbocado precipitando con él a una turba de soldados que cantan canciones patrióticas y que morirán sin tener siquiera la oportunidad de convertirse en carne de cañón.
Aquí Zola plasma la dimensión demoníaca del ser humano, que lejos de ser aplacada por la técnica, es solamente enmascarada por esta, simplemente disimulada, cuando no espoleada aún más por ella. Es la represión, el miedo al castigo de la ley lo que pone freno a los impulsos asesinos. Sin embargo, la imposibilidad de que el poder coercitivo del Estado llegue a todas partes, la torpeza de las autoridades interesadas en calmar la situación (política y socialmente explosiva en un país que se deshace lentamente) más que en esclarecer los hechos o impartir justicia, hacen perfectamente posible el suceso criminal. Es la propia naturaleza degradada del delincuente, no la justicia civil, sino su débil psicología que le arrastra a patologías como el alcoholismo o la ludopatía, la propensión a la violencia y el desequilibrio de los apetitivos y la satisfacción inmediata del instinto de placer, lo que provoca que la ruina final del criminal sea una mera cuestión de tiempo. El hecho de que en la novela escape el principal culpable al peso de la ley, sea condenado un inocente y el único asesino encarcelado lo sea por motivos que contradicen expresamente la realidad parece una burla áspera frente a un sistema judicial ciego e inhábil. (En contraste con la también ciega, pero inapelable infabilidad de los sistemas mecánicos). 

Fritz Lang, Human Desire



Es la pulsión, la bestia que vive en el interior de cada hombre la que se abre paso a cada momento, y aunque todos personajes de la historia experimentan la pulsión de lo elemental, solo Lantier encarna el carácter bestial que constituye el verdadero acicate de la acción, el verdadero motor de la historia. Lantier solo ama, se entiende que patológicamente, a su locomotora, La Lison. En efecto, se trata de un amor anormal y que sirve únicamente para mitigar artificialmente su pulsión criminal. Desaparecida La Lison, en un accidente provocado en parte por las acciones de Lantier, esta pulsión ya no conoce barrera alguna y de la muerte de Séverine pasará a provocar la muerte de él mismo y de cientos de personas que integran un convoy militar, haciendo así una premonición terrible de las realidades que marcaron el siglo siguiente: la tecnología y la guerra.
El siglo de Zola es el de las revoluciones tecnológicas, pero la bestia mecánica que aparece entre brumas en el cuadro de Turner y que Zola convierte en otro personaje de la novela, no es un mensajero de tiempos mejores, ni porta poder alguno redentor, es un heraldo del nihilismo que finalmente se convierte en instrumento de aniquilación. La propia rigidez de los horarios y el pendular constante de los trenes sugiere una carencia angustiosa de libertad, una presencia acuciante de un destino ineludible, tanto como la vía del ferrocarril que aboca inevitablemente a un punto final de destino. Quizá sea pertinente, entre la riqueza y complejidad que destila cualquier obra de Zola, recordar aquí su dimensión prometeica, que no es del todo ajena a una época como la nuestra en la que los profetas posthumanistas propugnan nuestra comunidad genética con la mosca, y por lo tanto nuestra animalidad a costa de nuestra individualidad, sugiriendo en último término que la humanidad es un espejismo provocado entre otras cosas por complejas reacciones bioquímicas, que nuestro yo es en realidad un superorganismo, una amalgama de herencia genética y estímulos microscópicos del entorno que puede mejorarse, modificarse e influir voluntaria y deliberadamente en su propio proceso de evolución recurriendo a una tecnología cada vez más desarrollada. Así estaríamos en parte liberados de la responsabilidad hacia nuestros instintos connaturales, y bien dispuestos a iniciar un debate ético nuevo para una época posthumana, con humanos mejorados artificialmente y nuevas inteligencias artificiales cada vez más complejas; dicha información sobre nuestro ser y sobre los nuevos seres que emergen nos llega a través de vías que ya no son las del ferrocarril sino las vías de la información trasmitida por una compleja red planetaria a la que llamamos internet, en cuyo ser en perpetua transformación se entremezclan de manera inseparable el mundo de las mejoras y las comodidades con el de la satisfacción elemental de los instintos animales. El proceso de indiferenciación y mixtificación entre naturaleza y cultura, entre artificial y natural, se ha acentuado más hasta hacerse indistinguible, quizá sea el nacimiento de un nuevo ser global y superorgánico de miles de cabezas naturales y sintéticas, quizá sea la manifestación de la voluntad schopenahaueriana, emancipada por el poder explosivo de la técnica que la ha liberado como se libera de las profundidades de la tierra el combustible fósil tan poderoso, tan peligroso, aun después de un sueño de millones de años, como una bomba sin explotar que conserva intacta su carga explosiva, como un espíritu confinado en la prisión de su botella o de su tinaja y al que de repente se le abren las puertas de su prisión.