sábado, 29 de enero de 2011

Las sagas de los hermanos Grimm y el encuentro con lo primordial




Se sospecha que en las cuevas, grutas y minas de las montañas suceden cosas que no dependen del tiempo mensurable y son superiores a él (…). El viejo Barbarroja duerme en Kyffhausen, y doña Venus lo hace en Hörselberg (…) Quien actúa en tales asuntos es el genio del pueblo y es de él de quien viven los poetas. (…)

E. Jünger, La Tijera § 62


El Invierno se ha presentado como huésped en mi casa, sabe que le trataré con el respeto que se merece. Ha mandado sus emisarios, el Viento doblegando los árboles, la Lluvia batiendo las ventanas o la Helada cayendo como un cuchillo capaz de cortar la piedra, y finalmente se ha presentado el mismo Invierno, con una dignidad carente de afectación me ofrece la mano abierta. Otros no tienen más remedio que saludarle y sufren un apretón helado, yo, que nací de lo más profundo del Invierno, le esperaba como a un padre.

Esta época del año es propicia, cuando el cielo está despejado, para salir a la montaña. Viejos senderos, puestos de cazador abandonados, y junto a santuarios y monasterios cuyo origen se pierde en el tiempo se hacen visibles al caminante cuevas de eremitas. De sus anacoretas apenas queda algún recuerdo en los nombres que los lugareños dan las grutas. Restos de ciudadelas emplazadas en las alturas vigilaron un día los pasos montañosos que conducen al mar frente a un enemigo al que esperaban año tras año, ahora no son más que la huella de una pisada antigua sobre tierra endurecida. Aquí tanto la presencia de lo primordial como el eterno tránsito del tiempo se hacen patentes. Me anima tanto la visión de un árbol de raíces retorcidas al borde de un precipicio como las simas que se abren en la tierra conduciendo a profundidades inexploradas; las heridas que la montaña sufrió en tiempo inmemorial, cuando unos brazos desaparecidos en el mar del tiempo hicieron de sus laderas una cantera, me indican que una generación tras otra ha sido empujada a la falda de la montaña, como una ola se sucede a la otra estrellándose frente al acantilado en un movimiento sin fin.


Una vez en casa, a la vuelta de estas largas exploraciones, sobre la vieja mesa de madera que me sirve de escritorio, echo mano a una hermosa edición de las sagas recogidas por los hermanos Grimm. Entre ondinas y espíritus de los bosques, hay un lugar destacado para las historias de la montaña. Pueblos subterráneos, espíritus de las minas, tesoros ocultos tras galerías misteriosas, mineros que descubren todo un mundo oculto en el interior de la montaña poblada por tentadores espíritus femeninos, hay quien dice que la misma Venus. Pero entre las sagas que más me han cautivado este invierno en el que me encuentro tan a gusto están las historias del rey de la montaña. Un poderoso rey duerme un sueño centenario, no todo lo que está enterrado está muerto, recuerda H. Heine en Los espíritus elementales. Este rey es Carlomagno, cuya barba crece a través de la roca, o es Federico Barbarroja que a veces abre los ojos al oír a lo lejos el cautivador canto de un pastor, al que un siervo sobrenatural del rey ha conducido ante su presencia para que –venciendo su miedo- vuelva a ejercitar su canto. El poderoso monarca escucha la música que le devuelve los ecos de una vida que no ha acabado de abandonar, parece suspirar por el mundo de fuera y le pregunta al pastor si los cuervos aún sobrevuelan las montañas. Una pregunta que parece cargada de la melancolía y la nostalgia de un durmiente que se ha unido a la montaña hasta casi confundirse con ella; ante la respuesta afirmativa, los párpados del rey se cierran pesadamente para cien años más.



Pero un día no sólo despertará el rey de la montaña, sino todos los héroes que viven entre las ruinas del castillo de Geroldsack. Una gran batalla se espera en la que se verá de nuevo al rey salido de su montaña en la que según parece se decidirá el destino del mundo. Dicha batalla se librará en Walserfeld. Diversas señales precederán a la llegada del monarca. El escudo de armas de este rex quondam et rex futurus (el rey que fue y el rey que será, semejante a la tradición artúrica) pende de un árbol muerto. Resulta imposible no pensar en otro emblema real, el vellocino de oro colgado de un árbol por Frixo, o el vellón de Gedeón. El desnudo árbol sobre el que cuelga el escudo real empezará a verdear. Esa será la señal que precederá al regreso del rey. He aquí una hermosa tradición mesiánica en la que las barreras del tiempo desaparecen, pues no está claro si la batalla de Walserfeld ya fue librada antaño cubriendo el suelo de sangre o se librará en un futuro cuando el solitario árbol muerto del que cuelgan las armas comience de nuevo a retallar. Las fronteras entre lo real y lo onírico se diluyen, el durmiente se une a la montaña, lo consciente se diluye en lo Único eterno, intemporal y primigenio. Me complazco en acceder a las verdades intemporales del mito leyendo las hermosas sagas recopiladas por los hermanos Grimm mientras la tarde declina y van cubriendo el cielo las nubes que anuncian la Tormenta, y entonces pienso en cuántas nubes han cubierto y cubrirán aún el cielo sobre la Montaña inmortal en un ciclo sin fin.