domingo, 6 de octubre de 2013

CIVILIZACIÓN Y CATÁSTROFE EN "LA PESTE ESCARLATA", DE JACK LONDON


 

Jack London describe en La peste escarlata el desmoronamiento y muerte de nuestra civilización tecnificada y mundializada, víctima de una plaga incurable. Detrás de la alusión evidente al relato de Edgar Allan Poe La máscara de la muerte roja, la historia va más allá de la representación alegórica de la fragilidad de los logros humanos, para desarrollar una auténtica teoría de la civilización, de su origen, caída y regeneración en un ciclo sin fin en lo que lo único constante e invariable son las fuerzas de la naturaleza.

Escrita en 1912, el autor lleva el comienzo de la historia cien años adelante, a lo que ahora son nuestros propios días; y así en el año 2012 la civilización había alcanzado su máximo esplendor material y cultural, algo que resulta tan inquietante como familiar pues el autor ha tenido el buen gusto de no fabular sobre eventuales logros del futuro. Los viajes aéreos se han extendido y el mundo se ha globalizado gracias a las nuevas comunicaciones inalámbricas. Pero por desgracia el esplendor de este magnífico nuevo mundo se basa realmente en la explotación social que una minoría, el grupo social más “apto” que domina la técnica, las finanzas y la cultura, ejerce sobre la masa social de la población, la cual abriga un secreto odio hacia sus amos, por el momento reprimido pero latente y presto a irrumpir cuando se dé la ocasión de pedir cuentas. Esa ocasión llegó en el año 2013 en que una epidemia fulminante denominada plaga escarlata, acabó en menos de un año con la mayor parte de la población mundial. En escasos días se desmoronan ante los atónitos ojos de los opresores y oprimidos del siglo XXI la ley, el orden, la ciencia y el poder de la técnica. El pánico y los saqueadores no tardaron en unirse a los horrores de la peste. Epidemiólogos de todo el mundo trabajaron desesperadamente por conseguir un antídoto que, aunque descubierto, nunca llegó a ser distribuido. Enormes ríos de fugitivos abandonaron las ciudades dejando tras de sí edificios vacíos, saqueados o incendiados; pero el éxodo fue breve ante el avance de una enfermedad que exterminaba por igual tanto fugitivos como saqueadores, tanto a oprimidos como opresores. En breve la población quedó reducida dramáticamente a la mínina expresión numérica.

Apenas dos generaciones después de la plaga, la humanidad estaba sumida en el más profundo de los ocasos. Escasos grupos de supervivientes aislados entre sí afrontan la supervivencia en unas condiciones de vida degradadas hacia el primitivismo material más elemental en medio de fantasmagóricas ruinas; ahora sin embargo, los más hábiles son los más duros, quienes en otro tiempo hubieran sido los oprimidos, los humillados y los ofendidos; quienes antes eran señores perdieron sus medios de dominación, desparecido el antiguo imperio de la técnica y del dinero. La ley del más fuerte, eternamente vigente, se manifiesta al fin entre las personas más duras, más crueles, menos contemplativas y menos receptivas a la piedad y la conmiseración, es decir, con más probabilidades de supervivencia. Animales y plantas también desanduvieron el camino de la domesticación y volvieron a la naturaleza; en efecto, tanto el ganado mayor y menor, como perros y caballos acabaron siguiendo su propia “llamada de la jungla”; la vegetación salvaje ahogó los cultivos, la agricultura quedó finalmente olvidada. Privadas de las comodidades de la vida material, la humanidad había vuelto a los principios más básicos y elementales de comunidades de cazadores y recolectores; el idioma se degradó y se volvió incapaz de la metáfora, se hizo más sencillo, meramente descriptivo; el universo mental se empobreció. Falsos “médicos”, en realidad nuevos hechiceros, hicieron su aparición, mientras costumbres salvajes en apariencia olvidadas en la noche de la prehistoria humana aparecían con fuerza renovada. Se ignoraban los cuidados de los ancianos, de las mujeres o de los enfermos; ahora imperaba la fuerza del guerrero, del pastor y del cazador. La sabiduría académica y el modo de vida refinado de una cultura material extinta no eran siquiera un recuerdo; el nuevo mundo pertenecía a los descendientes de los supervivientes más fuertes y brutales, a quienes demostraron una aptitud más acorde con las nuevas necesidades del medio imperante.


Conocemos tan terrible historia a través de uno de los escasos supervivientes de la plaga escarlata, un anciano de más de noventa años que era un joven profesor de literatura cuando estalló la epidemia, y que ahora cuenta a sus nietos un relato que no alcanzan a comprender plenamente, pues no han conocido aquel mundo perdido. “¿Qué es educación?" Preguntan incrédulos cuando oyen hablar de universidades y bibliotecas; reaccionan con hostilidad ante un idioma que no entienden y poco quieren saber de un mundo que no conocieron. En algún momento el abuelo habla de regeneración y de una posible re-civilización. El anciano ha guardado objetos y libros por si alguna vez se pudiera volver a leer el olvidado alfabeto. Pero el saber olvidado de la humanidad, el que ofrece posibilidades de volver a crear una civilización emancipada de la naturaleza, no reside, sin embargo, en las obras morales, poéticas o espirituales; el anciano que añora el mundo perdido, sueña, y así se lo dice a sus nietos, que quizá algún día hasta se recupere la fórmula de la pólvora, una sustancia prodigiosa gracias a la cual se encumbró la antigua civilización mundial. Es el antiguo sueño de la dominación nunca extinto el que se manifiesta incluso en las condiciones más terribles de postración. De haber escrito London su novela en nuestros días, el abuelo protagonista hubiera añorado la energía nuclear. En uno y otro caso se trata del poder superior de la técnica y su dimensión prometeica.




Los tres nietos en torno al abuelo, que son como tres cachorros de lobo, sueñan con su futuro y muestran una tosca, incipiente, voluntad de poder. Labio-Leporino cree en la violencia expeditiva y aspira a la fuerza; Ju-ju ansía dominar los poderes de la brujería y desea ser “médico”; finalmente Edwin cifra sus esperanzas en que su abuelo recuerde por fin la fórmula de la pólvora, de manera que así pueda dominar sobre todos. Para el viejo esto no supone sino la repetición de tres tipos antropológicos ancestrales: el sacerdote, el guerrero y el rey. La civilización, piensa, ha comenzado su camino de regreso, y una vez dejada la plaga atrás, en la carrera por la vida la población volverá –aunque sea lentamente- a aumentar y la lucha entre las nuevas estirpes humanas propiciará un nuevo resurgir de la lucha entre los más aptos que competirán por los recursos, volviendo a reproducir las fórmulas habituales de explotación social que se intensificarán conforme se reconquisten los logros prometeicos de la técnica. Pero incluso esa nueva civilización desaparecerá en el ciclo infinito de creación y destrucción, y aquí el abuelo pasa de historiador a profeta de un mundo sin esperanza:

Así como desapareció la vieja civilización, desaparecerá la nueva…. Todo desaparecerá. Sólo queda la fuerza cósmica y la materia, siempre en constante cambio, y reaccionado y materializando lo eternos arquetipos: el sacerdote, el soldado, el rey. De la boca de los niños nace la sabiduría de todos los tiempos. Algunos lucharán, algunos gobernarán y todos los demás trabajarán y sufrirán mientras se levanta sobre sus sangrantes cadáveres, una y otra vez, eternamente la asombrosa belleza y la incomparable maravilla del estado civilizado.

Esta crónica del fin de una brillante civilización por acción de unas fuerzas naturales microscópicas y la consiguiente liberación del rencor elemental reprimido en las bases de dicha civilización por siglos de dominación social, está imbuida de una visión pesimista del destino de la humanidad. A Jack London no le complace, desde su sensible visión social, la aspiración al poder de los considerados más aptos, ni la continua modificación de las condiciones de aptitud en función de circunstancias siempre cambiantes, en medio de una permanente tensión de los seres vivos hacia la dominación. Sin embargo, parece asumir que es el mundo en el que vive, y en el que vivirá la humanidad en un futuro, un mundo sin esperanza. Quizá esta íntima convicción explique en alguna medida el trágico fin de Jack London. Las ciencias naturales pero también la sociología neodarwiniana de la época del escritor consagraron como algo natural y científico la lucha y la supervivencia despiadada del más apto. Por sorprendente que parezca el más fuerte y poderoso puede ser abatido en cualquier momento por un microbio desconocido; el sentido moral no prevalece nunca frente a la fuerza elemental. Una corriente de muerte, lucha y destrucción mutua es el estado de naturaleza que el gran dique de la civilización –que es también una materialización de la aspiración universal de dominio-  conjura a base de represión y fuerza, hasta que la catástrofe, adoptando la forma de enemigos de dentro o de fuera, visibles o invisibles, resquebrajan la presa para que pueda volver a ser lentamente reconstruida en un ciclo sin fin.



Jack London, La peste escarlata, Libros de Zorro Rojo, traducción de Marcial Souto ilustraciones por Luis Scafati, Barcelona-Buenos Aires 2012.

sábado, 31 de agosto de 2013

Cristianismo y globalización






No podéis servir a dos amos. Crisis del mundo, crisis en la Iglesia
de Bernardo Pérez Andreo*:
una interpretación cristiana del mundo en tiempos de crisis
 

Una palabra, vieja conocida, se ha abierto paso en el mundo nuevamente;  reanuda sus incómodas visitas en la realidad de cada día, en las conversaciones de los gabinetes técnicos y en los coloquios de la gente de la calle. Esa palabra, como puede suponerse con facilidad, es crisis. Desde 2008 se escucha de continuo, normalmente acompañada de un adjetivo que precisa aún más la esencia de lo crítico, así hablamos de crisis financiera, de crisis económica, crisis social, crisis institucional (señalando a la banca, las entidades financieras y estatales), crisis climática, crisis ecológica y por supuesto, crisis de valores, crisis de sentido. En último término podemos sentirnos satisfechos de encontrar el adjetivo definitivo, que condense tantas hipóstasis, con la expresión crisis mundial, o mejor aún: global. Estamos, pues, en crisis, en situación de emergencia social en un mundo conmovido por la injusticia, la revolución, la guerra a orillas del Mediterráneo y el totalitarismo económico, el fanatismo nacionalista o religioso en el resto del mundo.
No puede negarse, por más que la memoria sea frágil, que la humanidad ha acumulado una enorme experiencia histórica en las crisis; de nuevo puede decirse nil novum sub sole. La historia universal ha conocido el fenómeno de las crisis desde innumerables puntos de vista. Pese al variopinto mosaico de culturas, nombres, fenómenos individuales, cronologías y áreas geográficas específicas, cuando la sociedad culta ha sido consciente de vivir en crisis y ha decidido interpretarla por escrito, se han producido reacciones análogas y repetidas en interminable sucesión (pues no se equivocaba el filósofo de Danzig al afirmar que la individualidad es un error que la Naturaleza corrige). Podemos leer a los más devotos y disciplinados, amantes del buen orden, de la calma y la sangre fría, que como si fueran capitanes de barco en medio de la tempestad se mantienen en su puesto, dan instrucciones al timonel para que gobierne con mano firme la nave hasta que escampe; pensadores que cierran las vías de agua tranquilizando al pasaje para que pongan su fe tanto en las habilidades de la tripulación como en la calidad del barco, de la fiabilidad de sus compartimentos estancos, en fin, de su carácter casi insumergible con tal de que mantengamos la calma. Ejemplos no faltarán. Pero hay también quienes lanzan su mirada trazando una eclíptica que les lleve fuera de la crisis y fuera de la historia presente; unas veces se proyectan hacia el pasado más antiguo y puro, hacia la dorada edad del reino perdido ajeno a la crisis; otras veces es el futuro lejano, pero posible, hacia el que se lanzan las miradas, un futuro de justicia a través de un camino de sacrificio, privaciones y dolor, pero un camino al fin y al cabo. Tampoco han de faltar ejemplos. En ambos casos se mantiene una cierta aspiración a restaurar la edad de oro, a hacerla presente conquistándola en el futuro o recuperándola del pasado, pues aquí la temporalidad tiene sus propias reglas. Hoy día este tipo de pensamiento adquiere muchas formas, y una época como la nuestra, que no anda nada escasa en conceptos, nos permite hablar de indignados y altermundistas. Este horizonte de pensamiento no ha de carecer necesariamente de rigor y no sería bueno descuidarlo.
Si desde una perspectiva amplia las crisis presentan rasgos comunes, al descender al terreno lo cierto es que cada crisis porta el sello de su época. Eso es innegable. En sus comienzos la nuestra recuerda al final de un multitudinario y frenético baile de máscaras en un salón cosmopolita donde, por la variopinta mezcla de gentes y procedencias, nadie ha reconocido a nadie; la máscara y el disfraz caen y la fiesta ha terminado, nada era lo que parecía; y como suele pasar en los bailes de máscaras, las luces se apagan y hay que irse en medio de cierta decepción y cansancio, aunque no todos tengan un techo bajo el que estar. Una parte de la decepción se debe a la desmedida confianza en la capacidad técnica de nuestra era, que está completamente injustificada; pues qué fácil sería –fabula docet- echar mano a las historias de los titanes y a la nunca envejecida mitología para saber qué pasa a los prometeos que roban el fuego de la técnica, o a los nuevos faetones, veloces de inhábiles manos, que pretenden ir más allá de toda medida. Tampoco hay por qué conceder tanto crédito a la pretendida dignidad de lo humano, y mucho más adecuado para ilustrar nuestra condición y los peligros de la sociedad deshumanizada e hipertecnificada en la que vivimos me parece la imagen del Costa Concordia (una vulgar comedia) que la imagen del Titanic (una tragedia solemne). Que la discordia social, el fanatismo, la violencia y finalmente la guerra hagan su aparición en un nuevo baile de máscaras (un baile macabro en esta ocasión), no tiene por desgracia nada de extraño y es perfectamente explicable a partir de los acontecimientos diarios.

En medio de este clima de desasosiego las iglesias han de proporcionar una valiosa ayuda ( como recuerda el emboscado pensador de Wilflingen). Aunque no sabemos si esto será suficiente, en momentos de necesidad toda ayuda es poca y todo sirve como tabla de salvación al náufrago. Nuestra época es de mucha necesidad, y por ello es de agradecer que Bernardo Pérez Andreo haya escrito un libro con la esperanza puesta en la salvación; a las aguas encrespadas del mundo ha lanzado el autor su botella con un mensaje de fe, regeneración, moral activa y lucha. Pérez Andreo se muestra como un auténtico peregrino de la vida, ya que habita un mundo que no le gusta y cuyas miserias identifica, enumera y combate, denunciando en el pensamiento actual una suerte de tolerancia acrítica y ambivalente que le sitúa entre los sectores críticos de la postmodernidad. Su condición de pensador cristiano le lleva a rechazar lo que él califica en repetidas ocasiones de régimen económico de dominio y explotación a escala universal. Haciendo gala de la radicalidad cristiana (que no debemos confundir con radicalismo cristiano), el autor personaliza todo el mal del mundo en lo que denomina Imperio Global Postmoderno, es ciertamente, dentro de su concepción, un imperio del mal. Si se sigue el pensamiento de Jesús, lo normal sería su destrucción, su eliminación, idea que forma parte ya del “proyecto histórico de Jesús”, “el que hemos heredado los cristianos” (p. 39).
Esta prístina radicalidad lleva al autor a polemizar con la Encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, la cual “da la sensación en todo momento de no estar ajustada a la realidad que se vive en los últimos tiempos” (p. 51), dicha encíclica según el autor justificaría y ampararía el capitalismo, presuponiendo incluso “un naturalismo económico…. que nos aboca a una visión pagana –no, no nos equivocamos de la sociedad y la historia” (p. 60); representaría un paso atrás en la doctrina social de la Iglesia, frente a ella el autor propone recuperar la denominada “civilización del amor” (formulada por Pablo VI) que aboga por un mundo humano de amor y justicia, la civilización del amor se convierte en un auténtico leitmotiv a lo largo de toda la obra (p. 65, 100-105, 162 ss.) y en el eje de su pensamiento: “La civilización del amor, en oposición a la globalización postmoderna, se califica por la creación de una estructura de solidaridad entre los pueblos, justicia en las sociedades y libertad para los individuos. Además, el criterio rector se encuentra en los pobres, en la conocida opción preferencial por los pobres” (p. 165). Lo que el autor denomina “opción preferencial por los pobres” lo puntualiza más detenidamente bajo el concepto “civilización de la pobreza” (p.105-107); apoyándose en un autor como Jon Sobrino se une a la opinión según la cual “la civilización de la pobreza supone el desquiciamiento del mundo actual, es decir, una alteridad radical (p. 106; cf. también pp. 70 y 176).
Sobre esta base el autor acude al acervo histórico de la Iglesia y del cristianismo para llevar a cabo una renovación conceptual que permita poner fin a la época del “hombre-consumidor” y poner las bases para una “globalización de la solidaridad”, acompañada de un respeto por el medioambiente y la naturaleza de clara raigambre franciscana. Lo que sin duda parece una aportación muy original del autor es su reinterpretación de la teología del Éxodo (p. 96, 180, 207 entre otras): “Una vez que no ha sido posible nada para cambiar por la buenas la situación, Dios decide romper la baraja y sacar al pueblo para llevarlo a otra tierra, a un lugar alternativo donde se pueda vivir en justicia, paz y misericordia. Esta es la propuesta del Éxodo que nosotros queremos recoger, una propuesta radical de salida  de una situación de injusticia” (p. 211).
Este punto de vista culmina con una propuesta de acción política eminentemente altermundista (“creemos que otro mundo es posible porque resulta inexcusable” p. 215) basada en la misericordia y el amor al prójimo, y en definitiva por una ética que el autor denomina “nazarena” y que “tiene una predilección enorme por todos los que han sido excluidos de la mesa social” (p. 226). Esta simpatía y predilección por los excluidos de la globalización preside toda la obra y es un concepto clave; el título del libro lo lleva explícito, pues “no se puede servir a Dios y a las riquezas” (cf. 175-176). La propia trayectoria de la Iglesia actual parece concordar en cierta medida (el tiempo dirá cuánto) con el sistema de pensamiento de Bernardo Pérez Andreo; y la llegada del Papa Francisco, pocos días después de la publicación de este libro, avalaría esta impresión. Este “desquiciamiento” del mundo persigue en último término su disolución o su abolición, que incluso podría admitir un tipo de acción expeditiva que resultaría legítima (p. 71), siempre según el autor. Es una vehemencia muy noble.
Echando, como Jano, la vista adelante y atrás simultáneamente, vemos una clara coherencia en el pensamiento del autor. En el año 2011 publicó Un mundo en quiebra. De la globalización a otro mundo (im)posible (Madrid, Ed.Catarata, 220 pp.), cuyo pórtico de entrada consiste en una larga cita del subcomandante Marcos; después de la publicación del libro que nos ocupa, el mismo año 2013, el mes de julio, el autor coeditó De la indignación a la rebeldía (Madrid, Ed. Irreverentes, 232 pp.) que fue dedicado al “activo luchador” Stéphane Hessel y donde el autor termina su ensayo “Pospolítica y barbarie: líneas rojas de la plutocracia española, pp. 204-213 con la siguiente afirmación: “La libertad, la dignidad y la propia conciencia han sido mancilladas por los poderes del neoliberalismo más craso” (p. 213).
He aquí un mensaje para los tiempos de crisis que exalta la solidaridad y propone un mundo mejor y más justo, más equitativo y armonioso con la naturaleza no tanto como Creación cuanto como hogar común; estamos ante un libro que extiende el mensaje profético del cristianismo y de la Iglesia de los pobres en un mundo en el que aún hay muchas injusticias personales y colectivas que combatir. En graves y determinadas cuestiones es posible no estar de acuerdo con la radicalidad que formula el autor, sin embargo ha comprendido claramente que, por decirlo coloquialmente, “así no podemos seguir”. La deshumanización, el consumismo, la gestión criminal de los recursos y la economía son problemas reales que han adquirido una dimensión planetaria, razón por la cual sí puede argüirse sin error que la crisis de comienzos del siglo XXI es la más grave sufrida por la humanidad en su conjunto. Que una parte de la respuesta es ética no puede sorprender y que la situación es lo bastante preocupante como para temer graves consecuencias muy pronto ya no es algo de lo que se pueda dudar. Así pues este libro queda como claro testimonio histórico del momento en que vivimos y como un exponente de la aplicabilidad y evolución del ideal cristiano de civilización o civilización del amor.

*Bernardo Pérez Andreo, No podéis servir a dos amos. Crisis del mundo, crisis en la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona 2013, 282 pp

jueves, 2 de mayo de 2013

Extraña victoria. Novela de Pedro Amorós



            A través de un relato extraordinariamente fiel a la vida real, sin aparentes sutilezas, conocemos la vida de Juan Serrano, un hombre sencillo. Pero nada menos que todo un hombre, de existencia real y que vive aún, cargado de años y de recuerdos. Este hombre tuvo la feliz idea de plasmar en unos diarios las peripecias de su azarosa vida en la España de posguerra. Aquello fue un alarde de generosidad de Juan Serrano, pues dichos diarios y anotaciones se convirtieron en un tesoro familiar; fueron conocidos por Pedro Amorós, quien por expresa petición de su protagonista y su familia, decidió novelar los acontecimientos recogidos en los cuadernos, y con ello la historia de un hombre normal, de sus anhelos y de sus desengaños (que eran los de toda una generación), de sus penas y alegrías (que eran las suyas propias, sin embargo tan parecidas y similares a las de tantos otros), entraron por la puerta de la literatura. El silencio de una vida sencilla rompió los estrictos márgenes de la familia y del círculo más estrecho de amigos y familiares para convertirse en la muestra ejemplar de una generación a la que ahora vemos cómo se dispone a desaparecer y casi se despide ya de nosotros. He aquí Extraña victoria, un testimonio que se ha salvado de la corriente eterna del tiempo.







            El valor de la historia, por paradójico que resulte, reside en que no cuenta nada en apariencia extraordinario; es la existencia sencilla de un hombre que lucha por sobrevivir, trabajar, salir adelante, casarse y fundar una familia; entre sus muchas batallas, la peor y más dura es la lucha contra una destructora enfermedad. En seguida se aprecia que la historia es cotidiana, una épica de la vida diaria, la visión intrahistórica de una época con la que tantos podrían identificarse y decir: “Esta también es mi vida, yo me reconozco aquí”. Pues qué duda cabe de que el relato en cuestión es también un libro de historia colectiva, una fuente auténtica y cercana que nos ofrece una visión de España en los últimos cincuenta años. El protagonista es un representante de la generación de la posguerra que sacó adelante el país con esfuerzo y que pese a las duras condiciones de vida supo mantener bien alto las banderas de la esperanza y el amor a la familia.  
            Desde un punto de vista literario, la novela parece una vida ejemplar que recuerda a Cervantes. Los encabezamientos de cada capítulo son claramente cervantinos; y  algo del Siglo de Oro hay aquí, pues hasta el ominoso encuentro con la enfermedad la historia parece que va a transcurrir en clave picaresca, en medio de una vida dura pero no exenta de jovialidad y alegría, como es la vida de cualquier persona de espíritu sano. A partir del libro segundo, sin embargo, el tono se hace más serio, de un dramatismo contenido, pero evidente, ante la amenaza de la muerte. Pese a la dramática catástrofe personal que ha de soportar el protagonista, que la vida es ejemplar no admite duda, pues queda plasmada toda la generación de nuestros padres, esa generación que levantó el mundo que conocemos y a la que ahora toca, poco a poco, ir despidiéndose de él muchas veces sin haber oído una palabra de agradecimiento por sus esfuerzos y sí muchos reproches por generaciones nuevas de ignorantes refinados, más exigentes sin duda, pero que nunca supieron cuánto costaba, como dicen nuestros mayores, “poner un plato en la mesa todos los días”.
            Si bien de apariencia sencilla y de estilo casi popular, la redacción de la obra no está exenta de complejidad pudiendo constatarse un  esforzado ejercicio de creación literaria. Un editor ficticio (personaje de una novela anterior de Pedro Amorós, El arco en ruina) asume la responsabilidad de publicar los manuscritos de Juan Serrano. Es un tópico de la literatura universal, el hallazgo casual de un texto, unos papeles olvidados... Pero aquí es el motivo perfecto, por cuanto no es inventado del todo, para hacer un ejercicio de lenguaje, un lenguaje que se recrea sin sacrificar el registro coloquial, sencillo, incluso vulgar, del todo originario. Pienso en que Camilo José Cela hizo un ejercicio similar con La Familia de Pascual Duarte. O incluso Valle Inclán, por ejemplo en Luces de Bohemia, cuando convierte el registro coloquial en vehículo literario.

            Pero la obra es ante todo de carácter histórico. En efecto, es la historia de un representante de la generación de posguerra y la transición que ha luchado por salir adelante en medio de las penalidades y dificultades materiales más variadas. Un valioso testimonio de la época en que hacer el servicio militar equivalía a un viaje de instrucción y formación. Esta generación levantó la España de posguerra y es la que progresivamente nos va abandonando por simple cuestión de edad o enfermedad. Esta historia resulta extrapolable a muchos aun siendo individualizada y singular.  Recuerda en parte a la literatura antropológica de la historias de vida y junto con el literario tiene innegable valor antropológico, pues presenta con diáfana claridad la vida de una persona, incluso los detalles más privados descendiendo en ocasiones a la corporalidad y terrenalidad de las cosas. Nos habla de los temas cruciales que enfrenta una persona a lo largo de su vida.  Aunque jamás se oculta lo duro de la existencia humana - la novela entera es un monumento a la existencia de los débiles y humildes-, lo cierto es que el tono de la historia experimenta un giro dramático al declararse la enfermedad. A partir de entonces la historia puede entenderse como un auténtico viacrucis plagado de dolor, miseria y no pocos tormentos infligidos en ocasiones por los médicos que atienden con frialdad y casi cruel indiferencia al malhadado paciente. Pero ningún viacrucis existe sin su Verónica (la esposa del protagonista) ni sin su Cireneo (el doctor que le trata finalmente y logra cronificar la enfermedad). Entre todos hacen posible el combate cuerpo a cuerpo con la vida. La vida es dolor, se esfuerza en demostrar la existencia de este hombre; dolor, enfermedad, apreturas materiales. La esperanza nunca se pierde, pero es continuamente desmentida y desautorizada por los hechos, lo que ocasiona una vorágine que oscila entre una amplia gama de tristezas y las inevitables ansias de felicidad frustradas. La vida de los humildes es dolor y también lucha. Dondequiera que esté el protagonista, ya sea en el servicio militar, ya sea como empleado en Telefónica, ya sea en el microcosmos de un hospital, todo aparece como un reflejo, como la quintaesencia del país; en efecto, las condiciones sociales, materiales y espirituales se repiten.
            Aspecto clave lo juega el amor y la auténtica caridad. Siendo inevitable la pobreza, la enfermedad, la falsa esperanza y demás males que la gente sufre, al menos los golpes del destino son aminorados por las muestras de afecto que nos prodigan -en  ocasiones-  nuestros semejantes. Los amigos, el médico que le salva y sobre todo la entrañable imagen de la esposa. También el sufriente protagonista es capaz de ejercer la caridad, como lo demuestran entrañables sucesos entre la pequeña comunidad de enfermos que el azar reúne en el hospital.
            Pese a todo, se hace palpable el inevitable paso del tiempo y al final nos preguntamos qué valor tiene lo vivido. Todo sufre la lenta pero mortífera erosión del tiempo. Las escenas de la vida, al final, parecen sueños o espejismos, los años lo engullen todo y nuestra vida ha sido al final, “el paso de una sombra”, un breve sueño soñado por un ser que es poco más que un espejismo. El valor de todo ello para el sujeto de la existencia reside en haber vivido consciente, y sobre todo, consiste en saber entrar en la muerte (o enfrentarse a ella) con los ojos abiertos y la mente despierta. Para los demás queda el consuelo del testimonio, este imago vitae que es la novela y que ha salvado y hecho perdurable a través de las palabras aquellos instantes de una vida que hubieran podido diluirse en la impetuosa corriente del tiempo. La obra que hoy tenemos ante nosotros ha logrado elevar a literatura una vida cotidiana, extraerla, rescatarla, de su diario anonimato, poner a la luz la grandeza de una epopeya silenciosa. En cualquier caso ha dado carta de naturaleza literaria a la vida cotidiana de una persona del común de los mortales, uno de tantos que forman parte de la humanidad anónima, protagonista cada uno de su historia personal (de la cual el tiempo como gran nivelador que es no va a dejar ni rastro de ninguno)…. Pero he aquí que la novela de Amorós ha rescatado una historia de la morada de la oscuridad y del silencio que a todos nos espera, el autor ha tendido su mano para rescatar y mostrarnos literariamente la materia con que está hecha de verdad la vida.






lunes, 1 de abril de 2013

A través de un mundo en ruinas.







La guerra chechena según Zajar Prilepin*


En Rusia nada ha sobrevivido excepto el pueblo, con su acervo de fortaleza, amor y paciencia.
Zajar Prilepin



La revista Newsweek (22.8.2011) refiere un incidente protagonizado por el escritor ruso Zajar Prilepin en un congreso literario, cuando éste reaccionó con acritud a las críticas por la intervención rusa en Chechenia. No sorprende tan airada reacción, pues el propio Prilepin es un oficial veterano que ha servido en Chechenia, además de un activista político vinculado a círculos nacionalistas de izquierda, opositores al gobierno de V. Putin. De sus preocupaciones políticas da testimonio una de sus últimas obras, Sankia (Moscú 2006) crónica sangrienta (y de claras conexiones con La Madre, de M. Gorki) de la violenta lucha callejera contra un gobierno no menos violento y corrupto.

Su obra Pecado (Moscú 2007) fue calificada por cierto sector de la crítica como “el libro de la década” en Rusia, aquí se muestra que, por muchos motivos, Prilepin es un autor a tener en cuenta en la Rusia actual “postsoviética”, testigo privilegiado de una época de cambios dramáticos y radicales en la antigua superpotencia, es un autor tan descarnado como la realidad que describe a través de vivencias autobiográficas: “Mis pecados me atormentan y mis buenas obras son tan livianas que una brizna de viento las dispersaría”.





La editorial Sajalín ha publicado recientemente Patologías (originariamente Moscú 2005), novela que narra la vida de una unidad rusa en Grozni a través de uno de sus soldados llamado Yegor Tashevski, alter ego del propio Prilepin. Las atrocidades de la guerra en Chechenia son conocidas por las crónicas de Anna Politovkskya (Una guerra sucia), sin embargo resulta difícil encontrar un testimonio de la crudeza de la guerra como nos ofrece Patologías.

Grozny es prácticamente una ciudad fantasma patrullada por tropas rusas durante el día  (quienes casi de la misma manera bárbara celebran con vodka ya el estar vivos, ya el haber matado) y hostigada durante la noche por irregulares chechenos. El miedo obsesivo y la sensación de angustia es el elemento primordial en esta historia, todo lo justifica: la crueldad gratuita, la matanza indiscriminada, la ingesta masiva de alcohol, el odio al checheno, civil o combatiente. Los disparos hacen saltar astillas de huesos, la sangre salpica, todo en la prosa de Prilepin es lo que parece. Es un mundo sin piedad el del soldado, porque la piedad no está justificada en ningún caso. Cuando se detiene a un grupo de chechenos y sin razón aparente se les fusila y luego se queman sus cuerpos, estos estallan porque tenían ocultos en sus botas explosivos: eran insurgentes y su muerte habría estado así sobradamente justificada. Los rebeldes chechenos aparecen incluso más crueles que los soldados, como refleja el ataque a una unidad de rusos desmovilizados con una leve escolta y sin armas que se dirigía al aeropuerto para su repatriación. No hay piedad para nadie, pero tampoco hay reproches ni deseos de negar nada, como se hace patente con la viuda chechena, vendedora en el mercado y que odia a los rusos o las familias que se ocultan ante las redadas y registros por temor a los saqueos y las violaciones que tienen lugar con total impunidad. En medio del combate palpita, sin embargo, la condición humana viva bajo la piel del soldado que desea volver al hogar. De manera confusa, atropellando el discurso narrativo e interrumpiendo la sucesión caótica de las imágenes de muerte y destrucción, irrumpen igualmente de manera obsesiva, inopinada y disruptiva, las vivencias del hogar, del amor celoso hasta la obsesión enfermiza pero auténtica tabla de salvación, de la infancia y del recuerdo de un padre cariñoso, aunque alcohólico. Prilepin nos muestra buena parte de la Rusia actual, hundida hasta los cimientos, una nación que se desangra apuñalada en las entrañas en la que la única realidad tangible es la que separa la vida de la muerte, porque la guerra para Prilepin no es una tragedia de cuyas cenizas ha de brotar necesariamente la reconciliación de la raza humana como lo es para Remarque, ni tiene tampoco el elevado carácter de las tempestades de acero jüngerianas. Prilepin es fiel a su pueblo, la fe nacional recuerda a la mística de Tolstoy, si bien cuando de lo que se trata es la guerra, la cuestión es más práctica y menos poética: sobrevivir y poder volver. Aunque resulta clara la deuda con el realismo socialista a lo largo de toda la obra de Prilepin, en Patologías la única fidelidad debida es a la vida misma, en la guerra no hay perdón ni arrepentimiento: “... no lloro mientras miro con ojos secos el techo. No pido perdón por nada ni a nadie”.  




*Zajar Prilepin, Patologías, Ed. Sajalín, Barcelona 2012, 380 p.



domingo, 31 de marzo de 2013

El Superviviente, novela de Ernst Wilhelm Händler



Ernst Wilhelm Händler, El  Superviviente*:
Paisaje posthumano en los albores del Tercer Milenio



Los inicios de toda técnica son de origen titánico

Friedrich Georg Jünger




La editorial S. Fischer ha publicado la nueva novela de Ernst-Wilhelm Händler titulada Der Überlebende (El superviviente), que narra la historia de un anónimo ingeniero entregado plenamente a la robótica de enjambres (es decir, a la rama de la robótica dedicada al empleo y coordinación de robots, que aún siendo relativamente simples, se diseñan para que cooperen, aprendan entre sí y logren desempeñar labores complejas) en un laboratorio secreto perteneciente a la firma D’Wolf. La naturaleza de su trabajo tiene claramente una dimensión prometeica, pues pretende diseñar una inteligencia artificial perfecta, colectiva y cooperativa capaz de aprender por sí misma. En la vida de este ingeniero no hay nada más allá de ese horizonte, hasta el punto de que ni una sola vez nos es revelado su nombre; efectivamente, su identidad e individualidad no son nada ni siquiera para él mismo, más allá de un lastre que es eliminado. Este técnico desprovisto de nombre vive entregado a su (estrictamente) titánica tarea, que no es sino coadyuvar al advenimiento de la inteligencia más perfecta conocida, para lograr lo cual no se detiene en ningún tipo de consideración, incluida la de espiar las actividades de sus colaboradores (con lo que el protagonista de la historia además de anónimo logra ser narrador omnisciente en primera persona con un sentido auténtico, si bien por los medios artificiales del Gran Hermano orwelliano que D’Wolf pone a su servicio) a fin de proteger su sacrosanto laboratorio (lugar para el advenimiento de la inteligencia colectiva que ansía crear); asimismo es perfectamente capaz de sacrificar sus relaciones familiares y personales hasta el punto de ser responsable de la muerte primero de su mujer y finalmente de su hija, así como de la cruel manipulación de sus pocos colaboradores.



La novela se ordena como un tríptico, a través del cual vemos la progresiva soledad en la que por su propia mano va quedando el desindividualizado protagonista, el “superviviente”, pues finalmente queda en rigurosa soledad renunciando a toda su vida en el altar de la técnica. La primera imagen corresponde a la relación del ingeniero-demiurgo con su mujer, una artista gravemente enferma, y cómo esta muere no sin culpa del marido por ser un obstáculo en su tarea. La segunda imagen del tríptico examina las relaciones del ingeniero con sus colaboradores, a quienes espía obsesivamente para que estos no pongan en peligro la marcha del laboratorio. La última visión se centra en su hija Greta, nombre de innegable resonancia goethiana, de cuyo fin también es él verdadero responsable. Pese al orden aparente, la historia no sigue una auténtica estructura lógica, son frecuentes los giros cronológicos y a veces es sorprendente cómo se revelan las relaciones que vinculan a los personajes, así como las visiones cósmicas intrusivas de un universo en perpetua transformación; y verdaderamente no es poca la sensación de extrañeza que el propio Händler provoca con su estilo literario plagado de los neologismos y anglicismos normales en la vida de un ingeniero pero también comunes  para nuestra sociedad, la más mercantil y tecnificada de la Historia.

A primera vista, el hecho de que la acción se remita a un laboratorio secreto, perteneciente a la misteriosa multinacional D’Wolf, consagrado a la robótica más avanzada, animaría a pensar que estamos ante un ejercicio de ciencia ficción. Pero al margen de la irónica mención a un Aeropuerto Billy Brandt de Berlín plenamente operativo (cuando se está lejos de acabar las obras hoy en día), nada hay de ciencia ficción pues hace tiempo que el trabajo con robots y la creación de sistemas capaces de coordinarse y aprender siendo operativos entre sí, son cosa cotidiana. El objetivo del autor es otro y consiste en presentar la despersonalización sufrida por el personaje entregado a un modo productivo no sólo desprovisto de espíritu, sino enemigo declarado suyo (aquí sí es posible ver una crítica de sistema). Ciertamente la cuestión de las relaciones interpersonales y la propia identidad aparecen como tema frecuente en la literatura en lengua alemana actual, sirvan como ejemplo Sin nada, la novela de Katharina Hacker cuyos personajes afrontan el vacío interior sobre el que han construido sus vidas o incluso los viajes metafóricos de Christoph Ransmayr (por ejemplo El último mundo, o Los horrores del hielo y la oscuridad, historias en que sus personajes desaparecen espiritualmente hasta integrarse en el paisaje del último rincón del mundo al que han acudido mixtificándose con las personas que antaño habían pisado aquel ignoto suelo). Tampoco es desconocido el problema de la despersonalización vinculado al auge (hasta ahora imparable) de la técnica; en efecto, no es un hecho desconocido en la literatura, y conviene recordar aquí el libro de Max Frisch, Homo Faber y más aún la sugerente Abejas de cristal, novela de Ernst Jünger centrada precisamente en la robótica y en la creación artificial de seres humanos. Por cierto que el verdadero peligro de la creación robótica en Jünger está en la aniquilación del espíritu humano por obra de la técnica (a lo que aludía Jünger en Los titanes venideros cuando habla del futuro inmediato como propicio para la técnica y hostil para el espíritu) y no sería ocioso recordar aquí el ensayo modélico de su hermano Friedrich Georg Jünger Perfección y fracaso de la técnica.

La novedad de la historia de Händler reside en haber llevado el campo de actuación directamente al laboratorio robótico y hacer protagonista a alguien ya previamente despersonalizado cuya vida está entregada a la creación artificial por sí misma, es decir, sin fin moral alguno, por alguien que previamente renuncia a la existencia humana e incluso rechaza el legítimo derecho al reconocimiento del éxito y de la labor bien hecha en aras de su objetivo. El problema de la aceptación consciente del Mal aparece abiertamente en la novela, pues para la creación es preciso destruir, romper física y éticamente con la familia, con la esposa y la hija, con los amigos, incluso sacrificarlos a todos en cuanto suponen un riesgo para la consecución del objetivo fijado. El anónimo ingeniero tiene tanto los rasgos titánicos de un Prometeo como de un Fausto, pero el Fausto del Tercer Milenio no logra -ni desea- su redención. Este proceso de creación artificial está jalonado por la intrusión en la trama de reflexiones y visiones del ser en un proceso eterno de multiplicación, creación, destrucción y regeneración; un modelo cosmológico que no es ya un universo sino un pluriverso, no un cosmos ordenado sino una ensayo malogrado en vías de perfección llevado a cabo por unos desconocidos ingenieros en su papel de demiurgos. El comos, para el anónimo ingeniero protagonista de la historia, ya no es armonía ni proporción, sino ensayo y error.

Händler desarrolla una historia demiúrgica, en la que el humano creador ha perdido precisamente su calidad humana más esencial, incapaz de toda relación, o de sentir afecto, incapaz de relacionarse con los demás, carece por completo de identidad y no proyecta calor alguno sobre las demás personas que le rodean. Es el habitante de un frío laboratorio secreto que forma parte de la gran multinacional D’Wolf, tan grande que tanto parece en la práctica un universo en expansión, como una entidad demónica sin cabeza personal o nacional visible, un complejo ente de relaciones que se ha extendido como un organismo pluricelular por todo el planeta. Al mismo tiempo, tampoco hay seguridad ontológica alguna a la que poder aferrarse desde el momento en que el universo (o pluriverso) es también una creación artificial, con lo que ya parece que nada hay que pueda contener el titanismo que preside esta historia posthumana. El proceso de hipertecnificación toca cumbre en la novela de Händler, que nos presenta un frío mundo posthumano, vacío, que bien podría haber sido producido en un aséptico laboratorio.

* Ernst-Wilhelm Händler, Der Überlebenbe, S. Fischer, Frankfurt a. M. 2013, 319 pp.