domingo, 19 de febrero de 2012

JUEGOS AFRICANOS

También en los viajes sin rumbo es importante llevar un cuaderno de bitácora donde tomar la estima del barco. 
Ernst Jünger




Es un hecho conocido que esta novela, publicada en 1936, es autobiográfica. El joven Berger que escapa del hogar paterno cruzando la frontera francesa, llegando a Verdún, no es otro que el propio Jünger. Su propósito era alistarse en la Legión Extranjera para lo cual hubo de mentir sobre su edad. Entonces contaba con dieciséis años y buscaba la aventura en tierras exóticas, en lejanos países circundados por los hielos perpetuos del polo, donde pudiera encontrarse con las fuerzas primordiales cuyo contacto añoraba el genial escritor, según parece, ya desde la infancia.

La idea principal es la fuga constante en busca de lo Primordial, Único y Verdadero, que aquí es identificado con lo africano. Dicha fuga no llega a consumarse en el sentido soñado por el protagonista. Decimos soñado porque el protagonista sufre una verdadera ensoñación prácticamente desde el comienzo, pues “al final sólo la imaginación nos parece real, y la vida cotidiana se revela un sueño donde nos movemos a disgusto como un actor al que su papel desasosiega. Es entonces cuando el creciente tedio recurre a la razón y le impone la tarea de buscar una salida”. Dicha salida es la fuga de una realidad en la que se vive como de prestado, en la que uno se desenvuelve como un sonámbulo y que se ha vuelto enojosa. La huida por tren desde Tréveris y los primeros momentos de su estancia en Verdún a la busca del centro de reclutamiento forman ya parte de la aventura, así como el paseo por las calles como un hombre clandestino mezclado entre la multitud sin ser identificado como alguien potencialmente peligroso con un arma en el bolsillo, y la mísera pensión donde hay que estar ojo avizor para no ser robado, todo ello forma parte ya de una zona de umbral, que le conduce a las regiones ignoradas de su viaje. El breve paso por el acuartelamiento y su traslado a la guarnición de Sidi Bel Abbes le llevan a un mundo que no es exactamente el de las novelas de aventuras, pleno de personajes de dudosa honestidad cuando no francamente peligrosos, más carcelarios que cuartelarios. Pero ese ambiente de contacto con el peligro y con lo más primordial es algo que atrae al joven Berger desde el comienzo mismo de su aventura. El extraño juego con el arma cargada y apoyada contra el pecho en la soledad de un bosque tentando a la suerte no puede por menos que ser interpretado como la primera de una serie de invocaciones y llamadas al peligro, algo temerario y antiburgués, que el joven necesita. Por esa razón su primera preocupación es llevar a cabo una nueva fuga, una infructuosa deserción (que acaba en los calabozos) a través del desierto, acompañado del veterano Benoit con quien ha trabado amistad, en busca de mayores aventuras.

La aventura del joven fugado y aspirante a desertor acabó en cuanto el padre pudo localizar al futuro hijo pródigo y denunciar el reclutamiento improcedente del muchacho. Pero para entonces, como en las novelas clásicas de aprendizaje, ya se había forjado el hombre adulto que había de ser. Esta novela muestra elementos embrionarios en la personalidad del joven Jünger que se desarrollarán más adelante.


 

Es digno de atención por más que la obra no sea exactamente juvenil sino los recuerdos de un hombre joven que echa la vista atrás. Ante todo está presente la búsqueda de lo auténtico y primordial, del peligro; el interés por las personas cuya voluntad y temeridad los sitúa fuera de los márgenes de la legalidad en la que vive el hombre corriente, seres tan atractivos como peligrosos, como aquí es el caso de Paul que forja una auténtica red de lealtades a su paso por la Legión Extranjera antes de embarcar a África ya en Marsella; la alteración deliberada de la conciencia como una forma de conocimiento y de indagación, aquí aludida por las experiencias con el opio que narra Benoit; por último la camaradería franca y sincera entre los compañeros de armas, el recuerdo al instructor Paulus que le adiestró en el uso de las armas, “auténtico esperanto” en un mundo violento, y sobre todo, el recuerdo emocionado de Benoit, a quien dedicó el autor una carta verdaderamente elegíaca, exaltando más que la camaradería y la amistad, una verdadera afinidad espiritual, una auténtica hermandad.
El joven ha aprendido “a desdeñar la opulencia del mundo, la gloria, las mujeres, el dinero y el ansia de omnipotencia humana, pues eres el soberano de los espíritus en reinos donde, sin moverte del trono, riges la marcha el universo, desde los astros hasta la última mota de polvo”. En el momento final, con su regreso forzoso, el ciclo se cierra y el paso por zonas de umbral se hace a la inversa: es despojado de su uniforme, repatriado y devuelto a la vida real. El sueño de la fuga ha terminado. La enigmática y onírica Dorotea, espíritu femenino que conversa en sueños con el protagonista, que le advierte y le enseña, se le aparece por última vez (“el tiempo de la infancia se esfumó con ella”) dando fin a la juvenil despreocupación aventurera y señalando el comienzo de su vida adulta.