miércoles, 31 de agosto de 2016

REGRESO A TORRE DI VENERE.







Necesse est enim ut veniant scandala


Visité Múnich este verano que ahora va a terminar, aún se encontraba muy presente la memoria de sucesos luctuosos ocurridos recientemente en el Estado Libre de Baviera, esa clase de sucesos con que nos flagela tan frecuentemente el siglo XXI para exhibir su rostro, amenazante como el trueno que anuncia la tormenta. La idea de, por un instante, vivir en el mito y ser partícipe de él, me seducía demasiado como para no entrar en el Englischer Garten portando La Muerte en Venecia. Al caer la noche, Múnich brillaba. “Múnich brillaba” es la hermosa manera con que Thomas Mann comienza Gladius Dei, relato en que la trivialización y la ausencia de sentido parecen haberse apoderado de una ciudad en donde la belleza y el arte reproducidas técnicamente y comercializadas hasta la trivialidad más descarnada han envenenado la vida cultural por sobresaturación. Entre las muchas obras reproducidas, copiadas y vendidas se encontraba una Virgen con el Niño de sensualidad tan acusada, que, a decir de los espectadores animaba a dudar de la veracidad del dogma de la Inmaculada Concepción. Un riguroso asceta, Hieronymus, más escandalizado si cabe por la visión de tan bella Madonna que por los blasfemos comentarios que acababa de oír, exigía al galerista la inmediata destrucción de la obra. Su derrota deshonrosa, su escandalosa expulsión entre burlas de un ambiente tan refinado, no impidió la postrera visión profética de la espada de Dios cayendo, vengadora, sobre la ciudad del pecado. Sin duda el autor refiere aquí la crisis estética de Fin de Siglo; sin embargo, apunta también a las meridionales regiones del Renacimiento, a otro país de la cultura, a Italia, pues Hieronymus es tan claramente un Savonarola, como Múnich una Florencia. No hay luz sin sombra.




Volvía una y otra vez sobre el relato. Al fin y al cabo, estaba en la misma ciudad un siglo después. Y había tanto entre sus líneas: la crisis de las ideas estéticas, el individualismo desmesurado en pugna contra convicciones agotadas (¿cómo no pensar en Nietzsche transfigurado en tantos personajes de Thomas Mann?) y la pérdida de sentido; junto con todo ello, no se deja de apreciar la ironía del destino que años después hizo reales las profecías de Hieronymus.
No deberíamos prescindir de esta narración centenaria, por muy cubierta de polvo y años que esté, pues también parece escrita para nuestros días y encaja perfectamente, como si los arquetipos se repitieran siendo variaciones de un mismo tema, en una época, como la nuestra lo es, de rigurosos observantes religiosos que lanzan sus rencorosas miradas sobre pecadoras ciudades de luz, color, sensualidad y tantas facilidades técnicas para lograr el máximo goce. Nuevas Sodoma y Gomorra, nuevas Múnich sobre las que violentos fanáticos quieren ardientemente que caiga la espada justiciera de Dios. 





El deseo de vivir en el mito, de ser por un instante una parte de él, había resultado algo pernicioso, incluso venenoso para mí, pues desde que puse el pie en el Englischer Garten, la presencia de innumerables viajeros, paseantes y turistas con mochilas a la espalda (entre los que, sorprendente pero afortunadamente para mí, no se encontraba ninguno de pelo rojo ni aspecto hermético) me animaba a dejar Múnich e ir a Italia, quizá a Venecia.
Modestamente, me contenté con ir solo en pensamientos a Torre di Venere, el fantástico lugar donde trascurre Mario y el Mago. Pero Torre di Venere es un lugar peligroso que debe, aun en pensamientos, visitarse con sumo cuidado. No era la primera vez, desde luego, que leía la terrible historia del hipnotizador, del mago malvado y manipulador de masas, ni su violento final. Con certeza es una de las narraciones capitales de Thomas Mann, donde se examinan el mundo de la voluntad, el poder del individuo, la representación y el engaño.
Pero la lectura tiene algo de oracular para quien sabe escuchar y el siglo XXI quería volver a mostrar de nuevo su rostro cruel. Previa a la funesta visita del demoníaco hipnotizador se describe atmósfera enfebrecida, tensa, de fanática exaltación nacionalista que se ha apoderado de Torre di Venere. Entre los incómodos momentos que van subiendo la tensión, enrareciendo gradualmente el ambiente, hasta la funesta explosión de ira asesina, se encuentra un extraño escándalo del que es protagonista involuntaria la hija pequeña del narrador. Su desnudez en la playa, saliendo de las aguas, provoca una reacción de asco y escándalo generalizado entre las personas circundantes. Un momento de odio enfermizo a la carnalidad, un asco por el inocente cuerpo infantil de una niña desnuda. La llegada de los representantes del orden público, las amonestaciones y la multa final, la vergüenza…. Burlonamente el siglo XXI quería mostrar de nuevo su rostro cruel, pues diríase un pasaje escrito también para nuestros días, de nuevo como si los arquetipos se repitieran, de nuevo como variaciones de un mismo tema. Hoy en día, lo sabemos bien, el cuerpo, y aún el rostro y las manos de la mujer, provocan escándalo en ambientes oscuros, fanáticos, de primitiva crueldad. Lo que no sabíamos es que llamativas y desde luego ridículas prendas de baño destinadas a ocultar la feminidad de aquellas mujeres que viven entre infieles, también iban a desbordar los diques del escándalo en un lugar para nosotros tan remoto como el sur de Francia, la patria fundacional de la democracia moderna y de las libertades y derechos de los que gozamos. Y así junto con Mario y el Mago, leí el periódico de la mañana con la imagen de las fuerzas del orden público apercibiendo verbalmente a una mujer, porque su vestimenta para el baño se consideraba inadecuada y provocaba escándalo a los bañistas; episodios semejantes se habían repetido en varias ciudades del país, con la notoria desaprobación, con el consiguiente escándalo, con la intervención final del orden público.
Visitar Torre di Venere, aún en pensamientos, es algo muy peligroso. Se corre el riesgo de encontrarla extrañamente familiar.

lunes, 18 de abril de 2016

NATHANIEL HAWTHORNE: LA TÉCNICA, EL PECADO Y LA BELLEZA



El nombre de Nataniel Hawthorne (1804-1864) se asocia con grandes obras de la literatura clásica norteamericana, libros como La Casa de los Siete Tejados o La Letra Escarlata. Y, sin embargo, fue, en primera instancia, autor de relatos cortos antes de que llegaran las grandes obras por las que se le recuerda generalmente. Magníficas narraciones breves en las que aflora por igual la conexión con el pasado nacional norteamericano de la generación anterior al autor y el halo de lo misterioso; historias si bien cubiertas con la dignidad que dan el polvo y la herrumbre del paso del tiempo, todavía frecuentadas por personajes enigmáticos inolvidables, casi espectrales, de un mundo inquietante desaparecido en la corriente del tiempo.


Nathaniel Hawthorne by Brady, 1860-64.jpg
Esos personajes intranquilizadores pueden tomar la forma de una fantasmagórica anciana que puebla un solitario caserón esperando la restauración del rey depuesto; también de un misterioso guerrero de cabellos grises que surge de la nada y como por encantamiento en diferentes momentos de la historia; incluso de habitantes solitarios en desvencijados hogares con actitudes que casi podríamos definir como proto-kafkianas, ya sea recluyéndose en vida durante años sin dar noticia de su paradero, y sin embargo, viviendo cerca de sus familiares para aparecer inopinadamente un buen día ante ellos; ya sea destruyendo una casa por dentro en busca de un quimérico tesoro oculto entre sus muros o bajo su suelo. Otras veces algo inquietante y extraño hace que comparezca un mundo cercano a lo sobrenatural, antiguas y arcanas creencias como en el relato sobre los rituales secretos del árbol de mayo (The Maypole of Merry Mount); o aquelarres mantenidos ocultos por una comunidad de iniciados en la que estaban confabulados todos los hipócritas habitantes de la ciudad (Young Goodman Brown). Por todas partes observamos aquellas cualidades que le hicieron por igual un cronista del pasado norteamericano como un autor casi de terror sobrenatural admirado por Lovecraft. 

Y, sin embargo, no es simplemente el sacerdote de generaciones pasadas ni el guardián de un preciado legado. También es un autor preocupado tanto por la creación artística como la reproductibilidad técnica y la artificialidad, lo que le convierte en un pensador plenamente contemporáneo. Hay mucho de prometeico en sus personajes, a veces bajo la forma de una farsa casi grotesca, como en la historia de la creación de un hombre artificial a partir de un espantapájaros por obra de una bruja (Feathertop). También la creación artística puede ser mágica y técnica por igual, como en El Artista de la Belleza (The Artist of the Beautiful), la historia de un extraño inventor capaz de crear seres artificiales, bellas mariposas de cristal que recuerdan un tanto a las abejas de cristal jüngerianas, por su belleza y su artificialidad y por la misteriosa capacitación técnica que permite al científico robar el fuego sagrado de la creación artificial de vida.
En ninguno de los casos puede hablarse de un alegre final, pues el autor desvela el triste destino que sufren aquellos de descorren el velo del misterio con el abuso de la técnica, con la usurpación de los poderes creadores antes patrimonio exclusivo de Dios. 



Efectivamente, Hawthorne crea un personaje característico en muchos de sus relatos, se trata del hombre fáustico y prometeico que busca superar la creación natural mediante una creación modificada y artificial. No es solo una grotesca hechicera que embruja un espantapájaros como en la historia ya mencionada, ni siquiera una especie de alquimista (Ethan Brand) antiguo servidor de un horno de cal que con ayuda primero de los demonios que habitaban el fuego y luego con su superior intelecto, logró encontrar aquella verdad que tan afanosamente buscaba: descubrir cuál era el único “Pecado Imperdonable”. También hacen acto de presencia auténticos científicos, si bien tocados con el halo de lo sobrenatural. Es sin duda el caso de El Artista de la Belleza, pero también resulta idea central en La Marca de Nacimiento (The Birthmark), en que el científico es además un artista, pero un artista que trata de corregir con medios artificiales las imperfecciones físicas de la mujer a la que ama (aun a costa de convertirla en una persona modificada artificialmente) logrando un éxito total en su propósito, si bien ocasionando con ello el progresivo debilitamiento y muerte de su paciente poco después del experimento. En efecto, los misterios de la naturaleza no se pueden desvelar a cualquier precio y el científico ocasiona la perdición a quien más ama. Un caso análogo descubrimos en la hija de Rapaccini (Rapaccini’s Daughter), una historia que hunde sus raíces en la antigüedad clásica e hindú. Aquí la indagación natural asocia belleza y perfección con muerte e intoxicación. Beatrice es la hermosa hija del científico Rapaccini, hombre conocedor de todos los venenos producidos por la naturaleza. Su jardín es una auténtica plantación del mal, habitado por flores tan funestas y venosas como bellas. La cercanía con las flores ponzoñosas la ha convertido a ella misma en venenosa. El galán de la historia, un joven aspirante a científico, intenta curar de su envenenamiento a la hermosa Beatrice, pero el antídoto es para ella, paradójicamente, un poderoso veneno. 


La fábula prometeica en Hawthorne no acaba bien jamás. En el fondo es imposible reparar artificialmente una naturaleza inclinada a lo material, y así junto con algunos pocos personajes de una bondad celestial, aparecen por doquier clarividentes ejemplos de la mayoritaria tendencia humana a perseverar en el error; pues tanto en hombres como en mujeres aparece tan perenne como el estigma de Caín la marca de los goces materiales, la envida, el odio al prójimo y el amor a las riquezas. Personajes tales pueblan la mesiánica historia de El Gran Rostro de Piedra (The Great Stone Face), así como también aparecen integrando la extraña sesión científica en apariencia (pero mágica en realidad) en la que el Dr. Heideggger (Dr. Heidegger’s Experiment), recurriendo a las misteriosas aguas de la eterna juventud, permite por unos instantes que personajes decrépitos y malvados recuperen fugazmente su juventud para, por desgracia, volver a repetir contumazmente sus errores.



Esta triste verdad es conocida por Hawthorne y con igual firmeza la creen sus personajes prometeicos, ya sea la vieja bruja Mother Rigby o el delicado artista de la belleza o el poeta que visita el valle donde se levanta el gran rostro de piedra, todos acaban comprendiendo que la condición humana es irreparable, que no son los altos ideales los que mueven a la mayoría, sino que la mayoría se mueve, con el aplauso general, por el ansia de placeres y dinero. Y un hecho más terrible aún: en no pocas ocasiones la mente del científico es también una mente contaminada por los deseos más innobles, como reconoce Ethan Brand, el fáustico personaje que ha tratado con divinidades infernales en la historia que lleva su nombre, cuando afirma que el mayor pecado, y el único imperdonable, es el encumbrar la inteligencia por encima de la fraternidad humana y del temor de lo más sagrado, haciéndola capaz de sacrificar cualquier cosa en el altar de su propio poder.




lunes, 4 de enero de 2016

EL PROGRESO TÉCNICO Y LOS LÍMITES DE LA HUMANIDAD



La Bestia Humana, de Émile Zola





Ha sido muy celebrada la afirmación de Anton Chéjov dirigida contra Liev Tolstoi según la cual habría más humanidad en “el vapor y la electricidad” que en “el vegetarianismo y la castidad”. Chéjov, médico y escritor, era lo bastante realista para entender la imposibilidad de que el ser humano pudiera convertirse en otra cosa distinta a la de su condición biológica más elemental, como por ejemplo en un pacífico herbívoro, ajeno a las demandas del celo y la reproducción. Seguramente Chéjov era también lo bastante noble e idealista como para estar muy lejos de conceder al vapor y a la electricidad la dimensión titánica que realmente tenían. Hoy, con el beneficio que da la experiencia histórica, ya sabemos que el vapor y la electricidad habían de superar su función meramente servil para, fieles a su vocación titánica, seguir el camino final de la emancipación y del dominio mediante la satisfacción de las necesidades humanas más básicas, necesidades que no son precisamente las que dicta el vegetarianismo o la castidad. Se emprendía así un camino que desde las calderas de carbón y los generadores eléctricos nos ha llevado a los reactores nucleares y a la ingeniería genética.
El triunfo general de la técnica se hizo visible con total claridad en el siglo XIX; desde luego que la técnica fuera hermanada con la idea de progreso material de la humanidad era algo de lo que jamás se dudó. Pero el camino de la técnica resultó efectivamente más humano que la filantropía tolstoiana (o cualquier otra filantropía) hacían suponer, “demasiado humano”, en un sentido mucho más básico y elemental. La función de la técnica no es otra que satisfacer las necesidades profundas, no precisamente las más elevadas ni espirituales, del ser humano, que tienen que ver con su comodidad inmediata; y así bajo la capa de tecnología subyace siempre la satisfacción del cerebro reptiliano que nos acompaña desde que salimos del fango de la tierra, y basta quebrar la fina capa de la cultura material para ver actuar las fuerzas más elementales del deseo, la destrucción, y la muerte, el mundo de las pasiones elementales, o como casi como podría decir Arthur Schopenhauer, el mundo de la voluntad.
Émile Zola nos lleva con La Bestia Humana, publicada en 1890, al entonces relativamente nuevo mundo de los ferrocarriles; las máquinas de vapor salvan las distancias con precisión y regularidad milimétrica y dibujan un nuevo mapa mental con conceptos de tiempo y espacio que borraban la antigua concepción del mundo propia de la teópolis medieval. El ferrocarril, signo más evidente de los nuevos tiempos, es una construcción humana, y por ello tiene en su artificialidad algo de tenebroso y titánico. No es casualidad que el primer gran retrato de la era del ferrocarril fuera realizado en 1844 cuando William Turner pintó su Agua, Vapor y Velocidad, haciendo salir la poderosa máquina de un mar de fuerzas meteorológicas elementales, en un paisaje de líneas difuminadas en que los elementos de la vida tradicional aparecían desdibujados y mortecinos (barqueros, campesinos, una liebre asustadiza que huye espantada del tren), casi fantasmagóricos; en fin, Turner vio un mundo que se extingue frente a otro que aparece. Tampoco es casualidad que el cine, sin duda el logro artístico y técnico más importante de la pasada centuria, tuviera como primera película filmada en la historia, cinco años antes de la publicación de La Bestia Humana, una secuencia consistente en el derribo de un muro, la partida de un barco y la llegada de un tren.

Turner, Rain, Steam and Speed



En este mundo de ferrocarriles que refleja La Bestia Humana, de transporte de bienes y de personas, orden milimétrico y puntualidad sujeta a las estrictas leyes eficacia y de rentabilidad, Zola hace confluir una serie de apetitos, pulsiones sexuales y homicidas de distintos personajes que acaban colisionando entre sí. La historia es en sí cerrada, limitada y claustrofóbica, haciendo el pendular constante de los trenes las veces de coro trágico y alegoría del destino. La disparidad de tipologías enfrentadas, y carácter elemental y homicida no pasaron desapercibidos para grandes directores como Jean Renoir o Fritz Lang que adaptaron la novela de Zola para explorar la condición del alma humana y sus lados más oscuros e inquietantes.
El argumento, enmarcado en las postrimerías del reinado de Napoleón III, lleva la complejidad de las tramas de asesinato, robo, celos y violencia contra las mujeres. Grandmorin, presidente crapuloso de la compañía ferroviaria, es asesinado por el jefe de estación Roubaud, quien además ha obligado a que su mujer Séverine, que mantenía una relación desde su juventud con Grandmorin, fuera cómplice del asesinato. El apuñalamiento y robo (robo simulado para dar a entender que el asesino no debía de ser un marido ofendido sino un ladrón) fue visto accidentalmente por Lantier, un maquinista que desde siempre ha sentido una pulsión congénita hacia el asesinato y al que le persiguen deseos incontrolables de matar mujeres, deseos hasta ahora reprimidos, y de alguna manera sublimados por la dedicación que profesa a su trabajo y al cuidado de la locomotora La Lison, mediante la que mitiga su frustración sexual. Las investigaciones de la incompetente autoridad judicial (más interesada en silenciar un caso criminal que podría alentar la revuelta social en un Estado que se tambalea) no impiden que asesinos y testigo lleguen a un tácito entendimiento ante el temor de la delación o el chantaje, Lantier además siente una atracción difícilmente contenida hacia Séverine. El temor a ser descubierto, la propensión de Chauboud a la violencia, el alcohol y el juego hacen que Séverine busque en una salida mediante un nuevo crimen. Esta ofrece a Lantier, convertido en su amante, la posibilidad de iniciar con ella una nueva vida si matan juntos a Chauboud y entre ambos planean su asesinato. Pero no es a Chauboud a quien mata Lantier, sino a Séverine, siguiendo por fin la pulsión que le atenazaba desde el comienzo y ante la que ya no puede resistir, como si fuera Robert Dusk, el violador y asesino en serie de la película de Alfred Hitchcock Frenesí. Del crimen se acusa al marido, cosa creíble por su notoria brutalidad. Lantier, aparentemente bien librado con su falso testimonio, es sin embargo un hombre ya irremisiblemente condenado, incapaz de controlar su propensión al crimen. La culminación de tan terrible historia trasciende la catástrofe personal y se convierte en colectiva, y aquí aparece el otro rostro amenazante de la edad moderna, el del militarismo. Al estallar la guerra franco-prusiana que supondrá el fin del Segundo Imperio Francés y la proclamación del Reich Alemán, los trenes llenos de soldados enardecidos por un patriotismo ciego marchan convencidos de su victoria hacia la muerte (y la derrota); sin embargo, el tren conducido por Lantier no llegará jamás, pues se precipita con furia sin control fuera de las vías, después de que el enloquecido maquinista y su fogonero se enzarzaran en una absurda pelea a muerte ignorando la conducción. Este es un final casi wagneriano al estilo del Ocaso de los Dioses (y entonces resulta comprensible el parentesco espiritual que según Thomas Mann unía a Richard Wagner con Émile Zola), de hundimiento en la nada y de catástrofe generalizada, con el furor asesino de Lantier desbocado precipitando con él a una turba de soldados que cantan canciones patrióticas y que morirán sin tener siquiera la oportunidad de convertirse en carne de cañón.
Aquí Zola plasma la dimensión demoníaca del ser humano, que lejos de ser aplacada por la técnica, es solamente enmascarada por esta, simplemente disimulada, cuando no espoleada aún más por ella. Es la represión, el miedo al castigo de la ley lo que pone freno a los impulsos asesinos. Sin embargo, la imposibilidad de que el poder coercitivo del Estado llegue a todas partes, la torpeza de las autoridades interesadas en calmar la situación (política y socialmente explosiva en un país que se deshace lentamente) más que en esclarecer los hechos o impartir justicia, hacen perfectamente posible el suceso criminal. Es la propia naturaleza degradada del delincuente, no la justicia civil, sino su débil psicología que le arrastra a patologías como el alcoholismo o la ludopatía, la propensión a la violencia y el desequilibrio de los apetitivos y la satisfacción inmediata del instinto de placer, lo que provoca que la ruina final del criminal sea una mera cuestión de tiempo. El hecho de que en la novela escape el principal culpable al peso de la ley, sea condenado un inocente y el único asesino encarcelado lo sea por motivos que contradicen expresamente la realidad parece una burla áspera frente a un sistema judicial ciego e inhábil. (En contraste con la también ciega, pero inapelable infabilidad de los sistemas mecánicos). 

Fritz Lang, Human Desire



Es la pulsión, la bestia que vive en el interior de cada hombre la que se abre paso a cada momento, y aunque todos personajes de la historia experimentan la pulsión de lo elemental, solo Lantier encarna el carácter bestial que constituye el verdadero acicate de la acción, el verdadero motor de la historia. Lantier solo ama, se entiende que patológicamente, a su locomotora, La Lison. En efecto, se trata de un amor anormal y que sirve únicamente para mitigar artificialmente su pulsión criminal. Desaparecida La Lison, en un accidente provocado en parte por las acciones de Lantier, esta pulsión ya no conoce barrera alguna y de la muerte de Séverine pasará a provocar la muerte de él mismo y de cientos de personas que integran un convoy militar, haciendo así una premonición terrible de las realidades que marcaron el siglo siguiente: la tecnología y la guerra.
El siglo de Zola es el de las revoluciones tecnológicas, pero la bestia mecánica que aparece entre brumas en el cuadro de Turner y que Zola convierte en otro personaje de la novela, no es un mensajero de tiempos mejores, ni porta poder alguno redentor, es un heraldo del nihilismo que finalmente se convierte en instrumento de aniquilación. La propia rigidez de los horarios y el pendular constante de los trenes sugiere una carencia angustiosa de libertad, una presencia acuciante de un destino ineludible, tanto como la vía del ferrocarril que aboca inevitablemente a un punto final de destino. Quizá sea pertinente, entre la riqueza y complejidad que destila cualquier obra de Zola, recordar aquí su dimensión prometeica, que no es del todo ajena a una época como la nuestra en la que los profetas posthumanistas propugnan nuestra comunidad genética con la mosca, y por lo tanto nuestra animalidad a costa de nuestra individualidad, sugiriendo en último término que la humanidad es un espejismo provocado entre otras cosas por complejas reacciones bioquímicas, que nuestro yo es en realidad un superorganismo, una amalgama de herencia genética y estímulos microscópicos del entorno que puede mejorarse, modificarse e influir voluntaria y deliberadamente en su propio proceso de evolución recurriendo a una tecnología cada vez más desarrollada. Así estaríamos en parte liberados de la responsabilidad hacia nuestros instintos connaturales, y bien dispuestos a iniciar un debate ético nuevo para una época posthumana, con humanos mejorados artificialmente y nuevas inteligencias artificiales cada vez más complejas; dicha información sobre nuestro ser y sobre los nuevos seres que emergen nos llega a través de vías que ya no son las del ferrocarril sino las vías de la información trasmitida por una compleja red planetaria a la que llamamos internet, en cuyo ser en perpetua transformación se entremezclan de manera inseparable el mundo de las mejoras y las comodidades con el de la satisfacción elemental de los instintos animales. El proceso de indiferenciación y mixtificación entre naturaleza y cultura, entre artificial y natural, se ha acentuado más hasta hacerse indistinguible, quizá sea el nacimiento de un nuevo ser global y superorgánico de miles de cabezas naturales y sintéticas, quizá sea la manifestación de la voluntad schopenahaueriana, emancipada por el poder explosivo de la técnica que la ha liberado como se libera de las profundidades de la tierra el combustible fósil tan poderoso, tan peligroso, aun después de un sueño de millones de años, como una bomba sin explotar que conserva intacta su carga explosiva, como un espíritu confinado en la prisión de su botella o de su tinaja y al que de repente se le abren las puertas de su prisión.