
Personalmente me complazco en las llamadas casualidades, parece una forma burlona con que lo Desconocido se manifiesta. La casualidad tiene algo de enigma, como si una divinidad se dejara intuir sin mostrarse, señalando una dirección sin desvelarla por completo pero subrayada por un hecho inesperado. Cuando leemos, si lo hacemos en serio, es decir, sin ánimo únicamente de matar el tiempo sino persiguiendo un goce más espiritual, no tardamos en recibir llamadas de dioses desconocidos que juguetean con nosotros mandándonos sus misteriosos oráculos por entre las líneas de nuestros textos sagrados. A veces el mensaje cae en el olvido, la semilla resbala a los lados del camino y se la comen los pájaros, otras veces consigue echar raíces y poco a poco se hace como en la parábola del árbol de la mostaza. Algo así ha sucedido sin duda muchas veces y nuestra mente se ha ido poblando de ideas, de profetas, de mares y abismos profundos, de seres en permanente transformación, de visiones oníricas.
El paisaje desolado, el paisaje de ruinas por entre el que se abre paso un solitario caminante está hondamente arraigado ya entre los sueños más antiguos de la infancia, y vuelve una y otra vez de manera recurrente y aparentemente casual. No es necesaria la contemplación de las ruinas que abruman al artista como en la famosa pintura de Füssli. La simple visión de una ventana rota, una casa desvencijada con sus muros vencidos por el tiempo y conquistados por la vegetación silvestre podría llegar a inspirar versos semejantes a los Poemas del Ocaso de Georg Trakl. Kafka menciona en su diario la imagen onírica de un niño sobre un paisaje en ruinas. Recordamos, sin duda, haber soñado con ambientes familiares que de repente aparecen despoblados o habitados por seres desconocidos (los monstruos de nuestra infancia), con un incendio que iluminaba el cielo en plena noche de nuestra ciudad desierta como por obra de una maldición. No es una pesadilla individual, sino la pesadilla colectiva de muchos. La ciudad vacía y en ruinas, muerta, podemos verla en la imagen cinematográfica de Stalker de la que casi podría decirse que fue una profecía del cataclismo real de Chernobyl, después descrito por la poetisa Liubov Sirota. Quizá Tarkovski no haya sido aquí tanto una especie de profeta como el portador de una imagen ancestral arraigada en el alma humana.
Una de las extrañas casualidades a las que soy aficionado puso en mis manos una reciente traducción de la obra Hojoki del poeta japonés del siglo XIII Kamo no Chomei (recién publicada por Insel Verlag en modélica traducción de Nicola Liscutin que añade un completo epílogo sobre la vida, obra y época del poeta). Este es sin duda uno de los grandes escritores de la literatura antigua japonesa y uno de sus más celebrados anacoretas y hombres santos budistas. El trasfondo cultural y político, complejo y agitado, en el que se desarrolló su vida de renuncia, debe ser entendido desde el punto de vista del pensamiento finalista y escatológico del budismo. Kamo no Chomei vivía al final de la edad del mundo, cosa visible en el decaimiento de las costumbres, la conculcación del derecho, el gusto por lo material y el olvido de la doctrina religiosa por todas las gentes, incluso por los monjes y sacerdotes. Este poeta, degradado de su posición sacerdotal por los cambios políticos recientes a los que no era ajeno el traslado de la capital, decidió abandonar todo contacto con el mundo y retirarse a las montañas para vivir como un desterrado, buscar la paz y renunciar a un mundo agotado que se destruía a sí mismo despreciando los ideales más sagrados de la civilización. De alguna manera tiene un parentesco lejano con los ermitaños de la novela jüngeriana Sobre los acantilados de mármol.
El tema de su obra no es sino la exaltación de la vida anacorética frente a un mundo que se consume en lo material, que queda reducido a ruinas, se deshace y muere. Impregnado de los ideales budistas de renuncia a un mundo que degenera y decae, el poeta Kamo no Chomei muestra un devastado paisaje en ruinas, el mundo en su última edad, destruido por la acción de la naturaleza, por los terremotos, maremotos e incendios y castigado por la propia maldad humana, la ambición, el hambre y la guerra. El poeta, además, pertenece a la cultura de sacerdotes y poetas cortesanos que comienza a desaparecer mientras emerge una edad de hierro, una nueva época, cruel y más dura, de señores feudales y guerreros que anuncia la última edad de la decadencia y el fin que anuncia la escatología budista. Incluso la literatura ha cambiado, y frente a la sensibilidad poética de la que todavía forma parte el autor de Hojoki surge el cantar guerrero de los grandes clanes, como el Heike Monogatari. Este hombre renuncia, por tanto, a vivir en un mundo hostil que desprecia aquello que eran los ideales más sagrados de la existencia y que ahora promulga otros nuevos basados en la idea de que quien tiene el poder tiene también la razón. El antiguo poeta cortesano se retira a un abrigo de la montaña y contempla el mundo desde lejos, el vaivén de quienes se afanan en perseguir bienes efímeros, pero también el hundimiento de unos, el encumbramiento de otros y la permanente guerra y destrucción que se infligen los hombres unos a otros al mismo tiempo que huracanes, incendios, terremotos y tsunamis azotan a los supervivientes.

El viejo monje deja pasar los años viviendo en aquellas soledades, hasta el extremo de que incluso los ciervos se han acostumbrado a su cercanía, los animales silvestres ya no le temen. Apenas algún lugareño le ofrece compañía, entre ellos el hijo de un campesino, un niño de corta edad, que acompaña en sus paseos al sabio. A veces la visión lejana de las luces de la ciudad y las lámparas de los barcos acercándose a puerto despiertan en el desterrado voluntario los recuerdos de nombres pasados que caen bajo el manto del tiempo y de la muerte; le abordan alguna vez, despertando el suave dolor de la nostalgia. Sin embargo el río de la vida pasa ante él, así lo describe con unas palabras que nos recuerdan a Heráclito, lo contempla sabiendo que trascurre en su cauce y que las olas espumosas de sus aguas no retornarán jamás. Los avatares políticos y cambios de la fortuna han arruinado muchas vidas, entre ellas la suya. El mundo de la naturaleza también está turbado, señal inequívoca de que algo no anda bien en el orden del universo. Podría advertirnos, como los sabios estoicos de nuestra tradición clásica: mundus senescit! Para él no hay progreso en la humanidad, sino decadencia, y junto con la humanidad decae el mundo. El hombre se alza contra sí mismo, hay hambre y pobreza producto de la guerra. Ante sus ojos aparece una naturaleza conmovida que castiga al hombre, los terremotos destruyen templos centenarios y edificios con generaciones de historia, los huracanes se combinan con los incendios hasta el punto de oscurecer el cielo, las gentes andan a oscuras mientras que el ruidoso desplome de los edificios ensordece a los habitantes de las ciudades. El mar engulle la tierra para retirarse después dejando un amasijo irreconocible de objetos, ganado y hombres muertos. Huracanes, terremotos y maremotos arruinan la obra del hombre sin compasión. Las casas más elegantes y en las que nobles familias han vivido durante años son destruidas en un instante por un incendio que es capaz de arrasar la ciudad entera, como de hecho ocurre. Estos son los golpes de la fortuna que causan el destierro, la ruina o la extinción de familias.
Ante la contemplación de este terrible espectáculo, el anacoreta se ha construido una modesta celda en la que con toda la pobreza de la renuncia, medita, contempla el mundo, escribe poesías y canciones que interpreta con su laúd. Pero ni siquiera el hombre sabio que ha emprendido el camino de la renuncia está a salvo del karma pues para estarlo sería preciso ser un dragón que volara por encima de las nubes, nos dice el poeta, para quien la lejanía de su retiro ejerce una fascinación que le preocupa e inquieta finalmente pues siente que es también una forma de apego y cariño a una parte del mundo material, del que sólo le salvará el rezo constante y la veneración del sagrado nombre de Buda.
Junto las agitadas y tremendas imágenes descritas por el autor de Hojoki ante la ruina del mundo, también queda algo de la paz alcanzada por el monje cuando reza, escribe sus poemas y canta acompañado de su laúd. He aquí al solitario anciano junto a las criaturas inocentes, el niño o los ciervos del bosque. Al anciano le cuesta conciliar el sueño en medio de la noche, alegrías pasadas y penas presentes toman su alma como campo de batalla. Entonces abre los ojos, se levanta y atiza el fuego, aviva las cenizas que aún no se han extinguido y las convierte en las compañeras de su vigilia. Hermosa imagen. La montaña en su grandeza consuela al espíritu extenuado de nadar en las encrespadas aguas del mundo, las aves, los animales salvajes y el paso de las estaciones apaciguan el alma del anciano. Todo es cambio y nada permanece, el poeta nos recuerda que sólo en una ermita endeble, levantada sin ánimo de durar, encontrará el hombre, por paradójico que parezca, la paz y seguridad que el sabio ansía en un mundo sometido a toda clase de trasformaciones. Sin las trampas que nos aparten del buen camino, si eludimos la pérfida influencia del mal karma, nos consagraremos a nosotros mismos, a trabajar, leer, escribir poemas y canciones, meditar, dar largos paseos con una plácida y continuada conversación con la milenaria montaña.
Estos lejanos pensamientos escritos en medio de un mundo en ruinas largo tiempo desaparecido me han hablado hoy con extraña familiaridad, quizá porque su mensaje es intemporal, quizá porque el mundo siempre amenaza ruina, quizá porque aún hay tiempo para refugiarse en el bosque.
