martes, 17 de agosto de 2010


La montaña mágica y el espíritu de lo elemental




Algo grande ocurre cuando el hombre y la montaña se encuentran

W. Blake

El país entero yace postrado bajo un calor asfixiante, asfixiante en más de un sentido. Calles desiertas de un asfalto ardiente como si acabara de caer una bomba de neutrones; playas abarrotadas hasta el punto de parecer colonias de termitas humanas; bosques ardiendo por capricho, ignorancia o maldad de esa raza de hombres que soporta bien el calor y la putrefacción material y moral que este trae consigo; joviales turistas de la cultura de bolsillo acudiendo en masa a los nuevos centros de interpretación para que les expliquen de manera útil, didáctica, amena, constructiva, y sobre todo accesible, cosas que todo buen ciudadano, o ciudadana, debería conocer en su dosis correspondiente –nunca en exceso- para entretenerse y luego poder degustar un plato típico –pero con moderación, poco alcohol y nada de tabaco- con la convicción de haber satisfecho antes las necesidades del espíritu. En fin, dicho en pocas palabras, el país entero está disfrutando en mayor o menor medida de sus vacaciones veraniegas. Hay calor, asfixia, descomposición, entumecimiento y posición horizontal, a eso se le llama hoy en día ocio, ya sea cultural o vacacional. No tengo nada que objetar y hasta me parece bien así, dadas las circunstancias. Escribo esto sin amargura, como en las cartas de antaño en que se informaba al destinatario de las circunstancias que le rodeaban y del tiempo que hacía.

En estos días de asueto, para muchos tan queridos o más que los días de navidad, he buscado algo de aire fresco y puro, e incluso de consuelo, aprovechando que nadie requería nada de mí, en el sanatorio de Davos. Me he adentrado en la conocida novela de Thomas Mann, La montaña mágica, cuyo argumento y detalles –de sobra conocidos- no es necesario referir aquí. Quien la haya leído tendrá su propia opinión de ella, habrá quien la encuentre genial y también quien no la soporte. Habrá quien recuerde más tal o cual personaje o pensamiento. Cada cual según su gusto. Yo he sentido mucho interés por el proceso de iniciación que sufre Hans Castorp durante los siete años que dura su –digamos- cautiverio en la montañas, cautiverio forzado y sorprendente al revelarse él mismo enfermo y –como se recordará- tener que alargar su estancia en principio de quince días, hasta su recuperación final sine die. Durante ese tiempo en la montaña y fuera del tiempo del mundo “de allá abajo” diversos acontecimientos van colocando al joven en un plano diferente de la existencia, en medio de una atmósfera en la que reina lo onírico y la falta de contacto con la realidad del mundo de “allá abajo”. Una tormenta de acero – el estallido de la guerra- pone fin a su ensoñación y le devuelve al mundo. Es obvia la intención por parte de Th. Mann de crear un Bildungsroman. El autor nos muestra el proceso de la formación de la personalidad de su héroe y se despide de él sin preocuparse demasiado por el hecho de si sobrevivirá o no, ya que las conquistas por él realizadas en el terreo del espíritu son inmortales y eternas.

¡Vivirás o te quedarás en el camino! Tienes pocas perspectivas; esa danza terrible a la que te has visto arrastrado durará todavía unos cuantos años y no queremos apostar muy alto por que logres escapar. Francamente, no nos importa demasiado dejar abierta esta pregunta. Las aventuras del cuerpo y del espíritu que te elevaron por encima de tu naturaleza simple permitieron que tu espíritu sobreviviese lo que no habrá de sobrevivir tu cuerpo.

Th. Mann, La montaña mágica, p. 1048

Su aprendizaje y comprensión de la vida se deben en parte a sus propios méritos, pero sobre todo a una serie de auxiliares, que son los que hacen la función de detonante, los que despiertan al durmiente. El primero de ellos es L. Settembrini, un burgués intelectual, nostálgico de las revoluciones liberales, a quien el autor presenta de manera cariñosa pero no sin ironía burlona, como alguien de opiniones trasnochadas aunque sean bienintencionadas. Es un hombre también enfermo, que sufre, y que participa en su calidad de intelectual en la redacción de una obra enciclopédica sobre el dolor. Naphta es otro de los maestros enfermos de Castorp, y también un furibundo antagonista de Settembrini. Es una figura trágica y autodestructiva, de una lógica perversa, encarna la justificación de los futuros sistemas totalitarios. Para él, la liberación del individuo se lograría solo mediante la sumisión a una entidad estatal superior más teológica que política. El poder se alcanzaría mediante la sumisión. Mucho menos que Settembrini goza este personaje de las simpatías de Mann, desde el momento en que su muerte es presentada como un suicidio deshonroso al que le ha llevado un ataque de ira.

El interés por la política, la cultura, la medicina o la botánica van modificando la vida del joven. Resulta evidente la confianza de Mann en las facultades del espíritu y que van dando sentido a la existencia antaño anodina del “hijo mimado de la vida”. El autor es desde luego una flor tardía del clasicismo de Weimar, de hecho su admiración por Goethe se aprecia a lo largo de toda la obra. La fase final del aprendizaje de Castorp culmina en la música y en su traumático encuentro con el ocultismo, lo que le convierte a mi entender en un personaje fáustico, más aún teniendo en cuenta los episodios de hastío y de “anestesia de los sentidos”, de los cuales le redime la música. En efecto, se hace patente el papel liberador de la música (que, recordemos, para Settembrini no era sino una amenaza política), lo que confirma el wagnerianismo y en parte la concepción schopenhaueriana de la música en Th. Mann.

El ocultismo (especialmente la estremecedora sesión final de espiritismo) le hace entrar en dramático contacto con las fuerzas ocultas pero patentes que se filtran por entre los entresijos de la vida. Desde el comienzo de La montaña mágica Castorp había percibido la presencia de fuerzas elementales. Las primeras líneas de la novela están escritas como anunciando una catábasis, un descenso a los infiernos, una catábasis que es aquí realmente una anábasis, una ascensión a la montaña. Pero se hace más patente durante la excursión en la que casi se extravía durante una fuerte nevada, percibiendo el carácter demoníaco e impersonal de la naturaleza. Precisamente es el episodio en el que sufre la alucinación –casi la regresión- a un pasado remoto y antiguo –pero no muy clásico en la acepción habitual del término- y contempla la luz y la belleza de un mundo extinguido, pero también su carácter cruel y sobrecogedor (con las escenas de sacrificio infantil).

De su cautiverio en la montaña le libera la gran catástrofe europea de 1914. De nuevo la arbitrariedad de las fuerzas ocultas que mueven la historia. Vuelve al mundo como un hombre completo tras pasar siete años en el sanatorio de Davos. Quizá baje al mundo del que había sido inopinadamente arrebatado sólo para morir en él, pero entretanto ha conocido los misterios del amor (Clavdia Chauchat), de la vida y de la muerte (Ziemssen, que es la encarnación del principio apolíneo; Peeperkorn, que por su parte representa el principio dionisíaco).

Quizá pueda sorprender la presencia de elementos alquímicos, ocultistas y espiritistas en esta novela, considerada la quintaesencia de la cultura de un mundo perdido, el mundo que fue Europa de antes de la Primera Guerra Mundial. Pero es algo que no puede sorprender en Th. Mann. La presencia de fuerzas elementales es todavía más palpable en otra obra del autor, en su Doctor Fausto, que además narra la vida de un músico. En esta otra novela el arte aparece aquí visto desde una concepción que recuerda a Fr. Nietzsche y su obra El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música. Mientras que para el amigo y biógrafo Serenus (nombre afortunado que cuadra muy bien con el personaje), el arte expresa la armonía y belleza de las obras de Dios, para Adrian Levekühn las fuentes de la creación musical son otras. Se complace con especular y sacar a relucir todo tipo de contradicciones y anormalidades en la naturaleza y en el arte. Él no ve lo divino de la música, sino lo que tiene de demoníaco. La amistad infantil de Adrian y Serenus recuerda – me recuerda a mí- a la de los jóvenes de El tirachinas, la novela de E. Jünger, Teo y Clamor, si bien con diferencias notables, pues ni Teo ni Clamor tienen dulcificadoras inclinaciones artísticas superiores y en la obra jüngeriana la presencia de lo elemental es mucho más patente y hasta acuciante. Pero es cierto que tanto los inteligentes Adrian como Teo conocen las normas pero no las veneran, sus enormes capacidades pueden –por paradójico que parezca- acarrearles la perdición:

[Friedrich] mira a Teo como si fuera una gran promesa y considera energía todo su arsenal de maldades… [Teo] conoce los valores y os desprecia. Sabe ponerlos sobre el tapete pero como fichas de juego.

E. Jünger, El tirachinas, 54-55.

Se diría que a Mann el aspecto elemental le fascina y al mismo tiempo le aterroriza, de ahí que convierta en una tragedia la caída en lo elemental, la regresión a elementos primordiales, de una persona poseedora de un espíritu culto y elevado, quizá demasiado. Sería como un círculo que se cierra: de lo elemental a lo espiritual para caer de nuevo en lo elemental. Serenus escucha atónico a su joven amigo Adrian verter opiniones casi nietzscheanas sobre el origen de la cultura y la música. Para Serenus no hay alternativa a la cultura, salvo la barbarie. A lo que astutamente respondió Adrian:

La barbarie es lo contrario de la cultura, pero únicamente dentro del sistema de ideas que la cultura nos propone. Fuera de este sistema, es posible que lo contrario sea una cosa muy distinta o simplemente no haya contrario… Si la nuestra es una época de cultura, yo entiendo… que se está haciendo de la palabra ‘cultura’ un empleo excesivo. Quisiera saber si las épocas que han poseído verdaderamente una cultura han empleado la palabra. La ingenuidad, la inconsciencia, la naturalidad, me parecen el criterio básico del contenido que atribuimos a este nombre. Lo que nos falta es precisamente la ingenuidad y ese defecto… nos protege contra ciertas manifestaciones pintorescas de la barbarie compatibles con la cultura, e incluso con un nivel muy elevado de cultura… Nuestro plano es el de la civilización. Ella crea, a no dudarlo, una situación digna de encomio, pero es asimismo indudable que para ser capaces de vivir una vida culta, debiéramos ser mucho más bárbaros de lo que somos. La técnica y el confort permiten hablar de cultura sin tenerla.

Th. Mann, Doctor Fausto, 86-87

Por otra parte, a un escritor como E. Jünger no le asustaba la irrupción de lo elemental en la vida burguesa, al contrario, lo saluda con alegría y esperanza. Lo deseaba:

Los esfuerzos dedicados por el burgués a obturar herméticamente el espacio vital para evitar que lo elemental irrumpa en él son la expresión especialmente lograda de un antiquísimo afán de seguridad, afán que cabe observar por doquier en la historia del espíritu y también en cada vida singular… En ningún momento se sentirá impulsado el burgués a ir a buscar por su libre voluntad el destino en el combate y el peligro, pues lo elemental queda allende su horizonte; para el burgués lo elemental es lo irracional y, por tanto, lo inmoral sin más. Y así el burgués procurará siempre apartarse de lo elemental, tanto si se le aparece en las modalides del poder y de la pasión como si se le muestra en los elementos primordiales del Fuego, el Agua la Tierra y el Aire.

E. Jünger, El trabajador. Dominio y figura, 52


Mann y Jünger, ambos lectores de Nietzsche, lo interpretan de manera distinta. Mientras Mann se interesa por los procesos de decadencia (así lo afirma en Consideraciones de un apolítico) sin que le ciegue la admiración, Jünger atiende al carácter heroico, más dinámico de aventura y lucha. El mundo burgués exige entendimiento, diálogo, tolerancia, pero sobre todo racionalidad. Todo ello muestra, según Jünger, su debilidad interna. Lo que escapa a su idea de racionalidad es absurdo además de peligroso, de ahí el miedo burgués a la presencia de lo elemental en su vida. Para Jünger el espíritu burgués negocia, tolera, consiente, integra, consensúa, es por tanto cínico e hipócrita. El mundo de lo elemental, por el contrario, pone en marcha fuerzas renovadoras destructoras pero purificadoras.

La presencia de estas fuerzas elementales no resulta completamente tranquilizadora ni en Doctor Fausto ni en La montaña mágica, da la impresión de que se agarra al clasicismo como a un salvavidas, la cultura es la gran dominadora de lo elemental. Está lejos de aquellos autores que invocan y conjuran dichas fuerzas, lejos de la antigua tradición romántica alemana (recordemos que para Goethe el rasgo principal del romanticismo era su carácter enfermizo), de la que, por ejemplo, participa entre otros el escritor judeoalemán H. Heine, quien se sumerge en la cultura y folklore germánico y escucha las voces nunca muertas de un lejano pasado. Así comienzan sus Espíritus Elementales:

En Westfalia, la antigua Sajonia, no está muerto todo lo que ha sido enterrado. Al caminar por los antiguos robledales aún se escuchan las voces de tiempos remotos, allí se percibe el eco de profundas palabras mágicas, las cuales están más llenas de vida que toda la literatura del margraviato de Brandenburgo. Un temor respetuoso me cruzaba el alma la primera vez que paseé por estos bosques y llegué al antiquísimo Siegburg.

El voluntarismo, lo instintivo y elemental, forman parte de la vida cultural, pero se diría que a Mann le disgusta concederles demasiados derechos, de ahí sus dos objeciones capitales contra el gran autor de los Ditirambos a Dioniso:

Tal y como yo lo veo, dos son los errores que perturban el pensamiento de Nietzsche y que lo vuelven funesto. El primer error es un desconocimiento completo, y hay que suponer premeditado, de las relaciones de poder entre el instinto y el intelecto en la tierra, como si el intelecto fuera lo peligrosamente dominante y hubiera llegado el momento de salvar de él al instinto…El segundo de los errores de Nietzsche es la relación enteramente falsa que él establece entre la vida y la moral, tratándolas como si fueran antítesis. Vida y moral van juntas. La ética es apoyo de la vida, y el hombre moral es un buen ciudadano de la vida, tal vez algo aburrido, pero sumamente útil. La verdadera antítesis es la que se da entre ética y estética. No es la moral, sino la belleza la que está vinculada a la muerte, como han dicho y cantado muchos poetas.

Th. Mann, La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, p. 115-116

Al final de su estancia en el sanatorio, el clima se le hacía a Hans Castorp ya profundamente irrespirable, más allá de la amarga experiencia de la muerte de Peeperkorn, la marcha de Clavdia Chauchat, o de la sesión de espiritismo, distintos episodios de una especie de locura o histeria colectiva hacían siniestra la vida en la montaña. En medio de esta vorágine sobreviene el duelo entre Settembrini y Naphta, con el suicido de este. El ambiente se vicia, las nubes se agolpan angustiando al joven, convertido ya en un hombre adulto. El sueño ha durado demasiado. Se hace necesaria la irrupción de la tormenta que purifique el aire y devuelva al joven al mundo que abandonó hacía siete años. Y de la misma manera que en la última escena de El oro del Rhin el martillo de Thor golpea la bóveda celeste para purificar el aire irrespirable, el trueno de una lejana tempestad todavía en la periferia de Europa pero que no tardará en barrerla llega a Davos y despierta a Hans Castorp de su sueño iniciático que había durado siete años.


2 comentarios:

  1. El inicio del artículo es delicioso, con ese paseo por las delicias veraniegas que nos arrollan, y perturban nuestra mente. Es acertado considerar "La montaña mágica" una novela de formación. La sombra de Goethe sobrevuela sobre la novela (estoy pensando en el "Wilhelm Meister"). El papel que juega la música en Mann lo tiene el teatro en Goethe. Es el juego de la cultura, de la alta cultura que se desvanece en época de Mann. Muy curiosa y acertada la comparación con Jünger.
    Saludos. Notorius.

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