Jack London describe en La peste escarlata el desmoronamiento y
muerte de nuestra civilización tecnificada y mundializada, víctima de una plaga
incurable. Detrás de la alusión evidente al relato de Edgar Allan Poe La máscara de la muerte roja, la
historia va más allá de la representación alegórica de la fragilidad de los
logros humanos, para desarrollar una auténtica teoría de la civilización, de su
origen, caída y regeneración en un ciclo sin fin en lo que lo único constante e
invariable son las fuerzas de la naturaleza.
Escrita en 1912, el autor lleva
el comienzo de la historia cien años adelante, a lo que ahora son nuestros
propios días; y así en el año 2012 la civilización había alcanzado su máximo
esplendor material y cultural, algo que resulta tan inquietante como familiar
pues el autor ha tenido el buen gusto de no fabular sobre eventuales logros del
futuro. Los viajes aéreos se han extendido y el mundo se ha globalizado gracias
a las nuevas comunicaciones inalámbricas. Pero por desgracia el esplendor de
este magnífico nuevo mundo se basa realmente en la explotación social que una
minoría, el grupo social más “apto” que domina la técnica, las finanzas y la
cultura, ejerce sobre la masa social de la población, la cual abriga un secreto
odio hacia sus amos, por el momento reprimido pero latente y presto a irrumpir
cuando se dé la ocasión de pedir cuentas. Esa ocasión llegó en el año 2013 en
que una epidemia fulminante denominada plaga
escarlata, acabó en menos de un año con la mayor parte de la población
mundial. En escasos días se desmoronan ante los atónitos ojos de los opresores
y oprimidos del siglo XXI la ley, el orden, la ciencia y el poder de la
técnica. El pánico y los saqueadores no tardaron en unirse a los horrores de la
peste. Epidemiólogos de todo el mundo trabajaron desesperadamente por conseguir
un antídoto que, aunque descubierto, nunca llegó a ser distribuido. Enormes
ríos de fugitivos abandonaron las ciudades dejando tras de sí edificios vacíos,
saqueados o incendiados; pero el éxodo fue breve ante el avance de una
enfermedad que exterminaba por igual tanto fugitivos como saqueadores, tanto a
oprimidos como opresores. En breve la población quedó reducida dramáticamente a
la mínina expresión numérica.
Apenas dos generaciones después
de la plaga, la humanidad estaba sumida en el más profundo de los ocasos. Escasos
grupos de supervivientes aislados entre sí afrontan la supervivencia en unas
condiciones de vida degradadas hacia el primitivismo material más elemental en
medio de fantasmagóricas ruinas; ahora sin embargo, los más hábiles son los más
duros, quienes en otro tiempo hubieran sido los oprimidos, los humillados y los
ofendidos; quienes antes eran señores perdieron sus medios de dominación,
desparecido el antiguo imperio de la técnica y del dinero. La ley del más
fuerte, eternamente vigente, se manifiesta al fin entre las personas más duras,
más crueles, menos contemplativas y menos receptivas a la piedad y la
conmiseración, es decir, con más probabilidades de supervivencia. Animales y
plantas también desanduvieron el camino de la domesticación y volvieron a la naturaleza;
en efecto, tanto el ganado mayor y menor, como perros y caballos acabaron
siguiendo su propia “llamada de la jungla”; la vegetación salvaje ahogó los
cultivos, la agricultura quedó finalmente olvidada. Privadas de las comodidades
de la vida material, la humanidad había vuelto a los principios más básicos y elementales
de comunidades de cazadores y recolectores; el idioma se degradó y se volvió
incapaz de la metáfora, se hizo más sencillo, meramente descriptivo; el
universo mental se empobreció. Falsos “médicos”, en realidad nuevos hechiceros,
hicieron su aparición, mientras costumbres salvajes en apariencia olvidadas en
la noche de la prehistoria humana aparecían con fuerza renovada. Se ignoraban los
cuidados de los ancianos, de las mujeres o de los enfermos; ahora imperaba la
fuerza del guerrero, del pastor y del cazador. La sabiduría académica y el modo
de vida refinado de una cultura material extinta no eran siquiera un recuerdo;
el nuevo mundo pertenecía a los descendientes de los supervivientes más fuertes
y brutales, a quienes demostraron una aptitud más acorde con las nuevas
necesidades del medio imperante.
Conocemos tan terrible historia a
través de uno de los escasos supervivientes de la plaga escarlata, un anciano
de más de noventa años que era un joven profesor de literatura cuando estalló
la epidemia, y que ahora cuenta a sus nietos un relato que no alcanzan a
comprender plenamente, pues no han conocido aquel mundo perdido. “¿Qué es
educación?" Preguntan incrédulos cuando oyen hablar de universidades y
bibliotecas; reaccionan con hostilidad ante un idioma que no entienden y poco
quieren saber de un mundo que no conocieron. En algún momento el abuelo habla
de regeneración y de una posible re-civilización. El anciano ha guardado
objetos y libros por si alguna vez se pudiera volver a leer el olvidado
alfabeto. Pero el saber olvidado de la humanidad, el que ofrece posibilidades
de volver a crear una civilización emancipada de la naturaleza, no reside, sin
embargo, en las obras morales, poéticas o espirituales; el anciano que añora el
mundo perdido, sueña, y así se lo dice a sus nietos, que quizá algún día hasta
se recupere la fórmula de la pólvora, una sustancia prodigiosa gracias a la
cual se encumbró la antigua civilización mundial. Es el antiguo sueño de la
dominación nunca extinto el que se manifiesta incluso en las condiciones más
terribles de postración. De haber escrito London su novela en nuestros días, el
abuelo protagonista hubiera añorado la energía nuclear. En uno y otro caso se
trata del poder superior de la técnica y su dimensión prometeica.
Los tres nietos en torno al
abuelo, que son como tres cachorros de lobo, sueñan con su futuro y muestran
una tosca, incipiente, voluntad de poder. Labio-Leporino cree en la violencia
expeditiva y aspira a la fuerza; Ju-ju ansía dominar los poderes de la brujería
y desea ser “médico”; finalmente Edwin cifra sus esperanzas en que su abuelo
recuerde por fin la fórmula de la pólvora, de manera que así pueda dominar
sobre todos. Para el viejo esto no supone sino la repetición de tres tipos
antropológicos ancestrales: el sacerdote,
el guerrero y el rey. La civilización, piensa, ha comenzado su camino de regreso, y
una vez dejada la plaga atrás, en la carrera por la vida la población volverá –aunque
sea lentamente- a aumentar y la lucha entre las nuevas estirpes humanas propiciará
un nuevo resurgir de la lucha entre los más aptos que competirán por los
recursos, volviendo a reproducir las fórmulas habituales de explotación social
que se intensificarán conforme se reconquisten los logros prometeicos de la técnica.
Pero incluso esa nueva civilización desaparecerá en el ciclo infinito de creación
y destrucción, y aquí el abuelo pasa de historiador a profeta de un mundo sin
esperanza:
Así como
desapareció la vieja civilización, desaparecerá la nueva…. Todo desaparecerá.
Sólo queda la fuerza cósmica y la materia, siempre en constante cambio, y
reaccionado y materializando lo eternos arquetipos: el sacerdote, el soldado,
el rey. De la boca de los niños nace la sabiduría de todos los tiempos. Algunos
lucharán, algunos gobernarán y todos los demás trabajarán y sufrirán mientras
se levanta sobre sus sangrantes cadáveres, una y otra vez, eternamente la
asombrosa belleza y la incomparable maravilla del estado civilizado.
Esta crónica del fin de una brillante
civilización por acción de unas fuerzas naturales microscópicas y la
consiguiente liberación del rencor elemental reprimido en las bases de dicha
civilización por siglos de dominación social, está imbuida de una visión
pesimista del destino de la humanidad. A Jack London no le complace, desde su sensible
visión social, la aspiración al poder de los considerados más aptos, ni la
continua modificación de las condiciones de aptitud en función de circunstancias
siempre cambiantes, en medio de una permanente tensión de los seres vivos hacia
la dominación. Sin embargo, parece asumir que es el mundo en el que vive, y en
el que vivirá la humanidad en un futuro, un mundo sin esperanza. Quizá esta íntima
convicción explique en alguna medida el trágico fin de Jack London. Las
ciencias naturales pero también la sociología neodarwiniana de la época del
escritor consagraron como algo natural y científico la lucha y la supervivencia
despiadada del más apto. Por sorprendente que parezca el más fuerte y poderoso
puede ser abatido en cualquier momento por un microbio desconocido; el sentido
moral no prevalece nunca frente a la fuerza elemental. Una corriente de muerte,
lucha y destrucción mutua es el estado de naturaleza que el gran dique
de la civilización –que es también una materialización de la aspiración universal de
dominio- conjura a base de represión y fuerza,
hasta que la catástrofe, adoptando la forma de enemigos de dentro o de fuera,
visibles o invisibles, resquebrajan la presa para que pueda volver a ser
lentamente reconstruida en un ciclo sin fin.
Jack London, La peste escarlata,
Libros de Zorro Rojo, traducción de Marcial Souto ilustraciones por Luis
Scafati, Barcelona-Buenos Aires 2012.
Hola, José Antonio, Todo esto me suena a teoría de la historia. Es como si London hubiese querido mostrar que existe un continuo ciclo que va de la naturaleza a la cultura. El artículo quizá resulte demasiado diacrónico en la narración de los acontecimientos, pero casi resultaba del todo necesario para poder comprender el asunto en cuestión. Veo que el libro plantea algunos de los temas que más te obsesionan. ¿Te ha llegado el libro a las manos de forma meditada o por azar?
ResponderEliminarSaludos. Notorius.
Sí, es un tema que me preocupa porque lo reconozco cada vez con mayor claridad. El agotamiento de la civilización y el afloramiento de fuerzas telúricas nunca extintas, sino simplemente ocultadas o reprimidas. No preveo un final wagneriano para nuestro mundo, los grandes edificios no siempre se arruinan causando un gran estruendo; la fachada y un par de pilares maestros pueden aguantar aun cuando en el interior todas las habitaciones estén vacías o saqueadas.
ResponderEliminarNo conocía esta novela de London.
ResponderEliminarCreo que si levantara la cabeza y viera en que mundo vivimos, le pasaría igual que a William Gibson cuando fue al cine a ver "Blade Runner". Tuvo que salir presa de un ataque de nervios de la sala al ver como la película exponía con todo detalle su visión siniestra del futuro.
Me la apunto para leerla.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarInteresante lo que cuentas. Yo creo que London sabía lo que hacía y que su análisis no refleja un mundo inventado, sino que es una forma simbólica de acercarse al nuestro. Mencionas Blade Runner, pero podemos pensar en otras distopías como Mundo Feliz, que Huxley siempre presentó como metáfora de la tendencia imparable del mundo. POr cierto que la novela La Carretera (sobre la que da la impresión que La Muerte Escarlata influyóI) es también una clara lectura alegórica de los males que padecemos hoy (soledad, depredación, despersonalización)....
EliminarEstoy leyendo el libro y la verdad me parece muy interesante la vision que tenian en esa epoca de lo que depronto seria el 2013.
ResponderEliminarEstoy leyendo el libro y la verdad me parece muy interesante la vision que tenian en esa epoca de lo que depronto seria el 2013.
ResponderEliminar¡Qué interesante! ¿Me podéis indicar algún análisis de "Ley de vida"?
ResponderEliminar