La Bestia Humana, de Émile
Zola
Ha sido muy
celebrada la afirmación de Anton Chéjov dirigida contra Liev Tolstoi según la
cual habría más humanidad en “el vapor y la electricidad” que en “el
vegetarianismo y la castidad”. Chéjov, médico y escritor, era lo bastante
realista para entender la imposibilidad de que el ser humano pudiera
convertirse en otra cosa distinta a la de su condición biológica más elemental,
como por ejemplo en un pacífico herbívoro, ajeno a las demandas del celo y la
reproducción. Seguramente Chéjov era también lo bastante noble e idealista como
para estar muy lejos de conceder al vapor y a la electricidad la dimensión
titánica que realmente tenían. Hoy, con el beneficio que da la experiencia
histórica, ya sabemos que el vapor y la electricidad habían de superar su función
meramente servil para, fieles a su vocación titánica, seguir el camino final de
la emancipación y del dominio mediante la satisfacción de las necesidades
humanas más básicas, necesidades que no son precisamente las que dicta el
vegetarianismo o la castidad. Se emprendía así un camino que desde las calderas
de carbón y los generadores eléctricos nos ha llevado a los reactores nucleares
y a la ingeniería genética.
El triunfo
general de la técnica se hizo visible con total claridad en el siglo XIX; desde
luego que la técnica fuera hermanada con la idea de progreso material de la
humanidad era algo de lo que jamás se dudó. Pero el camino de la técnica resultó
efectivamente más humano que la filantropía tolstoiana (o cualquier otra filantropía)
hacían suponer, “demasiado humano”, en un sentido mucho más básico y elemental.
La función de la técnica no es otra que satisfacer las necesidades profundas,
no precisamente las más elevadas ni espirituales, del ser humano, que tienen
que ver con su comodidad inmediata; y así bajo la capa de tecnología subyace siempre
la satisfacción del cerebro reptiliano que nos acompaña desde que salimos del
fango de la tierra, y basta quebrar la fina capa de la cultura material para
ver actuar las fuerzas más elementales del deseo, la destrucción, y la muerte,
el mundo de las pasiones elementales, o como casi como podría decir Arthur Schopenhauer,
el mundo de la voluntad.
Émile Zola nos
lleva con La Bestia Humana, publicada
en 1890, al entonces relativamente nuevo mundo de los ferrocarriles; las
máquinas de vapor salvan las distancias con precisión y regularidad milimétrica
y dibujan un nuevo mapa mental con conceptos de tiempo y espacio que borraban
la antigua concepción del mundo propia de la teópolis medieval. El ferrocarril,
signo más evidente de los nuevos tiempos, es una construcción humana, y por
ello tiene en su artificialidad algo de tenebroso y titánico. No es casualidad
que el primer gran retrato de la era del ferrocarril fuera realizado en 1844
cuando William Turner pintó su Agua,
Vapor y Velocidad, haciendo salir la poderosa máquina de un mar de fuerzas
meteorológicas elementales, en un paisaje de líneas difuminadas en que los
elementos de la vida tradicional aparecían desdibujados y mortecinos
(barqueros, campesinos, una liebre asustadiza que huye espantada del tren),
casi fantasmagóricos; en fin, Turner vio un mundo que se extingue frente a otro
que aparece. Tampoco es casualidad que el cine, sin duda el logro artístico y
técnico más importante de la pasada centuria, tuviera como primera película
filmada en la historia, cinco años antes de la publicación de La Bestia
Humana, una secuencia consistente en el derribo de un muro, la partida de
un barco y la llegada de un tren.
Turner, Rain, Steam and Speed
En este mundo
de ferrocarriles que refleja La Bestia
Humana, de transporte de bienes y de personas, orden milimétrico y
puntualidad sujeta a las estrictas leyes eficacia y de rentabilidad, Zola hace
confluir una serie de apetitos, pulsiones sexuales y homicidas de distintos
personajes que acaban colisionando entre sí. La historia es en sí cerrada,
limitada y claustrofóbica, haciendo el pendular constante de los trenes las
veces de coro trágico y alegoría del destino. La disparidad de tipologías enfrentadas,
y carácter elemental y homicida no pasaron desapercibidos para grandes directores
como Jean Renoir o Fritz Lang que adaptaron la novela de Zola para explorar la
condición del alma humana y sus lados más oscuros e inquietantes.
El argumento, enmarcado en las
postrimerías del reinado de Napoleón III, lleva la complejidad de las tramas de
asesinato, robo, celos y violencia contra las mujeres. Grandmorin, presidente crapuloso
de la compañía ferroviaria, es asesinado por el jefe de estación Roubaud, quien
además ha obligado a que su mujer Séverine, que mantenía una relación desde su
juventud con Grandmorin, fuera cómplice del asesinato. El apuñalamiento y robo
(robo simulado para dar a entender que el asesino no debía de ser un marido
ofendido sino un ladrón) fue visto accidentalmente por Lantier, un maquinista
que desde siempre ha sentido una pulsión congénita hacia el asesinato y al que le
persiguen deseos incontrolables de matar mujeres, deseos hasta ahora
reprimidos, y de alguna manera sublimados por la dedicación que profesa a su
trabajo y al cuidado de la locomotora La Lison, mediante la que mitiga su
frustración sexual. Las investigaciones de la incompetente autoridad judicial (más
interesada en silenciar un caso criminal que podría alentar la revuelta social
en un Estado que se tambalea) no impiden que asesinos y testigo lleguen a un
tácito entendimiento ante el temor de la delación o el chantaje, Lantier además
siente una atracción difícilmente contenida hacia Séverine. El temor a ser
descubierto, la propensión de Chauboud a la violencia, el alcohol y el juego
hacen que Séverine busque en una salida mediante un nuevo crimen. Esta ofrece a
Lantier, convertido en su amante, la posibilidad de iniciar con ella una nueva
vida si matan juntos a Chauboud y entre ambos planean su asesinato. Pero no es
a Chauboud a quien mata Lantier, sino a Séverine, siguiendo por fin la pulsión
que le atenazaba desde el comienzo y ante la que ya no puede resistir, como si
fuera Robert Dusk, el violador y asesino en serie de la película de Alfred
Hitchcock Frenesí. Del crimen se
acusa al marido, cosa creíble por su notoria brutalidad. Lantier, aparentemente
bien librado con su falso testimonio, es sin embargo un hombre ya irremisiblemente
condenado, incapaz de controlar su propensión al crimen. La culminación de tan
terrible historia trasciende la catástrofe personal y se convierte en
colectiva, y aquí aparece el otro rostro amenazante de la edad moderna, el del
militarismo. Al estallar la guerra franco-prusiana que supondrá el fin del
Segundo Imperio Francés y la proclamación del Reich Alemán, los trenes llenos
de soldados enardecidos por un patriotismo ciego marchan convencidos de su
victoria hacia la muerte (y la derrota); sin embargo, el tren conducido por
Lantier no llegará jamás, pues se precipita con furia sin control fuera de las
vías, después de que el enloquecido maquinista y su fogonero se enzarzaran en
una absurda pelea a muerte ignorando la conducción. Este es un final casi
wagneriano al estilo del Ocaso de los Dioses (y entonces resulta comprensible el parentesco espiritual que
según Thomas Mann unía a Richard Wagner con Émile Zola), de hundimiento en la
nada y de catástrofe generalizada, con el furor asesino de Lantier desbocado
precipitando con él a una turba de soldados que cantan canciones patrióticas y
que morirán sin tener siquiera la oportunidad de convertirse en carne de cañón.
Aquí Zola
plasma la dimensión demoníaca del ser humano, que lejos de ser aplacada por la
técnica, es solamente enmascarada por esta, simplemente disimulada, cuando no
espoleada aún más por ella. Es la represión, el miedo al castigo de la ley lo
que pone freno a los impulsos asesinos. Sin embargo, la imposibilidad de que el
poder coercitivo del Estado llegue a todas partes, la torpeza de las
autoridades interesadas en calmar la situación (política y socialmente
explosiva en un país que se deshace lentamente) más que en esclarecer los
hechos o impartir justicia, hacen perfectamente posible el suceso criminal. Es
la propia naturaleza degradada del delincuente, no la justicia civil, sino su
débil psicología que le arrastra a patologías como el alcoholismo o la
ludopatía, la propensión a la violencia y el desequilibrio de los apetitivos y
la satisfacción inmediata del instinto de placer, lo que provoca que la ruina final
del criminal sea una mera cuestión de tiempo. El hecho de que en la novela
escape el principal culpable al peso de la ley, sea condenado un inocente y el
único asesino encarcelado lo sea por motivos que contradicen expresamente la
realidad parece una burla áspera frente a un sistema judicial ciego e inhábil.
(En contraste con la también ciega, pero inapelable infabilidad de los sistemas
mecánicos).
Fritz Lang, Human Desire
Es la pulsión,
la bestia que vive en el interior de cada hombre la que se abre paso a cada
momento, y aunque todos personajes de la historia experimentan la pulsión de lo
elemental, solo Lantier encarna el carácter bestial que constituye el verdadero
acicate de la acción, el verdadero motor de la historia. Lantier solo ama, se
entiende que patológicamente, a su locomotora, La Lison. En efecto, se trata de
un amor anormal y que sirve únicamente para mitigar artificialmente su pulsión criminal.
Desaparecida La Lison, en un accidente provocado en parte por las acciones de
Lantier, esta pulsión ya no conoce barrera alguna y de la muerte de Séverine
pasará a provocar la muerte de él mismo y de cientos de personas que integran
un convoy militar, haciendo así una premonición terrible de las realidades que
marcaron el siglo siguiente: la tecnología y la guerra.
El siglo de
Zola es el de las revoluciones tecnológicas, pero la bestia mecánica que
aparece entre brumas en el cuadro de Turner y que Zola convierte en otro
personaje de la novela, no es un mensajero de tiempos mejores, ni porta poder
alguno redentor, es un heraldo del nihilismo que finalmente se convierte en
instrumento de aniquilación. La propia rigidez de los horarios y el pendular
constante de los trenes sugiere una carencia angustiosa de libertad, una
presencia acuciante de un destino ineludible, tanto como la vía del ferrocarril
que aboca inevitablemente a un punto final de destino. Quizá sea pertinente,
entre la riqueza y complejidad que destila cualquier obra de Zola, recordar
aquí su dimensión prometeica, que no es del todo ajena a una época como la
nuestra en la que los profetas posthumanistas propugnan nuestra comunidad
genética con la mosca, y por lo tanto nuestra animalidad a costa de nuestra
individualidad, sugiriendo en último término que la humanidad es un espejismo
provocado entre otras cosas por complejas reacciones bioquímicas, que nuestro
yo es en realidad un superorganismo, una amalgama de herencia genética y
estímulos microscópicos del entorno que puede mejorarse, modificarse e influir
voluntaria y deliberadamente en su propio proceso de evolución recurriendo a una
tecnología cada vez más desarrollada. Así estaríamos en parte liberados de la
responsabilidad hacia nuestros instintos connaturales, y bien dispuestos a
iniciar un debate ético nuevo para una época posthumana, con humanos mejorados
artificialmente y nuevas inteligencias artificiales cada vez más complejas;
dicha información sobre nuestro ser y sobre los nuevos seres que emergen nos
llega a través de vías que ya no son las del ferrocarril sino las vías de la
información trasmitida por una compleja red planetaria a la que llamamos
internet, en cuyo ser en perpetua transformación se entremezclan de manera
inseparable el mundo de las mejoras y las comodidades con el de la satisfacción
elemental de los instintos animales. El proceso de indiferenciación y
mixtificación entre naturaleza y cultura, entre artificial y natural, se ha
acentuado más hasta hacerse indistinguible, quizá sea el nacimiento de un nuevo
ser global y superorgánico de miles de cabezas naturales y sintéticas, quizá
sea la manifestación de la voluntad schopenahaueriana, emancipada por el poder
explosivo de la técnica que la ha liberado como se libera de las profundidades de
la tierra el combustible fósil tan poderoso, tan peligroso, aun después de un
sueño de millones de años, como una bomba sin explotar que conserva intacta su
carga explosiva, como un espíritu confinado en la prisión de su botella o de su
tinaja y al que de repente se le abren las puertas de su prisión.
He de reconocer que la novela no la he leído pero la película la vi en su momento y me pareció que apunta bastante (Salvo pequeños matices) a una sociedad neoindustrial deshumanizada (el protagonista es incapaz de amar a una mujer, pero siente adoración por su máquina de vapor) nacerá con más fuerza si cabe el imperio del instinto llevando a sus protagonistas hacia la autodestrucción.
ResponderEliminarLos personajes suman a la creación de tensión dramática que generan una característica poco común que aumenta el nivel de preocupación de la sala. Me refiero al movimiento constante y a los desplazamientos sin pausa que protagonizan. No tienen un momento de respiro. Viajan a gran velocidad, van y vienen, pasean, corren, bailan, etc. Huyen de sí mismos, de sus problemas, de sus angustias, de su destino, de la fatalidad que parece gobernar sus vidas, de la enfermedad que les consume las entrañas, de la destrucción y la muerte que sienten próxima e inevitable. Más que vivir, corren hacia la extenuación y la muerte en un arco dramático palpitante que avanza sin vuelta atrás y donde la esencia de humanidad cada vez se ve más desplazada por esa técnica que se hace dueña y señora de la humanidad.
Un fuerte abrazo, siempre es un placer leerte por aquí para romper la monotonía
José Ángel Castillo
PD: no he visto la producción de Fritz Lang pero su título Human Desire (en castellano: Deseos humanos) parece que va mucho en la línea de lo que tú has mencionado.
PD2: además de nuestros temas de Historia, la próxima vez que nos veamos te quiero comentar una obra que me estoy leyendo ahora de Lovecraft que me está encantando (Herbert West) y una que me leí a principio de vacaciones titulada Bajo las ruedas de H.Hesse.