Alceo y el destierro del alma
Hemos recorrido un camino ya muy
largo, al echar la vista atrás cuesta reconocer las líneas del monumento
intemporal que fue el espíritu griego. Convertido en montón de lemas vacíos el
antaño montón de venerables ruinas o en objeto de juicios superficiales, la
Antigüedad helénica ha ido desacralizándose al mismo tiempo que la historia
universal se ha hecho verdaderamente grande y reclama su puesto en el ideario
colectivo de la humanidad. Así Grecia se ha hecho algo menos visible, su
singularidad ha quedado un tanto relegada, algo “contextualizada” en el “relato”
histórico, entre las demás culturas y civilizaciones de la humanidad, y parece
haber perdido el honroso puesto de la primera civilización de la humanidad. También
ha terminado de abrirse paso la idea de que el humanismo europeo ha
“construido” modernamente el espíritu griego y que aquellos ideales de libertad
y democracia no son sino la proyección de nuestros propios ideales que buscan
confirmación en la Antigüedad, que el papel jugado por el humanismo griego en
la configuración de la humanidad no deja de ser una “narrativa” etnocéntrica.
Todo esto es posible. Los molinos de la postmodernidad que han triturado nuestras certezas tienen aspas mortíferas, no debemos acometerlos temerariamente, más aún si a la postre se demuestra que también ellos, como los molinos cervantinos, son el producto final de una alucinación, otro engaño, el engaño de un engaño, en definitiva. Así que sentados al pie del camino, dejemos que el alucinado despierte de su alucinación, porque nada resta valor ni belleza al mundo griego, hacia el cual pueden volverse siempre las miradas, en busca de algo, en busca de alguna señal, alguna orientación, o al menos algún puerto de refugio y como poco algún consuelo. Al contemplar el vaivén del mundo, el cambio continuo de las cosas, la desaparición de la tierra firme hasta ahora tenida por imperturbable y duradera, nos animamos a llevar la mirada a aquellas épocas históricas en que también hubo cambios y conmociones que terminaron con un modo de vida, a veces de manera traumática, para dar lugar a un mundo nuevo, con todo lo que ello comporta. Así me ocurre con el lírico Alceo (630-580 a. C.) y no voy a Lesbos con la mirada profesoral del que busca lo clásico y la satisfacción de los valores eternos e inmutables, pero sí al menos con la mirada del zahorí que busca el preciado líquido bajo duro suelo y da con él, aquí el péndulo o la vara son los libros de nuestra búsqueda, el diálogo con sus autores a lo largo de las olas del tiempo. Es una búsqueda difícil, su obra se encuentra en un estado de ruina lamentable, fragmentos abruptamente interrumpidos y pasajes de no siempre fácil interpretación despiertan la sensación de haber descubierto la cueva de los tesoros demasiado tarde, cuando la disolvente obra del tiempo casi ha destruido por completo aquellos versos que se entonaban en los templos y en las casas de Pirra.
De entre el tráfago cotidiano
surge de los estratos más profundos de mi memoria la obra del poeta Alceo, el
desterrado de Mitilene, uno de los últimos representantes del espíritu
aristocrático tradicional en una época en la que el elemento popular aparecía
con fuerza en los conflictos sociales y políticos de Grecia, sobre el que se
apoyaban nuevos gobernantes y legisladores. Una sociedad diferente surgía, con
sus nuevos ideales que arrinconaban a los anteriores propios de la aristocracia
guerrera. El mundo del campamento militar, el valor y la virtud guerrera ya
acababa, aunque aún era fuerte en el terreno de las representaciones, en la
épica y en la forja de los ideales espirituales que formaron la educación
antigua. Pero en el duro terreno de la realidad, las guerras intestinas en
Mitilene habían llevado a Alceo y su partido aristocrático a apoyar a Pítaco en
su lucha contra Mírsilo y luego a considerarlo un gobernante ilegítimo, un
amante de las novedades y un destructor de la virtud ciudadana tradicional
cuando al parecer faltó al juramento hecho a ciertas facciones nobles a las que
pudo pertenecer Alceo y obró como un político atento al interés pragmático, en
definitiva, hizo como habría hecho un político más moderno y con menos
miramientos por la palabra empeñada ante los dioses. Es una época de facciones
enfrentadas, de crisis social apenas conjurada por el gobierno enérgico de
quien, como a Pítaco, la posteridad había considerado tiránico cuando apenas pudo
hacer otra cosa que arbitrar y equilibrar facciones reivindicando el valor mutuamente
vinculante de la ley, pues no en vano es también la época de Solón. Pero Alceo
es el cruzado de una causa perdida que no atiende a estas consideraciones, por
momentos parece consciente de ello, resignado, digno en la derrota pese a
virulentos brotes de resentimiento, ofreciendo un último monumento con sus versos
a un mundo que se apaga, un testimonio para el nuevo mundo que amanece y que
este no podrá ignorar aunque lo desprecie. El poeta habla también por los
dioses, por las verdades eternas.
Alceo y los suyos viven
desterrados sin posibilidad de volver a su patria en mucho tiempo, aunque son
lo bastante fuertes aún para buscar apoyo entre los lidios y tramar discordias
civiles desde el exterior. El ímpetu guerrero no se pierde y el hermano del
poeta, Antiménidas, que combate como mercenario con los babilónicos, es
celebrado como campeón a la manera antigua y como vencedor en un combate
singular contra un guerrero de aspecto gigantesco. Pero el mundo cambia y pocas
son las esperanzas de poder volver a lugares y tiempos que ya no son los
mismos. El tiempo de vivir épicamente ha pasado. Quedan los cantos a los
dioses, los himnos que Alceo entona para las divinidades por encargo de los
templos y santuarios, pues aunque noble y guerrero es sobre todo poeta y en
cuanto tal es mensajero de los dioses y proclama su grandeza eterna, jamás
tocada por las preocupaciones mortales ni por la mutabilidad de las cosas
humanas. Cuando no canta a los dioses, el desterrado canta la amistad, y los
banquetes, aquellas reuniones de amigos que son a la vez comensales, compañeros
de armas e iniciados por la poesía entre copas rebosantes de vino bajo el
amparo del dios que preside las comidas en común, por cierto tantas veces
malinterpretadas por la sensibilidad moderna, caracterizada por la falta de gusto.
Las imágenes de la violenta
tempestad parecen invadir la imaginación del poeta cuando piensa en las
vicisitudes políticas de su patria y pide firmeza ante la adversidad: “La ola
del viento de antes nos llega ya… que de ninguno se adueñe un cobarde temor”.
Pero el poeta está lejos de la vida política que añora, se ve a sí mismo
merodeando por entre las soledades del templo de Pirra (que “los lesbios
fundaron, visible a lo lejos, común para todos”) , casi siempre tranquilo o
vacío a no ser por los periódicos festivales religiosos; y su vida es la de un campesino
o un montaraz, obligado a no participar en los asuntos públicos de la ciudad que
más le conciernen, y se lamenta por vivir “teniendo la suerte de un rústico”
entre los matorrales como los lobos.
La evocación de tan mortífero
animal encaja bien con oscuras, tenebrosas alusiones que llegan a la maldición
de Pítaco por haber roto el juramento de fidelidad, este hecho va más allá de
la disolución arbitraria de una alianza política, no es una simple cuestión de
racional oportunidad en la lucha por imponer una facción a otra (como pensó
Pítaco, en ese sentido más avanzado) sino la profanación del juramento, de la
fe otorgada en presencia de los dioses, algo que según la mentalidad tradicional
(ya en retirada en todos los frentes mas no entre los amigos de Alceo) no podía
quedar sin venganza y por ello el poeta pide a los dioses “castigar al
sacrílego hijo de Hirras, y que le alcance la Erinis de aquellos que juramos
haciendo un sacrificio”. La muerte del “tirano”
será finalmente la prueba de que el juicio de dios ha sido efectivo; y aunque
Alceo no haya propiciado la muerte de Pítaco ni con malas artes mágicas ni con insidias,
le es lícito alegrarse, pues “no soy culpable de la muerte del malvado”. Sí es
verdad que la ha deseado y cuando, como hacen los poetas, evoca los
acontecimientos antiguos, recuerda el castigo del sacrilegio en la historia de
Ayax y Casandra pensando en sus propios problemas; recuerda las funestas
consecuencias que tuvo para toda la comunidad que Paris deshonrara sus deberes
de huésped, y aunque parecía que todo fuera a salirle bien al descarado, el
hado ya había dispuesto el nacimiento de Aquiles, “el jinete de rubios corceles”,
el destructor de Troya. Es la fuerza de la religión prehistórica la que todavía
se destila de entre estos versos y apenas hay diferencia entre la gran poesía,
el canto de los grandes acontecimientos como la caída de Troya y la pequeña poesía
de circunstancias con la alusión a los miserables destinos de una pequeña
comunidad en Lesbos.
Pero la -para Alceo- justa muerte
de Pítaco nada supondrá en la marcha general de los acontecimientos, la nobleza
ya sólo va a vivir retrospectivamente en la epopeya y nunca más épicamente. Ahora
“el dinero es el hombre”, no la educación antigua (noble y guerrera) sino la
pagada y cada vez más técnica e implemental, ni la cuna de vieja estirpe (tan
fácilmente corrompida ya por el poder del dinero que incluso Pítaco había
podido vincularse por matrimonio con la estirpe más noble de Mitilene). Alceo
pierde su escudo en combate y ya no le importa gran cosa, aunque no se jacte de
ello como desvergonzadamente hizo Arquíloco de Paros. El desterrado ve que “Zeus
llueve” los tiempos son algo helados para los vencidos… Como poeta pide que desafiemos
“al mal tiempo encendiendo fuego, sirviendo dulce vino, y disponiendo blando
cojín”… Entre la pobreza e impotencia de los servidores vencidos de las causas
perdidas queda el consuelo de la amistad las “guirnaldas de eneldo”, los “ungüentos
en el pecho” y la poesía evocada entre “una copa que sigue a la otra”.
Los siglos han pasado y el mundo
sigue teniendo el aspecto de un río desbocado o de un mar embravecido, Zeus
sigue lloviendo y el agua arrastra consigo cuanto un día pareció duradero y
seguro. Bien mirado, no es mal refugio el que ofrece la paideia, el mundo del espíritu humano, bajo cuyo amparo podemos
encender un fuego y preparar vino dulce mientras paliamos la nostalgia con el
bálsamo de la amistad y las palabras.
El milagro griego se contempla en la lírica arcaica, capaz de sugerir, entre los fragmentos y las ruinas, la melancolía de un mundo que se desvanece.
ResponderEliminarSaludos. Notorius.
Muy cierto...
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