domingo, 5 de octubre de 2014

Los habitantes de las islas de Aran





Las islas de Aran, de John M. Synge*


Al ir envejeciendo en un mundo cada vez más sombrío y progresivamente más alejado de los ideales de verdadera humanidad, siento la imperiosa necesidad de la disgregación, de la desaparición misteriosa, de tal manera que mis pasos marcados en la arena de este desierto vayan desdibujándose por el viento igual que las olas del mar borran continuamente la arena de la playa en un movimiento pendular sin fin. Es la efímera debilidad de un momento, momento que puede durar diez segundos o diez meses, pero que finalmente se esfuma ante la realidad: es imposible la evasión. Puedo, eso sí, recurrir a algunas breves incursiones hacia latitudes y épocas lejanas en que el recuerdo de lo primordial aún permanece como el eco de un trueno en el aire a punto de difuminarse pero aún reconocible. Entre mis lecturas busco aquellas que todavía me lleven a la cueva que antaño habitó el dragón.
En uno de mis últimos intentos de fuga, mi expedición a las lejanas regiones de lo primordial me llevó a la obra del autor irlandés John M. Synge, que realizó varias estancias entre 1893 y 1902 en las islas de Aran, frente a la bahía de Galway, con el fin de estudiar y conocer mejor la cultura y la lengua autóctonas de su país. Los recuerdos de sus visitas fueron publicados en 1907 y constituyen un testimonio memorialístico al mismo tiempo que etnográfico. No era el primero, desde luego, en haber ido a la búsqueda de los orígenes culturales de su patria; lingüistas extranjeros ya habían visitado aquellas islas cuyos habitantes apenas conocían el inglés. También miembros activistas de la Liga Gaélica habían hecho ya su aparición en su afán por preservar la cultura “celta”, que en estas regiones aún prevalecía. Synge quería aprender gaélico en las islas de Aran; y allí contempló lo que para él era sin duda un mundo cercano al origen, lleno de tradiciones antiquísimas vivas aún entre aquellos isleños.

Los habitantes de las islas de Aran no aparecen en la obra de Synge exactamente como los afortunados hombres de la edad de oro; muy al contrario, arrostran una vida dura y llena de penalidades económicas en todo similares a la última edad hesíodica. Las familias pobres están continuamente amenazadas por los desahucios, cosa que se convierte en un acontecimiento infamante al que asiste indignada toda la comunidad, pues para esta gente “el ultraje al hogar es la suprema catástrofe”. Por ello existe una estrecha complicidad entre los isleños frente a los agentes de la ley que se perciben invariablemente como extranjeros y opresores. Los isleños se ayudan entre sí frente a las autoridades y se busca urgentemente avales de última hora para evitar el desahucio o incluso se oculta el ganado en otra propiedad para evitar el embargo. Los isleños se avisan mutuamente en total complicidad para que impidan la ejecución judicial. La propia idea de justicia tiene poco que ver con la ética o la equidad, y aunque había tribunales informales formados por los habitantes de las islas, por todas partes el autor constata el impulso universal de proteger al criminal porque no pesan nada las pruebas condenatorias en aquellos lugares donde son plenamente operativas las lealtades locales y de sangre.

En esta empobrecida sociedad de pescadores la única opción es la despoblación y la emigración, frente al riesgo constante de una vida tempranamente quebrada al ahogarse o despedazarse contra las rocas las barcas tradicionales de pesca. Synge retrata un mundo en que los viejos mueren y los jóvenes emigran y en el que la pobreza material es tal que se aprovechan hasta las tablas de madera abandonadas para emplearlas más tarde en la fabricación de ataúdes pero en la que aún pueden apreciarse estampas de la vida cotidiana como la trilla otoñal del centeno, o la reconstrucción de los tejados de paja; muy cierto que en un universo en que no hay una auténtica especialización del trabajo, la muerte del único artesano de la zona (buen conocedor de su trabajo pero sin aprendices) puede ser una auténtica catástrofe económica, como el caso real sabido por el autor, de un tonelero ahogado en alta mar.
En este mundo la tradición oral está viva, sana y fuerte. Poetas iletrados, auténticos bardos (como el que narra la historia tradicional de Phelin y el águila referida por el autor), entonan viejas canciones. Son los ancianos quienes enseñan tradiciones y baladas; asimismo las mujeres son cruciales en el mantenimiento de la cultura ancestral gaélica. La cultura escrita es escasa, y si los forasteros aparecen con ejemplares impresos de canciones tradicionales, no es raro que alguna anciana las cante a menudo en una versión diferente.

En las islas viven seres sobrenaturales del viejo folclore celta y ocurren hechos milagrosos todos los días del año. Incluso el reino animal forma parte de este mundo en el que los conejos son capaces de hablar al final de la madriguera o tocar la flauta y despistar al cazador; en que animales de mal agüero (como el perro y el gallo) son oráculo de desgracias futuras; en el que incluso existe la tradición de un caballo inmortal que ha estado en todos los acontecimientos de la historia universal. Los duendes acechan en los caminos y en el campo viven las brujas; las cosechas se echan a perder por la acción de malos vientos y hasta el centeno se puede convertir milagrosamente en avena. Los habitantes de las islas creen abiertamente en la magia y en el mundo de los espíritus. En efecto, brujas, duendes, gigantes, monstruos marinos, fabulosos pájaros que ponían huevos de oro forman parte muy real de las islas. Lejos de ser alegres compañeros de los isleños estos seres fabulosos son fuente de inquietud y de peligros. La muerte temprana de tantos recién nacidos se achaca a la maléfica acción de los duendes (identificados con ángeles caídos y demonios), que raptan a muchos niños de noche (siendo esta “la manera en que muere mucha gente en la isla”) y se presentan por los caminos asustando a los solitarios que se encuentren a su paso. Las muertes repentinas o misteriosas se atribuyen igualmente a estos funestos seres; y de la misma manera se explican los testimonios de fallecidos que regresan de su tumba, como la historia de una mujer de cuya muerte se hacía responsables a los duendes y que cada noche regresaba para amamantar a su hijo No hay una separación tajante entre el mundo de los vivos y el de los muertos, como atestigua la tradición del joven que se vio asistido por sus abuelos difuntos cuando cruzaba el bosque encantado de las ánimas; se cuenta además que mirando al Oeste se puede ver el alma de los muertos. Los duendes son maestros del engaño y en el poema de Rucard Mor se canta cómo son capaces de condenar con engaños a andar errante a la pobre víctima del robo de una yegua; asimismo son capaces de hacer su propia música, una música misteriosa que también ha sido escuchada por los pescadores saliendo del interior de los acantilados. El mar es también fuente de encanto y misterio, escenario de peligrosos encuentros entre el mundo de los hombres y el de los espíritus. No pocas veces un pasajero fatal atrae la mala suerte y puede acarrear la perdición de la nave; más funesto aún es el destino de las embarcaciones que salen a navegar vísperas de día festivo. En el fondo marino se encuentran misteriosas herramientas sumergidas; las canciones hablan de barcos completos que aparecen y desaparecen misteriosamente.

La vida dura y el rico universo de las islas de Aran me acogieron durante un tiempo, los duendes de las islas me enviaron recados burlones a través de las líneas escritas de Synge, no seguí su llamada pero tuve buen cuidado de recordar en qué recodo del camino podía volver a encontrarlos.


*John M. Synge, Las islas de Aran, ilustraciones de Jack B. Yeats, Alba Editorial, Barcelona 2000.




 

1 comentario:

  1. Un libro más que me apunto para leer/adquirir. Parece interesante ese contraste que se da entre una sociedad antigua que basa su razón de ser en antiquísimas leyes que hunden sus raices en lo primordial (esas brujas, animales "mágicos", etc que tanto recuerdan al romanticismo de Heine en su obra "Espíritus ELementales" en lo que respecta a ese anhelo de buscar y desear lo primordial) y una nueva sociedad que intenta imponer sus leyes (embargos), su sistema económico y su propia naturaleza. Se trata pues de un tema muy recurrente en lo que respecta a la caida de una civilización (si podemos utilizar dicho término) y su sustitución por otra nueva que aparece como si de un tema universal se tratase en distintos libros y películas.

    Un abrazo, José Ángel Castillo Lozano.

    PD: me he sentido muy representado en ese párrafo tuyo del principio. Nos ha tocado vivir en una sociedad decadente y para "aliviar" nuestra existencia debemos recurrir a obras de arte del pasado pues estas ya escasean en nuestro tiempo.

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