lunes, 18 de abril de 2016

NATHANIEL HAWTHORNE: LA TÉCNICA, EL PECADO Y LA BELLEZA



El nombre de Nataniel Hawthorne (1804-1864) se asocia con grandes obras de la literatura clásica norteamericana, libros como La Casa de los Siete Tejados o La Letra Escarlata. Y, sin embargo, fue, en primera instancia, autor de relatos cortos antes de que llegaran las grandes obras por las que se le recuerda generalmente. Magníficas narraciones breves en las que aflora por igual la conexión con el pasado nacional norteamericano de la generación anterior al autor y el halo de lo misterioso; historias si bien cubiertas con la dignidad que dan el polvo y la herrumbre del paso del tiempo, todavía frecuentadas por personajes enigmáticos inolvidables, casi espectrales, de un mundo inquietante desaparecido en la corriente del tiempo.


Nathaniel Hawthorne by Brady, 1860-64.jpg
Esos personajes intranquilizadores pueden tomar la forma de una fantasmagórica anciana que puebla un solitario caserón esperando la restauración del rey depuesto; también de un misterioso guerrero de cabellos grises que surge de la nada y como por encantamiento en diferentes momentos de la historia; incluso de habitantes solitarios en desvencijados hogares con actitudes que casi podríamos definir como proto-kafkianas, ya sea recluyéndose en vida durante años sin dar noticia de su paradero, y sin embargo, viviendo cerca de sus familiares para aparecer inopinadamente un buen día ante ellos; ya sea destruyendo una casa por dentro en busca de un quimérico tesoro oculto entre sus muros o bajo su suelo. Otras veces algo inquietante y extraño hace que comparezca un mundo cercano a lo sobrenatural, antiguas y arcanas creencias como en el relato sobre los rituales secretos del árbol de mayo (The Maypole of Merry Mount); o aquelarres mantenidos ocultos por una comunidad de iniciados en la que estaban confabulados todos los hipócritas habitantes de la ciudad (Young Goodman Brown). Por todas partes observamos aquellas cualidades que le hicieron por igual un cronista del pasado norteamericano como un autor casi de terror sobrenatural admirado por Lovecraft. 

Y, sin embargo, no es simplemente el sacerdote de generaciones pasadas ni el guardián de un preciado legado. También es un autor preocupado tanto por la creación artística como la reproductibilidad técnica y la artificialidad, lo que le convierte en un pensador plenamente contemporáneo. Hay mucho de prometeico en sus personajes, a veces bajo la forma de una farsa casi grotesca, como en la historia de la creación de un hombre artificial a partir de un espantapájaros por obra de una bruja (Feathertop). También la creación artística puede ser mágica y técnica por igual, como en El Artista de la Belleza (The Artist of the Beautiful), la historia de un extraño inventor capaz de crear seres artificiales, bellas mariposas de cristal que recuerdan un tanto a las abejas de cristal jüngerianas, por su belleza y su artificialidad y por la misteriosa capacitación técnica que permite al científico robar el fuego sagrado de la creación artificial de vida.
En ninguno de los casos puede hablarse de un alegre final, pues el autor desvela el triste destino que sufren aquellos de descorren el velo del misterio con el abuso de la técnica, con la usurpación de los poderes creadores antes patrimonio exclusivo de Dios. 



Efectivamente, Hawthorne crea un personaje característico en muchos de sus relatos, se trata del hombre fáustico y prometeico que busca superar la creación natural mediante una creación modificada y artificial. No es solo una grotesca hechicera que embruja un espantapájaros como en la historia ya mencionada, ni siquiera una especie de alquimista (Ethan Brand) antiguo servidor de un horno de cal que con ayuda primero de los demonios que habitaban el fuego y luego con su superior intelecto, logró encontrar aquella verdad que tan afanosamente buscaba: descubrir cuál era el único “Pecado Imperdonable”. También hacen acto de presencia auténticos científicos, si bien tocados con el halo de lo sobrenatural. Es sin duda el caso de El Artista de la Belleza, pero también resulta idea central en La Marca de Nacimiento (The Birthmark), en que el científico es además un artista, pero un artista que trata de corregir con medios artificiales las imperfecciones físicas de la mujer a la que ama (aun a costa de convertirla en una persona modificada artificialmente) logrando un éxito total en su propósito, si bien ocasionando con ello el progresivo debilitamiento y muerte de su paciente poco después del experimento. En efecto, los misterios de la naturaleza no se pueden desvelar a cualquier precio y el científico ocasiona la perdición a quien más ama. Un caso análogo descubrimos en la hija de Rapaccini (Rapaccini’s Daughter), una historia que hunde sus raíces en la antigüedad clásica e hindú. Aquí la indagación natural asocia belleza y perfección con muerte e intoxicación. Beatrice es la hermosa hija del científico Rapaccini, hombre conocedor de todos los venenos producidos por la naturaleza. Su jardín es una auténtica plantación del mal, habitado por flores tan funestas y venosas como bellas. La cercanía con las flores ponzoñosas la ha convertido a ella misma en venenosa. El galán de la historia, un joven aspirante a científico, intenta curar de su envenenamiento a la hermosa Beatrice, pero el antídoto es para ella, paradójicamente, un poderoso veneno. 


La fábula prometeica en Hawthorne no acaba bien jamás. En el fondo es imposible reparar artificialmente una naturaleza inclinada a lo material, y así junto con algunos pocos personajes de una bondad celestial, aparecen por doquier clarividentes ejemplos de la mayoritaria tendencia humana a perseverar en el error; pues tanto en hombres como en mujeres aparece tan perenne como el estigma de Caín la marca de los goces materiales, la envida, el odio al prójimo y el amor a las riquezas. Personajes tales pueblan la mesiánica historia de El Gran Rostro de Piedra (The Great Stone Face), así como también aparecen integrando la extraña sesión científica en apariencia (pero mágica en realidad) en la que el Dr. Heideggger (Dr. Heidegger’s Experiment), recurriendo a las misteriosas aguas de la eterna juventud, permite por unos instantes que personajes decrépitos y malvados recuperen fugazmente su juventud para, por desgracia, volver a repetir contumazmente sus errores.



Esta triste verdad es conocida por Hawthorne y con igual firmeza la creen sus personajes prometeicos, ya sea la vieja bruja Mother Rigby o el delicado artista de la belleza o el poeta que visita el valle donde se levanta el gran rostro de piedra, todos acaban comprendiendo que la condición humana es irreparable, que no son los altos ideales los que mueven a la mayoría, sino que la mayoría se mueve, con el aplauso general, por el ansia de placeres y dinero. Y un hecho más terrible aún: en no pocas ocasiones la mente del científico es también una mente contaminada por los deseos más innobles, como reconoce Ethan Brand, el fáustico personaje que ha tratado con divinidades infernales en la historia que lleva su nombre, cuando afirma que el mayor pecado, y el único imperdonable, es el encumbrar la inteligencia por encima de la fraternidad humana y del temor de lo más sagrado, haciéndola capaz de sacrificar cualquier cosa en el altar de su propio poder.




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