lunes, 9 de febrero de 2015

Extrañas realidades



El absurdo fin de la realidad. Novela de Pedro Pujante
Obra ganadora del I Premio 451 de Ciencia Ficción, ed. Irreverentes, Madrid 2013.

Llego al aeropuerto de Múnich con mucha antelación, de manera que puedo terminar de leer la novela de Pedro Pujante El absurdo fin de la realidad que llevo en mi bolsillo y me acompaña desde hace algunas semanas esperando ese momento mágico en que novela y lector por fin se encuentran. No me cabe duda, estoy en el lugar adecuado, en un pequeño universo de representaciones y simulacros que enmascaran mi espera antes de embarcar, antes de emprender viaje a través de paisajes y espacios que dada la posición en la que el sol se encuentra, ya no podré ver. Me resigno y acepto la idea de que no cruzaré un cielo azul sino un cielo oscuro. 
Acepto la situación, y abro la novela de Pedro Pujante que narra con tanta ironía y habilidad una extraña espera, la de una visita extraterrestre a un pequeño pueblo español, contada por quien aparentemente va a pronunciar el discurso de bienvenida. Pronto no sólo la narración se disgrega en medio de las reflexiones del futuro orador, sino la misma identidad del orador se desdibuja y mixtifica en medio de sucesos cada vez más asombrosos que comprometen la coherencia especial y temporal de la pequeña localidad, cuyo sentido metafísico se altera hasta lo impensable mientras se difumina el sentido de la identidad personal y aparecen heterónimos y giros sorprendentes en la narración. 




Al leer y releer mientras inicio mi propio viaje, abandono los límites de la vieja y bella Múnich en un domingo de adviento para adentrarme en la realidad paralela de su aeropuerto; en seguida acuden a la mente las imágenes de Orontes y de la nave espacial que según informaciones oficiales aterrizará con una delegación en dicha localidad. La desorientación espacial y temporal, la mixtificación de la identidad entre personajes y narrador me envuelven ya al pasar los controles y los arcos de seguridad en el aeropuerto. Entonces pienso que se ha dado una de esas felices circunstancias en que el lector está en el momento más adecuado posible a la hora de leer un libro, pues también yo me enfrento a un viaje y a una espera; y así, en ese instante, emprendo un viaje aéreo (aunque no extraterrestre, lamentablemente).
Un aeropuerto es como nuestro universo, pero reconcentrado en un pequeño espacio, un multum in parvo. Ante el viajero aparece una fugaz representación de nuestro mundo tan hipertecnificado como temeroso de su seguridad, plena de simulacros de la realidad destinados al consumo y al solaz del viajero, ficciones de platos y bebidas típicos, en este caso de la vieja Baviera, dulces de recetas caseras preparados, sin embargo, de manera fríamente industrial en complejas instalaciones, puede que hasta las típicas jarras de cerveza las hayan manufacturado en China, ¿qué importa? Todo es representación, y así la amable camarera que ofrece unas típicas salchichas de Múnich tiene un inequívoco acento italiano, al tiempo que añade a su recomendación la mejor cerveza bávara de una tradición centenaria, tan solo para el goce de un instante.
La realidad está trastocada, pues el tiempo se acelera este día de domingo en el aeropuerto, y veo el mundo pasar vertiginosamente como en la novela de Pedro Pujante; por cierto, que aunque no he de pronunciar un discurso, sí he de preparar un informe sobre mi estancia en la universidad de Eichstätt y una vez más la coincidencia me complace. En mi realidad aeroportuaria, mientras que en la católica Múnich es el primer domingo de adviento, la primera vela de las cuatro ya se ha encendido y en las iglesias se lee el sabio consejo de Marcos 13, 33 “velad y estad atentos”, aquí, en mi realidad aeroportuaria, el tiempo tiene otro ritmo, no se vela ni se está atento por la espera mesiánica, sino que la atención se dirige a los paneles que señalan las puertas de embarque, y como el tiempo lo permite,  también a la publicidad. Sin duda también se vela y se está atento, pero los motivos son otros. Y cuando cruzo una puerta, de una manera que me recuerda a la novela que me acompaña, paso a mundos diferentes, en esta ocasión a un auténtico multiverso de cerveza bávara, gastronomía internacional, dulces, modas y tecnología concentrado todo en un reducido espacio, en pocos instantes voy de un mundo a otro. Mi sensación de extrañeza aumenta porque todavía no me he desprendido mentalmente del horario de las clases que acabo de impartir en Eichstätt (soy un profesor que regresa, nada más que eso), ni de las tutorías, ni del ritmo de los largos paseos a lo largo del Hofmuehl o desde la Redorftstrasse hasta la Westenstrasse, para cruzar el mercado, la catedral y de allí ir a la universidad. Todavía no he salido de esa realidad y me encamino a otra, que aunque parezca ajena, es mi realidad originaria, la de mi punto de partida, la realidad nativa que abandoné hace treinta días, y lo hago a través de la realidad transicional del aeropuerto.
Este es el estado de ánimo con que afrontaba la lectura de la novela sobre el absurdo final de la realidad, cuyo argumento lleno de ironía muestra una razón que se desdobla en medio de la fugacidad del tiempo, de la conciencia y de la individualidad a través de la larga espera de un acontecimiento, la llamativa llegada de una delegación extraterrestre que no acaba de suceder. Antes de embarcar compro el último número de Geo Epoche dedicado al romanticismo, “la edad de la nostalgia”, según reza la portada. Con el ir y devenir del tiempo y el desvanecimiento de lo conceptual que provoca en mí tanto la novela como la presencia del aeropuerto, me decido a comprar la revista porque efectivamente me invade la nostalgia de una época pasada. El pasado es inaccesible ya, y está a salvo del vaivén trepidante de nuestra vida cotidiana. Reflexiono sobre ello como si fuera la Atenea pensativa, cuando de repente aparece una joven de una belleza que por un momento me hace pensar en Dante Rosseti, aparece de improviso desde la sección de perfumes para atenderme sin que hubiera reparado antes en ella, bella aparición envuelta en aromas artificiales. Todo es artificial, sí, el tiempo, las imágenes, hasta los aromas, pero quiero pensar que la sonrisa es natural y espontánea, me consuelo y pienso en darle una interpretación poética a un simple acontecimiento comercial, como si fuera un escritor romántico que se encuentra sorpresivamente a una joven envuelta en aromas de primavera en medio de un bosque. Pero eso sí es ficción y yo además, hombre casado con más de cuarenta años, no he de sentir tales añoranzas. Tengo que redactar un informe cuando llegue a casa y tengo una novela de Pedro Pujante en el bolsillo que narra una espera y un viaje que acontecen al mismo tiempo y que acaban por mixtificarse. Asumo mi propia espera y mi viaje, mientras pienso en la ironía del acontecimiento en el momento en que subo al avión.
Múnich, primer domingo de adviento de 2014



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